Siempre que llegas a una nueva ciudad
Siempre que llegas a una nueva ciudad piensas, has pensado, que una mujer te espera, ha estado esperándote. Tu cuerpo está roto, tu alma hecha pedazos, tu recuerdo evaporado. Sin embargo, aquéllas todavía viven en ti. Todavía saboreas y engulles, hechas de tan humana carne, tal como angustia y desesperación del espíritu. Lo mismo entre las magas noveles y las magas no tan noveles. Pero a qué invita en esta tarde esta muerte viva. De como si no hubiéramos nacido y menos muerto y tampoco resucitado. A qué apunta este puño de certeza. A qué apuntó este estrepitoso golpe desde el vacío. Un hilo que ignorábamos sujetaba tamaña nube. Este leve sentimiento, oh sorpresa, que se adosaba a nuestra madre intacta. A mi cariño final rodando desde aquella no tan lejana colina. Mi amor, una bomba atómica portátil. Tal como lo vislumbré de muchacho. Bueno, un muchacho bastante crecido y, para qué, muy hermoso. Y muy pobre y muy rico. Porque todo le caía de gracia. En primer lugar, la poesía. Mi amor. El amor. Una panorámica donde todos aparecemos con nuestra sonrisa más radiante . Un grito donde nos agolpamos y cobijamos. Nuestra hoja más afilada contra la muerte. Ante cualquier tipo de muerte y ante cualquier tipo de dios y ante cualquier tipo de promesa. Una mirada díscola hacia aquella fría y lejana estrella.
Agüeros para armar (nobloga I):