En esta tarde, el mundo es una papa en un costal. El costal es un cielo blanco, polvoso, pequeño, como los costalillos que se utilizan para guardar harina. El mundo está prieto, chico, terroso, como acabado de cosechar en no sé qué infinitud agrícola. Me he salido al campo a ver nubes y alfalfares. Pero he salido casi a la noche, y ya no podré oler los olores de la tarde, táctiles, que se huelen con la piel. El cielo, afiliado al vanguardismo, hace de su blancura pulverulenta, nubes redondas de todos los colores que unas veces parecen pelotas alemanas, y otras, verdaderamente nubes de Norah Borges. Y ahora tengo que oler colores. Y el camino por el que voy se hace un cuadrivio. Y los cuatro caminejos que ha parido el camino chillan como recién nacidos; quieren que se les meza y el viento, que, al venir la noche, se vuelve un mozo cabaretero, no quiere mecer caminos; el aire se viste pantalones de Oxford, y no hay manera de convencerle de que no es un hombre. Me alejo del cielo. Y, al salir del campo, limitado por urbanizaciones, advierto que el campo está en el cielo: un rebaño de nubes gordas, vellonosísimas, con premios de exposición, trisca en un cielo verde. Y esto lo veo de lejos, tan de lejos, que me meto en cama a sudar colores.
La casa de cartón de Martín Adán