Entré a Facebook con la más firme idea
de hacerme amigo de todas las mujeres guapas,
aquéllas que mostraran su mejor rostro
y escribieran no importa que sandeces;
éso pensé, aquél frío día de domingo
un invierno cruel, para mis huesos
y mis enfermedades crónicas.
Abrí una cuenta nueva y falsifiqué mis datos,
busqué una fotografía en Internet
de un hombre guapo, joven, desconocido;
y entré a la Internet, con estos deseos firmes,
tendenciosos, maquiavélicos, macielosos
y comencé a buscar chicas, chicas sanas
con nobles deseos, chicas ingenuas.
Pero justo en el momento, de responder a un chat
que se me había pedido: ¿a qué te dedicas?
me hizo recapacitar, destapé una lata de cerveza
de mi estante para poetas, y tomé un gran trago;
“soy un borracho” -le dije, “no me hagas caso,
y cierra ése chat; ve y acúsame con tu papi”
cerré yo la ventana de chat y me dí de baja
en la red, borré todos mis datos y cancelé la
cuenta.
Destapé otra lata de cerveza marca poeta de mi
estante de cervezas y me la bebí de un trago.
Edgar Altamirano o “Edgar Arthaud Jarry”, poeta mexicano al que la crítica de su país vincula con los infrarrealistas; pero que, más bien, trasciende esta estética por la forma cómo el poeta se sitúa frente su computador. No intenta cambiar este mundo; sí, ser un tanto más feliz en el espacio virtual. Vano intento, acaso, causa perdida que merece toda nuestra simpatía y solidaridad. Este mundo se deja a los poetas de este mundo, comprometidos o no: con un mensaje que dar, convencidos de su propia identidad o a los que avalan ciertos jugosos premios… para no hablar de las mafias que ahora mismo –y creo más que nunca– infectan el parnaso poético internacional. Una lanza, pues, por Edgar; cuya inteligente, sobria y no menos lúdica digitación se nos adelanta, paradójicamente, en el desmontaje hondo y dramático de nuestra –larvaria todavía en Latinoamérica– post modernidad.