Poesía peruana: Mitos inscritos en el paisaje (I)

El problema principal de la poesía peruana y quizá el de toda nuestra región, en principio tratándose aquélla de un género volcado a la subjetividad, es precisamente el tratamiento del sujeto poético. No es tanto el de la narrativa donde, una vez superada la impresionista y cinestésica prosa modernista, se valoran los constantes cambios de perspectiva: tiempo y lugar de enunciación. Obviamente, hay experimentos que, a este respecto, acercan o incluso intentan fundir ambos géneros canónicos; por ejemplo, la poesía documental o de investigación que tendría su antecedente regional en Taberna (Roque Dalton) o El niño Jesús de Chilca (Antonio Cisneros), casi de modo paralelo a la poesía campesina y exteriorista de Solentiname; su exacerbación del tono callejero, aunque no de perspectiva, con Hora Zero (años 70); y más recientemente, acaso con mayor poder conceptual y persuasivo, por ejemplo, con la que en el Perú ensayan Manuel Fernández o Roberto Zariquiey. El primero de los citados, al levantar o intentar una curación de la historia de un barrio popular de Lima (Breña); el segundo, en sus oscilaciones académico-míticas, archivístico-anacrónicas, en su logrado Tratado de arqueología peruana. Pero el problema continúa; es decir, incluso a pesar de estos experimentos, los cuales abordan con variantes ahora mismo incluso otros poetas más jóvenes, cedemos muy fácilmente a la tentación del narcisismo y sucedáneos: melancolía o nostalgia y, peor aún, sentimientos de carencia o derrota; efectos, esto últimos, tan arraigados a la idea o experiencia que, por lo general, solemos vincular con la poesía. Prueba de esto último, el de la dictadura de la melancolía, son algunos poemarios que hemos leído y reseñado brevemente hace muy poco, verbigracia, libros de poetas tan canónicos como Mirko Lauer, Jorge Nájar o Carlos López Degregori. ¿Asunto de edad, de “estilo tardío”, de examen de conciencia? Podría ser, y probablemente cada caso tendría su diferencia. Amalgama y distinción frente al aspecto cultural. Lauer, a su conveniencia, entra y no entra en el asunto de la cultura local; a Nájar, si alguna vez tuvo consciencia de ello, poco a poco se le fue esfumando y, tarde y lejos de su paisaje nativo, se cerciora de su propia esterilidad; Degregori, jamás salió de su biblioteca ni del barrio de Miraflores, para qué, si lo único que importa es hallarse “lejos de todas partes”. Sin embargo, creemos que todo gran artista o gran poeta responde, ante todo, y de modo simultáneo a su artesanía, a un mito inscrito en el paisaje (geografía sagrada o paisajes míticos); no han sido otros los casos en el Perú de Eguren, Vallejo, Adán, Eielson, un tanto Watanabe, y del propio José María Arguedas. Diálogo que no los confinó a un determinado territorio o folklore; sino que, sobre todo, salvó a cada uno de ellos del aparente callejón sin salida del narcisismo y la derrota. P.G.

 

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