Caminé hasta el patio, las hojas pardas cubrían las lágrimas póstumas. El viento temeroso cantaba las siete de la noche. Los colores se distorsionaban conforme caminaba hacia los pocos rayos de luz que el sol desbordaba entre las grietas del techo. Ya nada tenía sentido, no me importaba si el sol se apagaba en un suspiro o si el tiempo se detenía ante mí para absorberme en sus misterios.
Un día antes.
Llegué a casa. Todo estaba apagado, excepto la música: eran guitarras tristes sonando, era el preludio de muerte. Las nubes teñidas de rojo se mezclaban con la naciente luna. Entré por la puerta trasera y me di cuenta que la cocina estaba destrozada, más que de costumbre. Cada habitación había sido saqueada. Subí las escaleras sin prender las luces. Atravesé el pasillo, el disco puesto estaba rayado y se repetía una y otra vez en la nota más triste de la melodía. Llegué al cuarto de mis padres, el clóset estaba revuelto. Al parecer toda la ropa de mi madre había sido robada. Miré por la ventana y sentí en el pecho presión, pude divisar a lo lejos un árbol y a su alrededor un murciélago volando sin rumbo fijo. Me estremecí y bajé las escaleras. Al llegar al último escalón prendí la luz. Mientras las diminutas partículas de polvo se esparcían en torno al foco, uniéndose a los mosquitos hambrientos de ella, pude ver a mi padre en el sillón. A su pie una botella de ron se derramaba y se recargaba en otras tres vacías.
Caminé lentamente, algo dentro me decía que retrocediera, pero mis pies no respondían. El aparato de la música se apagó. Algo apestaba conforme me acercaba al sillón donde mi padre estaba sentado. A unos pasos me di cuenta que estaba inerte. Lo descubrí cuando vi el vómito en su pecho, cuando vi sus dedos blancos, sus ojos perdidos, su pantalón mojado. Al acercarme un poco más descubrí una nota encima de la mesa de la sala. Reconocí la letra de mi madre y la tomé con dolor. Observé a mi padre, descansaba con pesadumbre. Sus facciones reflejaban una tristeza de años, fracasos y mentiras atrapadas entre sus parpados cansados.
Leí la nota que decía:
Hijo, tu padre ha muerto. Esta vez las botellas se le han pasado. Considérame muerta a mí también. Me llevo los ahorros y mi ropa, no puedo continuar viviendo la mentira y seguir dañándote.
Te quiere, tu madre
La letra reflejaba el efecto de la heroína en ella. Podía ver en esas palabras la verdad que se escondió durante tanto tiempo entre ellos dos. Ese silencio que perduraba horas: mientras él consumía botellas para olvidar, ella se inyectaba la muerte entre sus brazos para no sentir.
Apagué la luz y me senté junto al sillón. Tomé la mano de mi padre, estaba fría.
La sala entera parecía repleta de fantasmas y entre ellos mi padre intentando huir, atrapado sin salida en esas cuatro paredes. Podía mirar entre el techo a mi madre perdida, en algún autobús rumbo a ningún lugar, llorando, riendo, sudando, temblando.
Pasaron las horas, el frío empezó a colarse, el olor seguía empeorando. La desesperación explotaba en mi cabeza, en mis pensamientos. La ira, el dolor, la terrible sensación del abandono. Quería destruir la casa entera, quemarme en ella y quemar toda la miseria que habitaba entre nosotros. Salí al patio, necesitaba volar. Transité entre los árboles, entre las sombras, entre las penas y las flores marchitas. Llegué a la piscina, el agua verde reflejaba las ramas secas de los hules. Lloré desconsoladamente, de rodillas y con las manos en el suelo. De pronto, escuché un ruido, eran pasos. Volteé y ella llegó a la orilla de la alberca, se limpió la cara y sacudió sus largos cabellos negros, su mirada era una bandada de aves negras volando hacia mí.
¿Acaso era la esperanza vestida de muerte, acaso la salvación o la oportunidad falsa de una vida nueva?
Davo Valdés de la Campa. Tiene 22 años y vive en México. Actualmente estudia Letras Hispánicas en la UAEM. Colabora con Revista La Piedra, Torre de Babel, La Wacha, La Jornada Morelos y Habitantes de Moria. Tiene un blog, La Cueva del Wendigo