[Antonio López, Atocha, 1964]
Prolegómenos
Corría el mes de agosto de 1988 en El Escorial. Nos encontrábamos gozando de una beca al Primer Curso de Verano de la Universidad Complutense de Madrid. En un recinto abarrotado, de iniciados y de público en general, se asistía a algo así como a una sucesión en el trono o al cambio de posta en alguna final de prueba olímpica. Incómodamente embutido en una silla de ruedas, hallábase en lo alto del prosenio el poeta Rafael Alberti; también la figura con aire adolescente de Luis García Montero. El poeta mayor, pues, cedía los lauros, monitoreaba, empleaba sus buenos oficios -no sabríamos cómo precisarlo- a favor de uno joven (andaluz como el autor de Marinero en tierra) e importante gestor de lo que llegaría a denominarse -un poco más tarde-“poesía de la experiencia”.
Después de los discursos de orden y la lectura de algunos poemas de Alberti, le tocó el turno al granadino. Aunque en ese entonces no conocíamos su obra, fuimos testigos incrédulos de lo bien que se pagaba en España el fácil recurso a la eufonía, y del montaje oportunista de cierta prensa capitalina. Parecía que -en tanto Alberti y García Montero representan, más bien, de algún modo lo rural o la tradición inmediata española- Madrid estaba decidida a consagrar esta poética de nítidos visos canónicos (folklóricos) y conservadores. A este evento, entonces, podría ya haberlo ilustrado muy bien el título del ensayo de Miguel d’Ors, En busca del público perdido (1994); como los de la “experiencia”, otro poeta descreído de la vanguardia y de la poesía latinoamericana en general. Obviamente, la mira para el disparo -el tiro de gracia, más bien- estaba dirigida directamente contra los “culturalistas” o “autonomistas de la obra de arte” del 70′, cónclave de poetas agrupados sobre todo en la célebre antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles (1970). Es decir, para el público congregado aquella tarde en El Escorial no debían bastar ni las monocordes colecciones de archivos y vocabularios que, acaso, podrían describir las obras de un Jaime Siles, Guillermo Carnero o Antonio Colinas. Se quería ahora ser sincero, directo y sentimental, aunque ello no conllevara aventura personal o riesgo vital alguno asomando entre las líneas de aquella poesía de circunstancias. Sin embargo, esto es válido sólo por un lado; por el otro, el blanco de aquella sorprendente consagración de García Montero, era -podríamos denominarlo así- el control del desborde de raigambre popular: mass media, personajes excéntricos, costumbres alternativas, lenguaje crítico y altamente politizado que para entonces ya se había filtrado en la poesía española; incluso -aunque de modo no orgánico- en la antología de Luis Antonio de Villena, Postnovísimos (1986). En realidad, esta última obra es un documento importante de lo que se gestaba en aquella época, un intento de abrir la puerta del mundo ilustrado o “culterano” a los registros de la vida cotidiana contemporánea, juvenil, y los mass media.
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