Vallejólogos: José Migual Oviedo, Stephen Hart, Jorge Kishimoto,
Eduardo Gonzalez Viaña, Enrique Foffani y Pedro Granados
No asistimos a todas las ponencias, aunque sí a la mayoría. En general, al menos para intentar ser didácticos, el César Vallejo local pugnó con el internacional. Es decir, las recepciones que giraron en torno, y por un lado, a la imagen del poeta como líder político, juez de paz, orador y declamador antes que como un ser doliente (Jorge Kishimoto); las dos Otilias, una “dulce” y otra “fatal”, como un modo más de reiterar el dualismo esencial del poeta (Stephen Hart); su biografía novelada, fruto de la información y meditación de toda una existencia (Eduardo González Viaña); la extraordinaria importancia de su maestro, Antenor Orrego, que –al acompañar al poeta en su segundo libro– escribiera el prólogo más importante del siglo XX (Ricardo González Vigil); Trilce y la marinera limeña, por no decir la modernización de Lima y el performance popular (letra, música y baile de ascendencia urbana y afro-peruana) (Pedro Granados). Frente, por otro lado, a Trilce en el contexto literario internacional vanguardista de 1922 (Joyce, Eliot y Pound) (José Miguel Oviedo); a la relación de la poesía de César Vallejo con el dinero, en el sentido que su pobreza material no empobreció su imaginación poética (Enrique Foffani); un surrealismo subyacente que supera o multiplica, en “cuatro conciencias”, la alteridad percibida por Rimbaud (Marco Martos); otra que desmonta la carpintería anagramática de su escritura e insiste en que el dolor es el cuerpo de la palabra en Trilce (Nadine Ly); y todavía otra que extiende el típico sentimiento de culpa y pudor vallejianos de los Heraldos negros, ante el erotismo y el sexo, incluso hasta Trilce (Roland Forgues). Obvio, la mayoría, por no decir casi todos los críticos, se avienen a la clásica distinción según la cual, todavía en Trilce, Vallejo es individualista (complejos de Edipo y amagos de incesto); y que luego, en los poemas europeos, se vuelve social (aunque el amor casi ya no exista).
Frente a este panorama, un tanto burdo que aquí resumimos, creemos que Trilce nos obliga a entrar en performance; por lo tanto, a disfrutar y compartir, aunque intensas, lo efímeras de nuestras estadías allí. La idea no es encontrar el sentido, al menos aquél que constituirían sólo las palabras; sino disponernos a participar. Es decir, aplicar nuestros cinco sentidos y uno más: el del ritmo en la danza. Es por este motivo, porque queramos o no –y lo hagamos bien o mal– al leer este poemario bailamos, que nuestra experiencia de Trilce (su sentido, su referente, su semántica) es necesariamente inestable y fugaz. Y colectiva; es decir, esta característica o proyección de la poesía vallejiana no se restringe, como la crítica en general lo reitera, a “España, aparta de mí este cáliz”. Trilce es un poemario absolutamente social, político y utópico; aunque no por ello menos erótico, pornográfico incluso, y donde se abren las compuertas a un lenguaje oral y popular. Trilce se hace uno con un género musical, en aquella época, aún restringido a la clase popular (cholos, negros, zambos y blancos muy venidos a menos que habitan, sobre todo, en el callejón); y se asocia a su capacidad, a través de la música y el baile en la jarana, de revertir o invertir –lanzando estas reivindicaciones hacia el futuro– sus puntuales y seculares postergaciones y frustraciones. Nuestra lectura en performance intenta ponerse a tono con las habilidades de un maestro que, aquí, no dosifica la complejidad de sus aulas ni de sus destrezas.
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