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Ni Borges, Camus, Cervantes, Dos Passos, Dostoievsky, Dreiser, Drieu la Rochelle, Faulkner, Flaubert, Forster, Genet, Greene, Hemingway, Huxley, Joyce, Lawrence, Machado de Asis, Martin du Gard, Mauriac, Montherlant, Orwell, Proust, Scott Fitzgerald, Waugh o Wilson, escribieron para que los invitaran a bailar merengue y soplar canutos en las Ferias del Libro y los Festivales de hoy. Escribieron bien porque dijeron las verdades de su tiempo, porque no fueron la voz de los establecimientos, y quienes leen saben que no mienten. Porque quien crea una voz, crea un destino, y vivirá para siempre, como bien lo entendió Han Yu, un poeta chino que conocí en el siglo VIII, y me dijo:
Todo resuena cuando se rompe el equilibrio.
Las yerbas son silenciosas,
pero si el viento las agita, silban.
El agua calla,
pero si el aire la mueve, repica;
las olas mugen: algo las oprime;
la cascada se precipita: le falta suelo;
el lago hierve: algo lo calienta.
Son mudos los metales y las piedras,
pero si algo los golpea, rechinan.
Así el hombre.
Si habla, es que no puede contenerse;
si se emociona, canta;
si sufre, se lamenta.
Todo lo que sale de su boca
se debe a una rotura…
Cuando el equilibrio se fragmenta,
el cielo escoge entre los hombres
aquellos más sensibles y los hace hablar.
Nada hay comparable a la gloria, más si viene acompañada de metálico. Antes de la proliferación de los medios masivos de comunicación, se creía que la fama se ganaba por méritos, fuesen del bien y, por supuesto, del mal. No hay, ni habrá Jesús sin Pilatos, yin sin yan, blanco sin negro. Ahora sabemos que no dura y puede obtenerse de mil maneras. E incluso, teniéndola, puede servir de nada, porque a nadie importa.
La fama, conocida por los romanos como Voz Publica, fue una de las hijas de la Tierra; habitaba en el centro del orbe, vivía en un palacio de mil aberturas sonoras por donde entraban y salían las voces, y era asistida en su vida diaria por la Credulidad, el Error, la Falsa Alegría, el Terror, la Sedición y los Falsos Rumores. Todo ello habita ahora en los treinta segundos de todos los televisores del mundo. Así la retrata Virgilio en los versos 173 a 186 de la Eneida:
Vestiglo horrendo, enorme; cada pluma
cubre, oh portento, un ojo en vela siempre
con tantas otras bocas lenguaraces
y oídos siempre alertas.
Por la noche
vuela entre cielo y tierra en las tinieblas,
zumbando y sin ceder al dulce sueño;
de día, está en los techos, en las torres,
a la mira, aterrando las ciudades.
Tanto es su empeño en la mentira infanda
como en lo que es verdad. Gozaba
entonces regando por los pueblos mil
noticias, ciertas las unas, calumniosas otras.
Si para hacerse rico no es necesario ser famoso, en el inframundo de la literatura nadie puede serlo sin la fama y sin los premios que depara el poder, y que el galardonado alcanza mediante la compra de sus libros, los viajes y el reconocimiento,si no del señor presidente, sí de algunos de sus ministros, directores generales, confidentes, mayordomos y, bien cierto, embajadores. Que yo sepa, desde el mismo Rubén Darío, una legión de escribanos y lameculos pretendidamente poetas han sido recibidos, en los puertos de mar y de aire, por los embajadores de sus respectivos países en aquellos otros donde van para promocionar sus tomos y venderlos a las bibliotecas públicas de cada república o dictadura. Hace poco, para dar un ejemplo, vi cómo un embajador ultra reaccionario, en una isla del Caribe, recibía con toda clase de zalemas y prebendas a un pretendido intelectual progre, protegido por un ex presidente homicida, y publicista de toda clase de cartillas promovidas por una señora que nunca aprendió ballet y se dedicó a una emisora de radio pagada con dineros de los contribuyentes.
Sin embargo, la gran ilusión, la ciertamente visible y aparentemente perdurable, la deparan los premios sostenidos por las sumas en firme.
Cada país tiene los suyos, pero es España la que pone la marca más alta, con unos de mil 600, varios de los cuales son o premios políticos (Cervantes, Reina Sofía, Menéndez Pelayo, Príncipe de Asturias, premios nacionales, premios del Ministerio de Cultura, de las juntas, xuntas, yuntas, zuntas), o sociales, otorgados por cajas de ahorros, alcaldías y diputaciones, y los económicos, dedicados al mercado internacional del libro como los Casa de América de Poesía (6 mil Euros); Generación del ’27 (15 mil ); Ciudad de Melilla (18 mil); tiflos (36 mil); Jaime Gil de Biedma (16 mil); Loewe (27 mil); Fray Luis de León (12 mil); Emilio Alarcos (15 mil); Cáceres (6 mil) y Viaje del Parnaso (18 mil), todos controlados por la mano inefable de Jesús García, alias Chus Visor, y los de “novela” Planeta, Nadal, Biblioteca Breve, Lara, Plaza y Janés, Lengua de trapo, Primavera, Alfaguara, etcétera, cuya dotaciones económicas oscilan entre los 300 y 700 mil euros según la Guía de premios y concursos literarios, con quinientos para narradores y unos 450 para poetas, y sólo sesenta y dos para ensayo y setenta para teatro.
El 9 de septiembre de 1981, un año diez meses y trece días antes de ganar el Premio Nobel, Gabriel García Márquez escribía que luego de una larga vida como periodista y escritor, tenía más de cincuenta años, sólo podía arrepentirse de haber ganado dos laureles, uno en 1954 patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, con un cuento sin terminar, y el otro, en 1962, de la Esso Motor Company, con 3 mil dólares de gaje, con una obra que no tenía título y hoy es conocida como La mala hora, porque, según el emisario de los patrocinadores, “nadie había mandado ninguna obra que valiera la pena”. Nunca asistió a las premiaciones, porque tuvo la impresión muy desapacible de haberse prestado a una farsa pública y una vez más a la promoción de una empresa que nada tenía que ver con la literatura.
Todo eso lo decía el genio de Macondo hace veintiocho años, cuando apenas se oía hablar en los medios de Borges, Cortázar, Gil de Biedma, Lezama, Guimarães Rosa, Ángel González, Carpentier, Onetti, Rulfo, Cabrera, Caballero Bonald, Paz, Vargas Llosa o Antonio Caballero, y no habíamos pasado de la función del deslumbramiento a la edad del mercado y cabildeo, y ni el Goncourt, el Femina o el Medicis habían sido degradados a monarcas de la intriga como Álvaro Mutis, ni existía Hay Festival en Cartagena, ni la mejor revista del mundo era El Malpensante y el universo estaba poblado de libretistas Volpis, Fresanes, Birmajeres, Francos, Roncagiolos, Pazsoldanes, Vazques, Jaramillos, Bonetes y Abadesas, ni los críticos literarios eran redactores de planta o se alquilaban a las universidades bajo la férula de la diosa Ignorancia, ni los novelistas tenían columnas en periódicos y revistas para promocionar sus nombres.
Porque toda esta legión de beneficiarios de los erarios públicos, que escriben no por una necesidad ineludible sino para ganar concursos y prebendas, y garrapatean culebrones sobre cualquier cosa, incluso sobre poetas y asesinos de la conquista de América, deben tener presente que su gloria durará tanto como la de Manuel Terrín, un electricista de Córdoba que ha ganado la media pendejadita de 1530 concursos, quinientos de ellos de narrativa, y es famoso por ser desconocido.
Ni Borges, Camus, Cervantes, Dos Passos, Dostoievsky, Dreiser, Drieu la Rochelle, Faulkner, Flaubert, Forster, Genet, Greene, Hemingway, Huxley, Joyce, Lawrence, Machado de Asis, Martin du Gard, Mauriac, Montherlant, Orwell, Proust, Scott Fitzgerald, Waugh o Wilson, escribieron para que los invitaran a bailar merengue y soplar canutos en las Ferias del Libro y los Festivales de hoy. Escribieron bien porque dijeron las verdades de su tiempo, porque no fueron la voz de los establecimientos, y quienes leen saben que no mienten. Porque quien crea una voz, crea un destino, y vivirá para siempre, como bien lo entendió Han Yu, un poeta chino que conocí en el siglo VIII, y me dijo:
Todo resuena cuando se rompe el equilibrio.
Las yerbas son silenciosas,
pero si el viento las agita, silban.
El agua calla,
pero si el aire la mueve, repica;
las olas mugen: algo las oprime;
la cascada se precipita: le falta suelo;
el lago hierve: algo lo calienta.
Son mudos los metales y las piedras,
pero si algo los golpea, rechinan.
Así el hombre.
Si habla, es que no puede contenerse;
si se emociona, canta;
si sufre, se lamenta.
Todo lo que sale de su boca
se debe a una rotura…
Cuando el equilibrio se fragmenta,
el cielo escoge entre los hombres
aquellos más sensibles y los hace hablar.
La Jornada Semanal, Domingo 17 de agosto de 2008 Num: 702