El caso de esta escritora, nacida en la Patagonia argentina y afincada en la República Dominicana, no deja de resultar singular. Obvio, pareciera no tener que ver con el grupo generacional (poetas dominicanos del 80) donde por fines didácticos ahora la ubicamos. Por el contrario, una de las aristas –exhibe muchas y distintas– de su poemario titulado máximogómezbajando (San Juan/ Santo Domingo: Isla Negra, 2006) cuestiona, junto a neobarrosos e íconos del Cono Sur como Alejandra Pizarnik, aquella tendencia poética más bien petit committee: “Quiero escribir un poema épico/ porque me da la gana/ por que nunca se acaba de vivir/ y estoy harta/ de los géneros literarios/ de las cucharitas de café/ que ya no miden las vidas de los empleados de banco” (19). El mundo todo –en un momento pensábamos sólo Santo Domingo, la República Dominicana o, por extención, las Antillas en su conjunto– es un carnaval absurdo que pareciera gobernarlo un ser deforme y arbitrario (Quasimodo). Es decir, a través de sucesivos círculos concéntricos pasamos de lo local a lo cosmopolita, de lo privado a lo público. Miguel D. Mena, para variar, creemos acierta en el prólogo al libro de Volonteri con el significado que otorga a este épico movimiento envolvente y proliferante, lo mismo que a la pregunta por la autora; es decir, por la presencia de esta gaucha –de países enésimos– dando tumbos, esta vez, entre la sonora Villa Mella y la, siempre efervescente, Zona Colonial:
Ciertamente se habla de la “Máximo Gómez bajando”, toda una metáfora-clave secreta del capitaleño –o dominicano–. Bajar por esa Avenida es deslizarse por la historia dominicana de la modernidad, es chocar contra el mar, el mar que no es ese espacio que nos comunica sino ese muro que nos sumerge en cierta conciencia de burbuja. Mónica Volonteri está disponiendo en estas calles todos los mitos occidentales, desde Eurípides hasta Brecht, sin descontar toda aquella liviandad que podrían ser el ratoncito Mickey y su bandada […] Si se dice que su autora proviene del lejano Sur argentino, que hará homenaje a sus ancestros tribales israelíes, que ha estado andando por aquí y por allá y que tiró anclas en nuestra isla dominicana. Leyendo estos poemas debo confesar la borradura de todos estos datos (7-8)
Frente a lo cual, y siempre a favor del libro, debemos añadir el guiño vinculante o solidario hacia su género; por la Máximo Gómez bajando se ubica también el Instituto Oncológico donde, cito: “esperamos el resultado de la biopsia”. En síntesis, desmontaje semiótico, documento social, lectura feminista, catarsis íntima –todo esto junto y yuxtapuesto– conformarían este ambicioso poemario. Poema total que, sin embargo, no carece de desniveles; algunos de estos concernientes a la letra (exceso de versos, descuido del lenguaje, atiborramiento de las referencias, etc.) otros, los más importantes, referentes a la voz (talante del yo poético). Mónica Volonteri, urgida por la denuncia social, escéptica y sumida en el trance de su dolor (“con una sentida vocación por la lágrima”), confina la lectura general de su poemario a un gesto patético que, paralelamente, clama por un lector ético o humanista. Es precisamente por este gesto –conclusivo o sin salidas y carente de sentido del humor– que Volonteri no encaja con los poetas “neo-testimoniales” de los 90; los cuales, más bien, deploran el humanismo. Y sí, paradójicamente, con los literatos –de los 80– de los que pretendía la autora tomar radical distancia. Pensamos que Volonteri victimiza aquello que no entiende; entre esto, las relaciones de los hombres y las mujeres en el contexto del mundo de la bachata. Ésta no constituye, de modo necesario, el escenario sórdido, injusto para las mujeres o existencialista que el poemario nos propone. Mónica Volonteri no baila la bachata, tiene acaso los oídos sordos para esta música, aunque sí la entrevé, como en este refrescante pasaje de su máximogómezbajando: “Preferimos ser/ Antígona/ Medea/ Madre coraje/ Mamá Tingó/ Alfonsina/ Salomé/ Pizarnik/ cualquier enfermera soviética/ o bailarina lastimada en el codo/ que aceptar/ una bola del chico de la moto”. Pasaje refrescante y ligado a una subterránea vena socarrona del libro que, modestamente, pensamos la autora debiera sacar de modo más decidido también al exterior (pensamos en otras escritoras argentinas, y de ascendencia judía, como Alicia Borinsky, Ana María Shua o Luisa Futuransky). Preparación, curiosidad y mundo no le faltan.
Autora, entre otros títulos, de Las increíbles visiones del mosquito (1985) y Sandro: una historia clínica (2004).