«¡Hipócrita lector —mi semejante— mi hermano!»
«Hypocrite lecteur, —mon semblable—, mon frère!»
Charles Baudelaire
«¿La vieja y repudiable violencia criminal contra la mujer y contra la integridad de los cuerpos? O, muy por lo contrario: ¿Defensa anti-fascista de una cierta belleza (in)humana; protección del derecho universal, anticosmético, a la modélica (im)perfección de los cuerpos?» Armando Almánzar-Botello.
«Ciertamente, podemos leer a Sade según un Principio de Violencia; pero podemos leerlo también (y es lo que él nos recomienda) según un Principio de Delicadeza. La delicadeza sadiana no es un producto de clase, un atributo de civilización, un estilo de cultura. Es una potencia de análisis y un poder de goce: análisis y goce se reúnen en beneficio de una exaltación desconocida por nuestras sociedades y que por eso mismo constituye la más formidable utopía.» Roland Barthes.
«El respeto no es más que el rodeo de la violencia.»
Georges Bataille.
«Amor: mecanismo de reparación simbólica de daños imaginarios.»
Melanie Klein.
«…Es preciso resaltar aquí —ante la fórmula de la fantasía perversa (a ◊ $), fórmula que parece otorgar al sujeto perverso, actuando en el lugar de agente, la misma posición estructural que asume el analista en la transferencia—, que si dicho analista “hace semblante” del objeto “a”, no se identifica completamente con dicho objeto en su vertiente obturadora, tal como lo efectúa el perverso, cuya “voluntad de goce” (Lacan), lo hace considerarse a sí mismo como un objeto plenipotenciario imprescindible para generar el goce absoluto del otro en tanto que figura sometida, escindida subjetivamente ($), situada en el lugar del masoquismo, y finalmente torturada y eviscerada…» (Fragmento).
Armando Almánzar-Botello. “Psicosis bajo transferencia. Glosando a Lacan-Broca-Miller.”
Yo no insulto a ninguna mujer si deseo serle fiel a otra, porque a la mujer que yo insulto, tarde o temprano la penetro, ya sea por la vagina, por el ano, por la boca… o simplemente le abro un moderado agujero copulador en la cabeza, en el vientre o en la espalda…
Por ello, respetando con rigor el principio de refinamiento, a las mujeres convencionalmente feas —o a las que simplemente no me gustan—, nunca les hablo de un modo inelegante o descompuesto.
Y si estas particulares niñas o viejas “feas” —que merecerían, quizá, otro tipo de insulto estimulante—, de un modo indigno y malagradecido hablan mal de mí pese a mi trato cortés, yo sé que su motivación profunda estriba en que adivinan sutilmente mi elaborado sistema filosófico, y éste las excita.
Se masturban entonces en mi nombre, mientras me leen con avidez al pie brioso de la letra, destilando en el tálamo libido su arcano entreabierto en refulgencias, goteando aquel seráfico licor a-teológico, efecto de apofático arrebato imperturbable, sacratísimo y gimiente.
Muy místicas algunas han tenido la insolencia telemática de hacérmelo saber, a través de una oblicua mensajería erótica, discretamente promisoria, que ha tenido, sin proponérselo mi yo, sus legítimas consecuencias ético-prácticas.
Mi ardor genotextual devino así agente oscuro, gruñido seminal, eutiquia y distiquia en las cabañas litorales de la isla y lo alienígena, por causa indecidible de las huellas más bifrontes, literales liberadas en literas de cornúpeto fornicio.
Por lo demás, siempre me han fascinado los maniquíes femeninos, pintarrajeados con volátiles colores eléctricos y fosforescentes: para des-pan-zurrarlos desnudos en los fríos espejos de lo neutro indolente.
Diciembre de 2011 (Texto retocado por el autor). Santo Domingo, R.D.