verde soberanía sin ocaso
como el deslumbramiento de las alas
cuando se abren en mitad del cielo
Piedra de Sol, Octavio Paz
Hay algo que agradezco a esta ciudad, después de todo: el olor del azar. En algunas calles que camino, por estas fechas, los árboles tienen pequeñas flores blancas que despiden un perfume que ha llegado a ser un deleite percibir. Cuando al andar me sorprende ese aroma dulce, doy gracias por tener un cuerpo todavía para disfrutarlo; yo, que tanto he dicho no querer un cuerpo, agradezco por el que tengo al tiempo, al azar.
Pero ¿cuándo nació esta oscura ocurrencia de no querer un cuerpo? Fue aquella mañana fría cuando nos miramos a los ojos, agotados, dejando tras nosotros, para siempre, al palacio blanco.
Ambos estamos fuera y quizá jamás debimos penetrar en las doradas estancias de aquel palacio donde por un instante fuimos lo que no seremos jamás, para siempre ajenos el uno al otro, voluntariamente solos después de la vasta furia de ese instante cerrado en el tiempo, para siempre fugaz.
Aquel día irrepetible te esperé caminando bajo el luminoso sol de una tarde de febrero, preparaba mi corazón para el silencio último o para la primera palabra. Yo estaba allí y tú llegarías; fui donde no supieras encontrarme y regresé y partí y tuve frío y dormí y esperé hasta escuchar que tocaban a la puerta y abrí: entraste, conversamos largo rato hasta que decidimos salir, y tras andar breves calles, fuimos a caminar sobre la arena, a sentir el viento a la orilla del mar.
Nuestras palabras iban limpiando el camino hacia cada uno de nosotros, quise ser clara como el cielo donde la luna se reía de nosotros.
Llegamos entonces al palacio blanco, poco antes lo habíamos visto de lejos, era una construcción imposible a la orilla del mar: sobre rocas oscuras elevaba su deslumbrante presencia. Había luces encendidas dentro, pero el silencio lo envolvía, sólo se escuchaba el romper de las olas contra sus paredes de piedra. Entramos por una puerta apenas insinuada en uno de sus flancos, subimos por una escalera tallada en roca y nos encontramos con el palacio totalmente deshabitado: lujosos muebles, adornos de acero y cristal sobre mesas de mármol, todo era blanco, sólo algunas figuras y paredes doradas hacían el conjunto más sobrio, elegante, claro.
Vimos una amplia escalera al fondo de la estancia, ascendimos hacia las habitaciones donde edredones blancos cubrían enormes camas, alfombras mullidas; pasillos donde espejos reflejaban nuestros gestos de asombro, nuestras manos tomadas a la espera de alguna clave para huir; pero nada, sólo el rumor del mar y nuestros pasos sobre el mármol entre las plantas dispuestas junto al umbral de puertas desmesuradamente altas.
Y fue en una habitación rodeada de espejos donde decidimos quedarnos a esperar, quizá seducidos por aquella mesa de cristal sobre la que esperaba un tablero de ajedrez. Por jugar, apagamos la luz y vimos la estancia iluminada por el brillo de la luna, pues justo a un lado de aquella mesa se abría un enorme ventanal que daba al mar; encendimos la luz y con apenas una mirada nos pusimos de acuerdo: yo tomé asiento frente a las piezas doradas; tú, dueño de las figuras de cristal cortado iniciaste la partida; aún me río de mí: vergonzosamente perdí al tercer movimiento y tomé tu mano izquierda, sobre su palma recosté mi mejilla sólo un instante… antes de que penetrara por el ventanal un gigantesco ángel moreno de cabello lacio, cuya armadura lanzaba destellos bajo la blanca luz. No hubo tiempo de nada: desde su enorme estatura nos miró en medio del batir sereno de sus alas abiertas, suaves, y nos tomó como a muñecos de trapo, no dijo una sola palabra, atravesó nuevamente el gran ventanal quizá con la firme intención de arrojarnos al mar, pero tras mirarnos un segundo decidió llevarnos de regreso al palacio, a una de las salas donde paredes de mármol gris reflejaban la imagen de una orquesta inexistente que interpretaba un aria poderosa; nos lanzó con fuerza hacia dentro, pero sonreía; sin dejar de mirarnos se acercó lentamente y ante el fuego encendido en una chimenea al fondo de la sala, donde tú y yo, agazapados esperábamos, temblando; nos miró sonriendo de mala manera, luego nos tomó con una sola mano, se ovilló a un lado del crepitar de las llamas, sobre la blanda alfombra, y se dedicó a observarnos hasta que cesó la música. Luego, en medio del silencio, sin soltarnos, pasaba sus dedos sobre nuestros ojos cerrados de angustia, nos tocaba el pelo, el rostro; nuestros brazos parecían de acero, pero tu corazón y el mío manteniendo un ritmo acelerado expresaban un temor tan grande como sus alas, que tras él, quietas, abiertas, nos fascinaban.
Y así estuvimos, presos de su curiosidad un largo instante, un breve segundo intacto que parecía inacabable… hasta que se oyeron voces, gritos… él se puso de pie, y olvidándonos, salió tranquilamente por el gran ventanal, desplegando sus alas e iniciando un majestuoso vuelo hacia la noche.
Inmóviles, lo vimos traspasar el umbral de la ventana y poco después se apagaron las voces.
Salimos de prisa sin ver a nadie, al fondo del pasillo encontramos una escalera de caracol por la que descendimos directamente hacia la playa, justo tras el palacio, donde rompían las olas.
Sin volver la vista corrimos por la orilla del mar hasta que los primeros rayos del sol iluminaron el cielo.
Muertos de cansancio nos miramos a los ojos y en un abrazo último, sin decir nada, envueltos en el frío de la brisa marina, nos despedimos para siempre, incapaces de vernos otra vez, después de haber sentido la cruel belleza del ángel que para siempre permanecería en nuestros sueños, mirándonos mientras aquella música indescriptible nos aterraba y seducía al mismo tiempo… fue entonces que quisimos ya no tener cuerpo, nunca.
Guadalupe Ángeles, originaria de Pachuca, Hidalgo, reside actualmente en Guadalajara y ha incursionado tanto en la narrativa como la poesía y el periodismo. Ha publicado Souvenirs, Sobre objetos de madera, Suite de la duda y la novela Devastación (con la que obtuvo el Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos).