Para Charito
Echo de menos Boston, a pesar que allí recibí la noticia –desde Lima, Perú– del fallecimiento de dos de mis queridos hermanos: Germán y Eduardo. Agobiado y sin dinero y como estudiante graduado, la única que compartió esas definitivas noticias, distantes una de otra en poco más de un año, fue Anna Brown… de quien no sé nada hoy en día… la conoce alguien… me ayudan a ubicarla.
Anna era excéntrica, no sé si millonaria; pero algunos en el barrio de Beacon Hill cotilleaban aquello. Algo de su padre, distinguido economista y republicano en los años 50, que le dejara una cuantiosa herencia administrada, para el año 2000, por una abogada con la que sólo una vez me topé en el departamento que compartíamos –mejor dicho, donde tenía mi cuarto– con Anna. Por otra parte, era como para no creer aquello. Con ella aprendí a cenar, literalmente, en todas las iglesias de downtown Boston. Teníamos los horarios de cada una. Al principio iba con ella; pero luego lo hacía solo y allí nos encontrábamos y regresábamos juntos a casa con panes y frutas y, no pocas veces, más comida que conseguíamos igualmente gratis… y que se amontonaba y podría fuera de las dos enormes refrigeradoras de la cocina porque, sin exagerar un ápice, no cabía guardar ni un trozo más de comida allí. Algunas veces, incluso, tuve que ayudarla a deshacerse de conservas –por décadas vencidas–; lomos de salmón intactos, de olor y color ya desconocidos; panes, chapas, pepas, cáscaras antiguas, periódicos, etc…. Porque la gente de nuestro respingado edificio ya no le perdonaba una más. Uno más de aquellos aromas que se filtraban hasta el corredor y las escaleras de, repito, más bien encopetados vecinos.
Pero no solo esa extraña complicidad nos unía; aquello de tener que deshacerse, en enormes bolsas de negro polietileno, de toda la basura acumulada por meses o años. No, no era lo único. Porque los residuos que no iban en aquellas oscuras bolsas los conducíamos y guardábamos, por cada estación del año, en los lockers –diecisiete en total y del tamaño de un cuarto pequeño– que Anna había rentado justo para este propósito. Que ella era tacaña y adicta a guardar cosas, como dicen por allí anal, no me atrevería a sostenerlo. Varias veces, me consta, los cartones y algunos diarios (pocos más bien ) cuando se nos hacía tarde los llevábamos en taxi –pagando siempre una pequeña fortuna– al centro de reciclaje más cercano. Eso sí, y quizá ahora no tanto a su favor, en el supermercado usaba por meses las mismas bolsas de plástico degradable que allí le dieran. Que ganaba un mínimo descuento por ello, no me cabe duda. Pero que le pagaran algo por rescatar y devolver –también conmigo– los carritos del supermercado que nos encontrábamos tirados a lo largo del camino… Ella no daba un paso más, incluso en pleno invierno y con la nieve hasta los tobillos, si no hacía retornar –a veces toda una piara de estos carritos– a su exacto lugar de pastoreo. ¡Ah, querida Anna, quién me podría hacer saber algo de ti!
El cuarto que alquilé en su casa estuvo ofrecido, vía la Off-Campus Housing Listing Service, para cualquier estudiante de la Universidad de Boston. El detalle es que, contra todo pronóstico –tratándose de alquilar algo barato en aquella carísima ciudad y más en una zona como en la que Anna vivía– cuando miré aquella lista, a incluso un mes de haber empezado las clases, la oferta seguía en pie. A decir verdad, era ya la única opción en toda aquella oficina dedicada al servicio de alquileres para los estudiantes.
A mi entrevista me acompañó el Perry, otro peruano amigo, pero con mucho mejor inglés y más sentido común. A Anna, de setenta años a la sazón, le encantó el Perry por su elocuencia con el idioma; pero el que fue su room mate fui yo. Yo, a quien dos años después ella dedicaría una frase inexplicable: “-eres un ángel”. Era el apartamento 1206 de un edificio en cuya planta baja funciona una sucursal de la Swedenborgian Church. Iglesia en la cual mi amiga fungía, invariablemente, de ayudante de cocina los domingos y se encargaba de que, luego de la comidera en el refectorio, todo quedara impecable. Lógico, la iglesia abajo, la institución. Y el ángel de Anna arriba.
Probable inicio de otra novela breve, aún sin título. Luego de Prepucio carmesí (2000), Un chin de amor (2005), En tiempo real (2007) y “Una ola rompe”(a publicarse por La Cartonera de Cuernavaca a principios del 2012).