Los cueros han envejecido, como el aspecto más visible de nosotros también. Como cierta alegría y cierta espontaneidad, acaso ya para siempre. El Conde es un burdel donde los otros negocios funcionan de escaparate, vestíbulo o toque de color distinto de lo mismo. Aunque con certeza, sus calles adyacentes han sufrido mucho menos y varias de ellas conservan la antigüedad, discreción y encanto –y la excelente sazón en su comida– de aquella entrañable Zona Colonial. Los mendigos son los mismos; junto a otros nuevos, por ejemplo, los venezolanos que vienen presurosos en botes porque su barco ha encallado. El Conde, junto con volverse mucho más caro, también se ha modernizado un tantico; en realidad, esto último, como toda la República Dominicana en lo que toca sobre todo a sus obras de infraestructura vial y centros comerciales. Aunque mucho menos en lo que toca al talante de su cultura letrada ni de su poesía culta.
Viajar a la República Dominicana, para ir al grano, a la sección de poesía criolla en la librería Cuesta es una experiencia de auténtica ciencia ficción; es decir, comprobar que se puede viajar en el tiempo y salir indemne de esta riesgosa experiencia. Poesía tan periclitada, obvio, es reflejo de una institución literaria toda ella absolutamente complacida en aquellos suspiros, discursos de ocasión y grandilocuentes nerudismos que se multiplican hasta el hartazgo. Salvo, también obviamente, algunas muy pocas excepciones. Eso sí, de ninguna manera entre éstas, la institución que por sí misma o más bien por sinécdoque de la otra más grande representa una “poesía” como la de José Mármol. El cual ha sentado sus reales –y ha sabido sentar a todos sus potenciales opositores que hoy en día incluso le dedican libros de “exégesis” a su obra–; ha ganado un Premio Nacional de Literatura; ha hecho migas con agentes semejantes de este atraso en el mundo hispánico (tipo Luis García Montero). Y todo ello únicamente con un solo libro –sea de ensayo, entrevista o poesía–, en última instancia, aquél de su inalterable sonrisa.
Pero hemos facilitado (de facilitador, vaya palabrita) un taller de poesía en la media isla –esto constituye incluso un gesto más democrático, y loable, que el otorgarle este año el “Premio Pedro Henríquez Ureña” a Mario Vargas LLosa– y sabemos que la institución literaria vigente tiene sus días contados. Fueron alrededor de sesenta los participantes, algunos de ellos con libros publicados, ante los cuales movimos el cobre de lo que en poesía –tanto versos como conceptos, práctica y teoría– traían al taller y nos alcanzó tiempo para deconstruir aquel aguachirle, nombre postizo y afectada impostación. En suma, toda aquella sistemática y postiza sensibilidad; y todo aquel saber –además apenas a medias libresco– de espaldas a la realidad y a la gente: Todo aquel encumbrado colonialismo. La tarea será dura. El ninguneo, inevitable. La soledad, una amiga que nos traerá a manos llenas poesía. Ser famoso o ganar premios y ser poeta es acaso lo más antitético del mundo en estos días. Pero al menos nos queda asaltar, sino el cielo, la majadera institución literaria que produce vates tanto como smog; contaminantes ambos, pero ambos también susceptibles de desaparecer –más bien pronto que tarde– por la adopción de una gasolina mejor.
Dedico este breve ensayo a la poesía dominicana no oficial, la del concho y la calle.
Excelente reflexión. A ver si sale del espejo…