La movida de los intelectuales K para intentar sacar a Vargas Llosa de la inauguración de la Feria del Libro ha sido realmente lamentable. Se trató de una iniciativa más afín con las épocas y mentalidades dictatoriales que hemos dejado atrás que con la Argentina moderna que pretendemos construir, en la que cada cual debe poder pensar y expresar lo que le parezca.
Hay en todo esto una pátina del fanatismo que considera sacrílegas las ideas ajenas. Si, por ejemplo, Vargas Llosa no cree en que el Estado deba promover las industrias culturales, ¿acaso la idea contraria se desmorona? ¿Habrá por ello que silenciarlo? ¿Y hacerlo adicionalmente en un sitio que por excelencia ha sido creado para la libre circulación de las ideas?
Silenciar es una modalidad de supresión del otro que tiene siniestros antecedentes en la Argentina. Por suerte la Presidenta tuvo un gesto de inteligencia, de velocidad de reflejos y de cordura al poner en su lugar a este intento medieval e inquisitorio, que podría sonar hasta pueril si no entrañara un componente peligroso para nuestra democracia.
Por cierto, cabe decir también que, así como hay quienes se sienten incómodos o amenazados por quienes formulan ideas políticas contrarias a las propias, los hay que expresan ideas metafísicas en un registro ajeno al propio.
El propio Vargas Llosa publicó alguna vez una nota sobre Baudrillard, llamada “La hora de los charlatanes”, donde lo acusaba de procurar “la demolición de lo existente y su sustitución por una verbosa irrealidad”.
Confusión entre mensajero y mensaje que no debe sorprender: no ha faltado tampoco quien acusara a Nietzsche de haber matado a Dios, en vez de comprender su frase como la tomografía computada de una época.
Pero si nada pone más nervioso al edificador lineal de la existencia que aquellos que conciben una ironía en su arquitectura, nada pone más nervioso a un creyente político acérrimo que las ideas que se expresan en la antítesis de las propias.
Lo cierto es que siempre hay algo de temor oculto en la voluntad de silenciar a otro. ¿A qué se le teme? No sería incoherente con una política de propaganda que pretende moldear conciencias por repetición que se le temiera a que una idea contraria pudiera moldear alguna.
Idea que abreva en cierto desprecio por la capacidad pensante de la gente.
En todo caso, las zonas aledañas al fanatismo no hablan nunca a favor de las ideas sostenidas, sino que hablan de la vulnerabilidad de su portador. Los cazadores de certezas, cuya afición es embalsamar presas, tiran a veces también sobre los que disfrutan de los animales sueltos.
Pero tal vez los nervios frente al pensamiento ajeno provengan, en un sentido amplio, de quienes se toman excesivamente en serio a sí mismos. El pensamiento que no es recorrido internamente por una forma de ironía, nacida de su propia entraña, se convierte en un espacio momificado, en un museo de sí mismo. Y desarrolla una potencial intolerancia hacia el pensamiento ajeno.
La Nación © 2011