FRONTERA/ Mario Guevara Paredes

Tomado de El desaparecido (Lima: San Marcos, 2008), volumen que reedita los primeros cuentos de Guevara; por ejemplo éste, de 1984.

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Uno
A una indicación del cabo, un grupo de soldados pasó a la otra acera; con sus fusiles en mano nos arrinconaron contra la pared. Luis se estremeció al sentir el borde metálico del cañón que presionaba su pecho parándole la respiración. Nos movimos como autómatas con las manos en alto y dimos media vuelta. José palideció, un sudor frío recorrió su frente. La postura en que se encontraba, con las manos apoyadas en la pared y los uniformados a su alrededor, le recordaba lo que observó en su país cuando los militares se apropiaron del poder. En aquellos días cruentos donde imperaba la fuerza y no la razón era común ver soldados arrinconar contra la pared a culatazos y puntapiés a indefensos transeúntes. Los cadáveres, acribillados, proliferaban en las calles. En los hogares en los que faltaba un ser querido, las noches eran largas y pesadas. El toque de queda y el traqueteo de las ametralladoras producían insomnio… José volvió a la realidad cuando el cabo que dirigía el pelotón, descubriendo su jeta carnosa, ordenó que abriéramos las piernas. El uniformado, percatándose de que Pedro no acató el mandato, le propinó un furibundo puntapié en el taco del zapato. En la avenida, la gente sacaba la cabeza por las ventanas, los carros detenían su marcha y los curiosos se arremolinaban en las esquinas. Pedro, en son de franco desafío, giró el rostro; el cabo pestañeó al no poder resistir la mirada fulminante. Escuchamos la voz chillona del cabo que dijo: «¡Verraco el hijueputa!». Los demás soldados rieron cínicamente. Pedro sintió que la cólera recorría su cuerpo encrespándolo. Yo, que desfallecía de miedo, le hice una seña moviendo la cabeza para que desistiera de sus intenciones, ya que los uniformados buscaban la ocasión de cosernos a balazos. Tranquilizada la situación, los soldados empezaron a palparnos debajo de los brazos, en la cintura, en las piernas. Al no encontrarnos ningún objeto peligroso ni extraño, el cabo preguntó: «¿Vuestras cédulas?». Luis le explicó que éramos extranjeros y sacando los pasaportes que guardaba en el morral se los entregó. El cabo, después de revisar cada pasaporte, se los devolvió con una sonrisa estúpida. Luego dieron media vuelta y se fueron.
Repuestos del susto comentábamos el incidente. El más indignado era Pedro, que refunfuñaba y maldecía su impotencia al no poder vengar la afrenta. José, que permanecía taciturno, dijo: «Los soldados aquí, como en mi país y en cualquier parte del mundo, son hechos de la mismísima mierda, solo se diferencian por el uniforme y las insignias que llevan».
Al marcharse los uniformados, se esfumaron los curiosos, quedándose solo un hombre; su reducida estatura y el montículo que se alzaba en la espalda le daban una apariencia siniestra. Se acercó con lentitud y pregunto:
―¿Son extranjeros?
Contestamos afirmativamente.
―Entonces, muchachos, síganme.
Luego de un momento de indecisión, mirándonos sorprendidos por la invitación del extraño personaje, fuimos tras él, pensando que algo importante iba a comunicarnos. El hombre, que rengueaba con pesadez al andar, nos condujo hasta una plazoleta que a esa hora de la mañana permanecía desértica. Instalados en una banca de madera, esperábamos que el hombre hablara, pero este permanecía delante de nosotros en absoluto silencio. La rigidez de su cuerpo contrahecho, su nariz de ave rapaz y su mirada vacía nos producían temor. Al cabo de un rato que pareció una eternidad, Pedro se decidió a preguntar:
―¿Tenía algo que decirnos, señor?
El hombre sacudió negativamente la cabeza calva, luego tornó a hablar con voz grave:
―Olvidé lo que tenía que decirles.
Quedamos turbados al escuchar la respuesta. José pensó: «Sufre de amnesia o se burla de nosotros». Luis, enojado, lo increpó:
―Nos hace venir hasta aquí para decirnos me olvidé.
―Hombre, pero si yo no los traje, ustedes fueron los que me trajeron.
El desconcierto se apoderó de nosotros. Pedro, como impulsado por un resorte, se levantó de la banca. Seguimos su ejemplo. Sin volver la cabeza traspusimos la plazoleta.

Dos
Anochecía. El calor infernal que al mediodía hizo maldecir a más de uno atenuó. En las calles se respiraba un vaho a humedad y podredumbre. Convertibles de matrícula extranjera se encontraban estacionados al costado de las discotecas. Los dueños de los automóviles, tipos obesos engalanados de vistosos trajes de verano, bebían whisky a grandes sorbos y fumaban acompañados de rutilantes adolescentes. Cuando el alcohol y la música atronadora hacían estragos en sus cabezotas, vociferaban y daban rienda suelta a sus impulsos reprimidos. Los cambistas de moneda extranjera se retiraban de las calles. En las cantinas que estaban diseminadas por toda la ciudad, las mesoneras sentadas en la barra, escondiendo la disipada juventud con una máscara de pintura y oliendo a perfume barato, esperaban a los asiduos parroquianos. Prostitutas y travestís deambulaban en las calles en busca de clientes. Un enjambre de hambrientos rapazuelos se agolpaba en la puerta de los restaurantes.

Tres
Bajo la luz mortecina de un farol que penetraba en las escalinatas que conducían al terminal terrestre, se dibujaban nuestras desgarbadas siluetas. Un halo de impaciencia merodeaba en torno a nosotros. Aguardábamos el autobús que nos llevaría al lugar donde cruzaríamos ilegalmente la frontera.
José, recostado en una de las escalinatas, aspiraba nervioso hondas bocanadas del cigarrillo que sostenía en los dedos flácidos. La noticia que se esparció en el terminal al anochecer nos dejó meditabundos sobre la aventura que íbamos a correr. Los hombres que esperaron pacientemente la noche para deslizarse en un bote y pasar el río límite de frontera entre ambos países, al internarse silenciosos por la senda de un «camino verde» habían tropezado con una patrulla de la Guardia Nacional que, oculta en la espesura, los esperaba. Los uniformados con sus filudos machetes salieron de sus escondites profiriendo gritos demenciales y cercenando miembros de los despavoridos indocumentados.
Al aparecer el autobús en la rampa del terminal, subimos morral en mano y nos acomodamos en los desvencijados asientos. El motor roncó y la máquina salió del terminal, abriéndose paso entre las últimas sombras de la noche. Habíamos avanzado un buen trecho cuando desperté del letargo en que me sumí. Miré por el interior del autobús y solo encontré a mis amigos que dormitaban plácidamente en sus asientos. Al acercarme donde el chofer quedé estupefacto: el que conducía la máquina era el extraño y siniestro hombre del montículo en la espalda.

Puntuación: 4.56 / Votos: 115

Comentarios

  1. Deivis escribió:

    ¿Cómo puedo encontrar más sobre Guevara Paredes?

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