EL PLAN/ Armando Almánzar-Botello

Para: L. N. B.

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¡Oh rabia impotente! Parecía que la presencia fatal de un virus electrónico había infectado de forma selectiva los mensajes que los dos se venían comunicando a través del ordenador en el transcurso de aquellos agitados meses de pasión enmascarada. Por ese grave acontecimiento, el sujeto de la escritura no había podido acceder a ciertos archivos que le permitirían definir con más precisión el plan del relato seminal que serviría de base para el otro vuelo.

¿O sería más bien para el descenso al subsuelo ilimitado y monstruoso de su propio ser, de su atroz memoria?… Palabras demasiado convencionales para expresar la terrible perspectiva que se abría ante sus ojos.

Temblaba frente a las puertas entreabiertas del posible cumplimiento, del Plan que vislumbraba, ominoso y ciego como la ruta de un Metro fantasma deslizándose en la noche por interminables galerías subterráneas, clamando por la encarnación de sus espectros en la espesura sombría de su trayectoria inconsciente, ineluctable… Pensó entonces en la frase de Mishima: Se abre hacia la muerte, tal como un kimono de seda se desliza por la pulida superficie de una mesa hasta caer silencioso en la penumbra del piso…

Sintió un escalofrío que recorrió su espina dorsal, y contempló -mientras escribía en el silencio de la noche alta-, la pantalla fosforescente del computador… Al cabo de un rato, apartó la mirada de aquella luz que lo hería, y miró las ventanas oscuras de su cuarto. Pensó entonces en los parques públicos de día, en viejos paraguas olvidados en rincones también sin memoria, en calles al atardecer atravesadas por las corrientes vertiginosas de autos carnívoros, en secretas escaleras que ascendían como promesas de magnolias en la noche, en remotos lugares cerrados donde un hombre y una mujer se desnudan eternamente en la penumbra, para entregarse, resplandecientes de pasión y de extrañas metamorfosis, a ritos innombrables y voluptuosos…

Llegaron a su mente aquellos solares llenos de plantas extrañas, ratas gigantescas, restos de ordenadores y máquinas de finalidad incierta; cucarachas y bichos que creíamos hacía mucho tiempo extinguidos, basureros que aparecen de súbito entre algunos edificios de las grandes ciudades ofreciendo el testimonio de una secreta y vaga verdad de la existencia: la banalidad con la que casi siempre se disfraza el enigma inanticipable del acontecimiento… Porque -pensaba-, no hay nada más misterioso que la basura, que los restos, que los vestigios, que los escombros… Huellas primordiales de la sangre en las palabras terribles que perduran…

En el sujeto de la escritura se ahondaba el hueco, la inclemente verdad de la carencia, el vacío donde agazapada, retorciéndose, ondulante, la peligrosa cobra de la escritura preparaba su fármacon letal.

Al no encontrar los refentes escritos que dieran testimonio de los hechos en apariencia acontecidos entre ellos en los últimos cuatro meses, le parecía que todo había sido un insólito y turbulento sueño del que apenas ahora acababa de despertar, y que esta ensoñación comenzaba, con extraño goce de planta carnívora y angustiosa fiebre delirante, a florecer de nuevo transfigurada en su conciencia, al rememorarla…

Toda la realidad al alcance de sus ojos en la polvorienta buhardilla: arriba, la noche del cielo raso; abajo, la mesa sobre la que escribía iluminada tenuemente por una pequeña lámpara eléctrica, el bolígrafo que sostenía latiendo entre sus dedos entumecidos (escribía ahora a mano, convencida de que la pantalla del ordenador quema los sueños), la página sobre la que trazaba frases inconexas y zigzagueantes, el viejo escritorio sobre el que se reclinaba como sobre un abismo, los libros y objetos dormitando casi vivos en los anaqueles de madera, los pasos enigmáticos de otro huésped del insomnio en la habitación vecina, la sombra voluptuosa de un torso desangrado en la memoria, todo lo que alcanzaba a escuchar y sentir en la alta noche, todo, se consumía como ella en el incendio de la incertidumbre…

De forma parecida a la de Chuang-Tzu, -pensó el sujeto de la escritura.

De forma parecida a la mía leyendo estas frases -prosiguió alguien hablando en voz alta-, que cuando despierto del sueño en el que creí vislumbrar a Chuang-Tzu, no puedo saber si he soñado a Chuang-Tzu, o es él en realidad quien continúa soñándome -incesante como el grito de mi ser-, ahora, aquí, creyéndome despierta en lo que escribo.

Entonces, blandiendo el filoso cuchillo sobre el seno desnudo de la mujer de rasgos orientales -que fosforescía a su lado en el lecho como una dormida y delicada flor de ciruelo-, el innombrable comenzó, con firmeza y precisión, a escribir la verdadera historia…

Inédito

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