Carlos Quenaya o la trama del barro

Quenaya

Triángulos y nubes

Pensaba en el pelo que se hundía, una vez que el mar batía sus hélices. Y las dificultades pródigas en prestar consuelo para enloquecer los párpados. El arte de dar discursos produce en el oyente una exclamación que lo hará rodar de pie. Es desde todo punto de vista altisonante escribir sobre las posibles contradicciones y sus alternadas consecuencias. Porque la mente es frágil, la marisma aplastada del invierno agita olas, propina papeles y soy testigo. En el barro numeroso, me gusta escribir. Soy ese otro que ayer te tomaba de la mano. Caminábamos sin saber que la noche era la alta torre que no podíamos mirar. Y en el envés de tu mirada de niña pobre y desplazada, yo decía mis vocablos. Debo, pues, manifestar mi interés confuso. Mi mano abierta te reclama en horas así. Donde la vida termina, el payaso de la mente finge acrobacias. Esta hora es lúcida de tus pasos. Y voy así, adolorido de viajar para enmudecer. No vale la pena distinguir entre el pobre que esconde las manos y el rico que las extiende. Es el humo redimido, la faz feroz, el colmo extático. Soy oscuro de brillar. Me acerco al pozo de tu luz orvallada. Allí tu imagen se renueva en el labio furioso. Soy estricto al caldear los ánimos. Te espero de pie porque quisiera exprimirme. Si mi fin es buscar, apretar los dientes y caer herido en un vendaval de férulas. En lo orgánico te pierdo y soy envolvente. Pero déjame atraer tu boca en una explosión de triángulos y nubes.

Escribo argumentos considerados insulsos, pero que al aire turban (C. Q.)

Resulta acaso tentador añadir a Carlos Quenaya, a su reciente La trama sorda o la nube del no saber (Lima: Paracaídas, 2016), entre un hecho más del “giro lingüístico” que, por ejemplo en el Perú, tiene en Mario Montalbetti a su más conspicuo representante.  Poeta-lingüista, este último, que empezó imitando o atento a la fama de Antonio Cisneros en el patio de la PUCP; pasó a los silogismos con caracteres orientales; se prendó y se prendió de la fama de Chomsky en el MIT; y ahora mismo continúa cantándole al humo.  Montalbetti no habla desde la realidad, por cierto; hace un corte metodológico previo; delimita su lonja de epojé… Pero al menos, para su descargo, y para nuestra dosis de paciencia, la realidad sigue intacta e invicta.

Sin embargo, y enseguida sacudidos del espejismo, este no es el caso de Carlos Quenaya, ni mucho menos.  Para ilustrarlo basta el botón de muestra precedente: el rastro de barro que queda luego de sus tramas o, más bien, lentas aspas de ahogado.  Quenaya, eso sí, tiene una deuda pendiente: vaciar –previa y meticulosamente– las entrañas de la tortuga antes de imprimir algunos caracteres sagrados sobre su caparazón.  Se halla preparado ya para bucear entre la peste y levantar la cabeza de la medusa y comprobar –entre sus todavía incrédulos y chorreados dedos– que la poesía tiene la forma, la textura e idénticos olores al barro.

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