A propósito de la presencia de Luis García Montero entre nosotros

¡Rompe Saraguey!

No creo en gelman

No creo en kozer

No creo en zurita

Menos en milán

Tampoco en otro garcía

Aunque sea montero.

El maquillaje

Los traiciona. La mirada

Los delata.

No son poetas. Jamás

Lo han sido. Su obra

Es un desperdicio del tiempo.

No sus mañas.

Políticos, funcionarios,

Árbitros y racioneros

De la imaginación

Por estos feudos.

Te descuidas y te endilgan

Alguno de sus halagos.

Y entonces,

Escapas de la caverna

De la opinión para figurar

En el entremés como telonero.

Voceadores profesionales

Demiurgos al centavo.

Preferible creer en la antipoesía

Pero no de don de Nicanor Parra.

Creo en Rafael Cadenas

Creo en Alejandra Pizarnik

En varios versos de Javier

Sologuren

Que hasta el día de hoy me acompañan

Otro texto afín:

Corría el mes de agosto de 1988 en El Escorial. Nos encontrábamos gozando de una beca al Primer Curso de Verano de la Universidad Complutense de Madrid. En un recinto abarrotado, de iniciados y de público en general, se asistía a algo así como a una sucesión en el trono o al cambio de posta en alguna final de prueba olímpica. Incómodamente embutido en una silla de ruedas, hallábase en lo alto del proscenio el poeta Rafael Alberti; también la figura con aire adolescente de Luis García Montero. El poeta mayor, pues, cedía los lauros, monitoreaba, empleaba sus buenos oficios –no sabríamos cómo precisarlo– a favor de uno joven (andaluz como el autor de Marinero en tierra) e importante gestor de lo que llegaría a denominarse –un poco más tarde– “poesía de la experiencia”.

Después de los discursos de orden y la lectura de algunos poemas de Alberti, le tocó el turno al granadino. Aunque en ese entonces no conocíamos su obra, fuimos testigos incrédulos de lo bien que se pagaba en España el fácil recurso a la eufonía, y del montaje oportunista de cierta prensa capitalina…

Desde otra margen: La última poesía española

 

 

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