Javier Sologuren (Lima, 1921-2004), de quien un crítico como Roberto Paoli puntualizara: “Non c’ é intenditore di poesía ispanoamericana che non lo collochi fra i maggiore lirici attuali del continente” (7), comenzó a publicar en 1944 (El morador) y sus poemas fueron apareciendo en libros y diversas revistas casi hasta el final de su fructífera vida (fue, además de poeta, profesor, traductor y editor). Al principio lo encandiló la estética neorromántica-barroca; luego, asimiló el surrealismo hasta que en 1960 (Estancias) define, siempre en el marco de su acendrado lirismo, una nueva poética -con un lenguaje marcadamente simbolista- que quizá podríamos tipificar como guilleniana o budista. Todo depende de si usamos sólo el mirador hispano para ello o, muy cara también a este poeta, una perspectiva cosmopolita -en este caso, el de su profundo interés por el budismo zen japonés[1] – para leer su poesía. En Estancias se deja atrás una estética de la fuga a “otro mundo” (a través del neoplatonismo o el sueño), cuyo esquema podrían ser unos vectores que apuntan hacia lo alto, y se adopta -de modo extraordinariamente logrado- un esquema inmanentista. Es decir, el anhelo por “otro mundo” continúa, pero esta vez ya no está en lo alto, en un mundo paralelo trascendental o de ideas platónicas; sino que está aquí mismo, tal como a través de unos versos de Yasunari Kawabata -los cuales Sologuren toma como epígrafe para sus Folios del enamorado y la muerte (1980)- lo podemos colegir: “aquella blancura que habitaba las / profundidades del espejo / era la nieve”. Accedemos a este “nuevo mundo” mediante una experiencia de satori, epifanía o anagnórisis, pero necesariamente en nuestro mundo corriente y, de modo privilegiado, en el ámbito de la naturaleza.
Por tanto, para el dibujo de esta nueva poética ya no son pertinentes los vectores ni tampoco se trata de un esquema vertical como el anterior, el que daba cuenta de la poesía de este autor hasta antes de 1960; ahora se accede a “lo otro” o “al otro” básicamente a través de un tipo de empatía o de cierta mirada (de ahí la predominante fanopoea de esta obra). Invitarnos, posibilitar el acceso a esta experiencia, es uno de los fines de Estancias y, en general, el de todo el oficio de este singular poeta:
“Creo, por último, que la poesía revela la esencia de la existencia del hombre, y es un prodigioso agente de descubrimiento y recuperación de lo humano. Y eso me guía y me alegra profundamente” (8). En su producción posterior a la de la década de 1960 se dan atisbos -como su maestro Jorge Guillén, que pasó a Clamor porque no quiso que lo identificaran sólo como el poeta de Cántico- de una apertura a un corte más realista en su poética; pero, creemos, indisolublemente ligada siempre con aquello alcanzado en el poemario de 1960[2].
Este inevitable marco previo no pretende sino situar adecuadamente el motivo erótico, constante en nuestro poeta a partir de su cultivo del tema amoroso[3]. Al respecto, distinguimos tres hitos[4]: “Toast” de La gruta de la sirena (1961), “Epitalamio” de Folios de El enamorado y la Muerte (1980) y “Celebración” de El amor y los cuerpos (1985). Cada uno de ellos desarrolla una visión, a la vez distinta y complementaria del encuentro amoroso con la mujer. En el primero de ellos, muy ligado aún a Estancias, se recrean los tópicos renacentistas del prestigio de lo rubio, de lo alto o aéreo o solar y del color blanco. Todo es noble, inocente y platónico; así también el amador y la amada en este poema, “Toast”:
“La inquieta fronda rubia de tu pelo
hace de mí un raptor;
hace de mí un gorrión
la derramada taza de tu pelo.
La colina irisada de tu pecho
hace de mí un pintor;
hace de mí un alción
la levantada ola de tu pecho.
Rebaño tibio bajo el sol tu cuerpo
hace de mí un pastor;
hace de mí un halcón
el apretado blanco de tu cuerpo”.
Veinte años después, irrumpe en este paisaje idílico una honda conciencia del transcurrir: Folios de El enamorado y la Muerte. Dicotomías o contradicciones propias del barroco, pensemos si no en aquel famosísimo “polvo serán, mas polvo enamorado” de Francisco de Quevedo; nos hallamos, pues, en pleno segundo hito del amor sologureniano, “Epitalamio”:
“cuando nos cubran las altas yerbas
y ellos
los trémulos los dichosos
lleguen hasta nosotros
se calzarán de pronto
se medirán a ciegas
romperán las líneas del paisaje
y habrá deslumbramientos en el aire
giros lentos y cálidos
sobre entrecortados besos
nos crecerán entonces los recuerdos
se abrirán paso por la tierra
se arrastrarán por la yerba
se anudarán a sus cuerpos
memorias palpitantes
tal vez ellos
los dichosos los trémulos
se imaginen entonces peinados por
desmesurados
imprevistos resplandores
luces altas
desde la carretera”.
Como bien podemos observar, en este canto de bodas –finalmente entre los vivos (ellos) y los muertos (nosotros: “memorias palpitantes”)– se ha instalado, ante todo, una inquietante reflexión sobre la memoria. Constituye un poema de amor y erotismo atravesado íntimamente por lo necrológico y, viceversa, un poema sobre la muerte vivificada hasta el extremo por la juventud y el amor. Sea a la manera de un Quevedo o, por ejemplo, de aquellas maravillosas historias japonesas donde algún padre, fallecido muchos años atrás, entona a través de una máscara su epitalamio ante la inminente boda de su adorada hija (semejante a una escena en “Ugetsu monogatari” de Kenji Mizoguchi); repetimos, sea que enfoquemos desde una u otra tradición, lo cierto es que Sologuren instala en la literatura peruana un refinamiento erótico sólo comparable, quizá, con los matices de algunos poemas de José María Eguren que rozan estos mismos temas[5]. El autor de Vida continua (“Vida continua: poesía sin interrupción”, dice Jorge Guillén) ha sabido religar aquí, hacer las nupcias, nada menos que entre la vida y la muerte.
El tercer hito sobre el que queremos llamar la atención lo hallamos en el emblemático libro El amor y los cuerpos; aunque aquí podamos toparnos con variados ejemplos, el texto elegido reza arriba:
“para Ilia”:
“cabalgo en los extremos
de la noche acaso
para mirarte mejor
acaso para no verte
incluye mi deleite
las fronteras
de tu mente
como
la presa tibia
entre los dientes
o la primera
sangre
en el reino
de las aves
piedras de luz negra
tus ojos tu pelo
y un secreto fuego
que
no me es ajeno
sobre nosotros
la cola de la zorra
inmóvil
en la arena
y el oscuro mar
soplando
su náusea fecunda”
(“Celebración”).
Ni un amante renacentista, tras “el apretado blanco de tu cuerpo”, ni el memorioso habitante de un hades pagano, ahora resultan evidentes nuevas tensiones en la pasión: un tanto más encarnadas, aunque no por esto -en la aparente llaneza del lenguaje de estos poemas- carentes del complejo conceptismo e intertextualidad acostumbrados. “Vamos vida mía alimenta esta lámpara de amor” y “Amor, amor, como siempre, / quisiera cubrirte de flores y de insultos” son los sendos epígrafes de este libro, atribuidos a Apollinaire y Vincenzo Cardarelli, respectivamente. Tal como en el título del primer poemario de Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires, donde la elección de la preposición “de” en vez de “por” (“Fervor por…”) introduce un perfil filosófico, caro al idealismo, donde el sujeto poético sería el elemento pasivo y la ciudad de Buenos Aires el agente. Lo mismo, en El amor y los cuerpos, son fuerzas ajenas al yo y a la pareja humana (“los cuerpos”) las demiúrgicas (“el amor”) que dirigen el tinglado incluso de acciones aparentemente tan íntimas o privadas como las del encuentro amoroso[6]. Encuentro este último, asimismo, siempre amenazado o amagado por la muerte: “sobre nosotros / la cola de la zorra / inmóvil / en la arena”; pero también, siempre, alentado por los arcanos de la existencia humana, por las fuerzas aliadas al devenir de nuestra especie: “y el oscuro mar / soplando / su náusea fecunda”[7]. Sologuren enfoca, pues, los actos de los amantes no sólo en tanto sujetos individuales, sino en lo que aquéllos tienen también de remotos y universales. Por tanto, en este tercer hito erótico tenemos la clara evidencia de que al amor y a la muerte –juntos, no separados– estamos todos convocados y, necesariamente, asumimos esto también todos de una manera común. El amor y los cuerpos preside la toma de conciencia de esta cierta y, no por esto, menos sutil democracia.
Obras citadas
Cabezas García, Antonio
“Presentación”. En: Ijara Saikaku, Hombre lascivo y sin linaje –novela-. Madrid: Hiperión, 1982, 9-22.
Eielson, Jorge Eduardo
“La pasión según Sologuren”. En: La Casa de Cartón, 14 (1998) II Época, 58-63.
Elmore, Peter
“Javier Sologuren. Vida de poeta”. Libros & Artes, 2004, 18-20.
Granados, Pedro
“Estancias, síntesis de imágenes aéreas en la poesía de Javier Sologuren, 1944-1960”. Lima, PUCP, 1987.
Gutiérrez, Miguel
La generación del 50: Un mundo dividido. Lima: Ediciones Sétimo Ensayo 1, 1988.
Martínez, Cesáreo
Desde la vigilia. Hablan los escritores y pintores peruanos. Lima: Arte/ Reda, 1989.
Paoli, Roberto
Javier Sologuren, Vita continua. Poesie (1947-1987). Firenze: Parenti, 1988.
Rivarola, José Luis
“Lengua y creación en la prosa de Eguren”. Tesis PUCP, 1966.
Sologuren, Javier
Obras Completas de Javier Sologuren. I Vida Continua. Ricardo Silva Santisteban (ed.). Lima: PUCP, 2004.
Folios de El enamorado y la Muerte & El amor y los cuerpos. Lima: Seglusa/ Colmillo Blanco, 1988.
Zen, Amidismo y Budismo mágico: Budismos no Indios.[www.hipernova.cl/LibrosResumidos/Religion/Budismo/BudismoZe nAmidismo Magico.html]
[1] Peter Elmore, a diferencia nuestra, recién percibe esta impronta japonesa desde Surcando el aire oscuro (1970) y Corola parva (1973-1975); pero, coincidiendo con nosotros, hace hincapié en los vínculos insoslayables –aún por investigar mejor– entre la poesía de Sologuren con la de algunos poetas peruanos más jóvenes: “Uno de ellos [uno de los poemas de Corola parva], por cierto, parece una versión personal del haiku que José Watanabe evocó para Abelardo Sánchez León y que éste habría de citar en el título de En una inmensa gota de rocío […] Sologuren, por su parte, había escrito: “¿Cómo es el mundo?/ Sencilla gota de agua/ inagotable” (20)
[2] No estamos sino tratando de comprimir al máximo algunas ideas centrales de nuestra tesis de bachiller en humanidades: Estancias, síntesis de imágenes aéreas en la poesía de Javier Sologuren, 1944-1960, Lima, PUCP, 1987.
[3] “El amor es una vivencia que me ha acompañado siempre. No diré que es un tema, porque al decir el tema del amor, creo que trivializamos el amor. Al comienzo fue un sentimiento amoroso-idealista, después más propiamente erótico, como se diría con los pies en la tierra. Ya no hay un pudor de hablar del cuerpo. Ése es ya el amor físico, ¿no?” (118), declara el poeta en: Cesáreo Martínez, Desde la vigilia. Hablan los escritores y pintores peruanos (Lima: Arte/ Reda, 1989). Al respecto, a modo de ilustrar esta constante, es pertinente citar el primer poema publicado –el 12 de febrero de 1939– por Javier Sologuren: “Tu talle como una espiga/ cortando va el viento en dos./ Oro y verde,/ brisa y paz./ La tarde me parece mies/ que se abre madura/ a las caricias del sol./ Tú, imagen inquietante/ del manso mediodía” (Sologuren 2004: 629).
[4] Todos posteriores a Estancias, ya que, y en esto estamos de acuerdo con el autor, los de 1980 (Folios de El enamorado y la muerte) y 1985 (El amor y los cuerpos) coinciden con una “etapa que tal vez sea la de mi mayor definición poética” (Sologuren 7). En particular, el de 1985 que coincide con el encuentro de su segunda esposa: “La llegada de Ilia, su actual esposa, es el resorte que desencadena la fiebre terrestre y que, al mismo tiempo, le confiere su más definitivo engaste. La sacralidad del cuerpo, la transfiguración y el transporte operados por el acto amoroso se convierten, a su vez, en palabras, las cuales brillan como gemas en el insondable abanico de su sensualidad” (Eielson 62).
[5] Pensamos, en particular, en torno a la “niña encantada” [“El Duque”, “El pelele”, “Juan Volatín”, por ejemplo] que posee características, simultáneamente, de bella, de títere o de muerta (Rivarola 46).
[6] Mayor “carnalidad” la de esta poesía, pues, que en Estancias; y, también a diferencia de este último poemario, quizá un énfasis menor en la ascesis o en la vigilancia que implica la práctica del budismo zen — “salvación por el propio esfuerzo, a través de la meditación trascendental” (Cabezas 15)– para abrirse de lleno a la gracia, vale decir, al regalo del encuentro de Ilia. En este sentido, y en términos generales, la poesía de Javier Sologuren habría pasado de una religión propia de los samurai o del shogunato a una denominada, en el medioevo japonés, Amidismo: “rechazo del ritualismo, de toda filosofía, del ascetismo y de la moral, en un afán simplificador que llegó a afirmar que la Fe en la gracia de Amida es más que suficiente para alcanzar la salvación […] Proclamaban que se debía llevar el Budismo sin dejar de lado la vida mundana, y así sus sacerdotes podían casarse, comer carne, pero sobre todo, y ésta es quizás su flor de Loto, poder así, llevando una vida mundana, poder acercarse con más facilidad y sin barreras a los legos […]La sexualidad, permitida en el amidismo, no tiene la misma finalidad que en el Tantra, que abogaba por la utilización de todos los medios, incluido el cuerpo, para alcanzar la salvación, sino que es parte de la inserción en el mundo por parte de los sacerdotes, como cualquier otro acto, “una forma de compartir la carga de los humildes, de respetar las costumbres y los deberes de la sociedad…”. “La tarea principal es vivir como cualquier otro, y servir tanto al mundo como al Buda”. (www.hipernova.cl/LibrosResumidos/Religion/Budismo/BudismoZenAmidismoMagico.html). Paradigma Zen/ Amidismo sin el cual no podríamos entender, tampoco, una obra cara a Sologuren como la de Ihjara Saikaku, del cual aquél (junto a Akira Sugiyama) tradujo magistralmente el relato Cinco amantes apasionadas (Lima: PUCP Fondo editorial, 1999). Por último, y no es lo menos importante, mayor “carnalidad” que ilustra a su modo la específica respuesta o diálogo de la poesía de Javier Sologuren con el tiempo histórico que le tocó vivir. En este sentido, no serían “Elogio al Inca Gracilaso” ni “Recinto” ni tampoco “La Hora” aquellos hitos donde, según percibe Miguel Gutiérrez aquí, ante el imperativo del contexto el poeta habría incorporado “mayores elementos de la realidad” (70); en absoluto, ya que como señala el mismo Gutiérrez , un par de líneas más abajo en la misma página, y en esto acierta plenamente: “si bien su concepción de la historia [la de Sologuren] es de inconfundible estirpe idealista-metafísica”
[7] Al respecto, en otro poema de El amor y los cuerpos podemos leer: “en tu noche de flores / nado a ciegas / el vaho de la especie / viola lunas lejanas / una luz cenital / los médanos desborda / un frío de (“en la ensenada”) (76). cristal / súbito me saja / ha tocado / el ósculo solar / las playas de tu vientre / brotan garras del mar”
©Pedro Granados, 2007