Fervor de Cali
En un muy reciente viaje a Colombia visité, brevemente, Cali; ciudad que no conocía, aunque de la que tenía –acaso como todos ustedes– ya algunas buenas referencias. Llegué un sábado por la tarde y me alojé en el centro de la ciudad. Por la noche, en un local de rumba de la carrera cuarta, ocurrió la epifanía. En toda la poesía colombiana que he leído hasta el momento, salvo algunos memorables atisbos, aún no ha penetrado aquella tromba de conocimiento y de dicha que constituye una sesión de baile en Cali. Acontecimiento que si fuera llevado a la literatura –digo, no como mero referente, sino como evento en el lenguaje– superaría largamente y con creces, sólo por poner un par de ejemplos, lo conseguido por García Márquez y sus epígonos; por Mutis y, junto con él, sus soporíferos continuadores. La poesía colombiana –repito, con algunas notables excepciones (Gómez Jattin, J. M. Arango, Alvarado Tenorio, entre pocos otros)– en general anda encorsetada, maniatada dentro de una elegante camisa de fuerza. Camisa, esta última, hecha de irrelevante soliloquio, modales periclitados, y un prejuicio inmenso sobre lo que es la cultura, el pensamiento y el buen decir. Donde está la alegría, allí mismo hace morada la poesía. O, dicho también de otro modo, donde a costa de intensidad y sabiduría atinamos a conjurar el sufrimiento.
Así pues, invito a los poetas colombianos, muy en especial a los bogotanos –que simpatizen o no con este inca postrero–, a visitar las discotecas del centro de Cali; y ensayar cada uno sus pasitos de salsa… o como podamos denominar aquel baile endiablado. Grillos sobre una plancha caliente, elfos ubicuos, honores reencontrados, tauromaquia. Y un otro yo mejor, regalado de pronto para ti solito (poeta), entre tu utilería de corona de espinas y la grave lección de tus versos de oficio.
(¿continuará?)