(cantata para asesino y coros)
(coro femenino)
Me han matado, dijo
en el segundo que siguió a la bala
un hombre que no temió a la muerte,
la que mata y no vence
la que arrastra su enorme pata material
hasta perder su propio rastro.
Te tendieron de espaldas
en tu sangre,
pero te fuiste de pie, de ala, de viento.
***
(coro mixto)
Fatal abono, su sangre derramada
sobre las losas, las perdidas calles,
los campos de maíz salvadoreño
y el patio donde un niño sueña lejos
el mismo sueño que soñó el santo.
Ofreciste la mano al que caía
al odio mismo, a la tarde, lejos,
su golondrina lenta.
Santo Romero, pero no el milagro
con que cumplía su trámite
la causa fue de su alma de hombre bueno
del gran valor que recibió del cielo
amor y fe unidos, hermanado
ejemplo muy sencillo, santo, santo.
***
(tenor)
Padre, llegué hacia ti
por una herida que causé al matar,
no la del pobre que caía a mis pies,
sino la otra, sin salvación posible,
que ya no pude cerrar dentro de mí.
Llegué a tu puerta, abierta, como siempre,
y pregunté que dónde estaba el santo.
Fue la necesidad de las estrellas
que en tu mirada podrían vencer mi noche
de hombre que sangra por las manos
la sangre del cordero.
¡Padre! hablaste con mi muerte,
y con las alas de tu abrazo humano
venciste mi soledad sin tregua.
Con tu perdón de hombre me salvaste.
Hijo, me llamaste, ¡Hijo! ¡Sí!
Entonces volví al campo, hombre otra vez,
tomé una mazorca
que pronto deshojé,
mordí los granos
con la primera hambre
que tú me habías de nuevo restituido.
Esto lo cuento
padre, porque quiero,
que se diga,
que si a ti te mataron, como yo mataba,
nada pudieron contra tu palabra,
aquella, la de ¡hijo! con que salvaste
a un hombre, a un pueblo,
a su mazorca entera.
(coro mixto)
Fatal abono…
©Alan Smith Soto, 2021