Roger Santiváñez, acaso se arriesga en el lenguaje, disloca la sintaxis, pero no en el diseño de su yo poético: bien pertrechado, auto-persuadido de sí mismo y docente. A contrapelo de la extraordinaria evaporación del yo y de sus trabajos en los fragmentos de Magdalena Chocano (bebiendo de Adán, Sor Juana y J. E. Eielson).
El siempre joven Reynaldo Jiménez, sobre todo por la indumentaria, no va más allá de un Javier Sologuren oculto o bien camuflado ya que un mismo –y de semejante modo– “azahar” a ambos desvela.
La siempre guapa, Patricia Alba, es la verdadera madre del cordero de la poesía escrita por mujeres en los años 80; sin el decoro excesivo, más bien ideológico, por ejemplo, de Rosella Di Paolo, ni los desplantes clasemedieros (disfuerzo) de Rocío Silva Santisteban. Y no sólo de aquélla escrita por las mujeres.
Domingo de Ramos construye la andanada y caudal de sus rompecabezas (“como” + encabalgamiento) sin necesidad de alguna otra cosa.
Mario Montalbetti, telonero de Antonio Cisneros. Sus Cinco segundos de horizonte implican –en la práctica– llevarse por las narices acaso cinco horas de tormentas en un vaso de agua. Mucho más directo, escueto y potente resulta el “horizonte” de su contemporáneo español, Antonio Casado: “El vértigo es incomprensible/ desde fuera del vértigo” (Inventario).
José Antonio Mazzotti (1961-2024), colabora a entender la diferencia entre “arte del refrenamiento” y auto-represión en esto de escribir poemas.
Vladimir Herrera, suya es la magia de la libélula. Sintaxis sincopada y ululante. En un plano menos aéreo, acaso más al ras del suelo, su poesía semeja la inestabilidad de los adoquines bajo nuestros pies mojados en un día de intenso aguacero. El sujeto de sus versos es un zorro viejo, audaz e imbatible en sus andanzas, acaserado sobre aquella colina umbría. P.G.
(Continuará)