Acabamos de leer de Eduardo Llanos su Antología presunta (Santiago de Chile: FCE, 2003) y con alegría comprobamos que se ha salvado, para el hoy siempre postrero, con unos poemas excelentes reunidos sobre todo en el apartado intitulado “Prohibido estacionar” fechado en 1992.
Humanista y ético, nuestro orejado poeta –por su impecable sentido de la versificación y del ritmo– acierta en el distanciamiento escriturario y tono exacto para legarnos, por fin, una zozobra inteligente lejos de retóricas que pretenden denunciar el mal, aunque sin antes encarnarlo primero en la misma voz poética. Carente de respuestas, entonces, el sujeto poético ya no es más el profesor oficiante de compulsiva vocación filantrópica; el seminarista no contaminado aún –aunque sea de oídas– con los gruesos errores de su comunidad. Aunque lograda esta nueva textura medular –gozosa, irónica y profundamente honesta– en otros pasajes de la presente antología, creemos que es hacia 1992 donde los aciertos se suman y los textos logran articularse sin mayores desniveles. En este sentido, aunque tendríamos que citar íntegros varios poemas, valga como ejemplo aquél cuyo último verso da título a esta lograda colección:V
“No dramatices: ya ha vuelto la luz
y será mejor que te habitúes
a este gran supermercado donde todos
han hallado su lugar y empujan su carrito.
Tu actitud de despistado desentona
y si no compras algo llamarán a los guardias.
Has de saber que aquí todo marcha sobre ruedas
y está prohibido estacionar”.
Lucidez y buen humor son patentes ahora, incluso al momento de la elegía –en la cual nuestro poeta es un auténtico maestro– como aquélla dedicada a Violeta Parra, verdadera obra de traductor de una alma grande, o ésta ofrecida a la memoria del poeta chileno Jorge Teiller y donde, significativamente, Eduardo Llanos repasa su propia poética en relación a las polémicas implícitas –aunque no por ello desleales– que le legaron sus mayores: Huidobro/ de Rokha, Parra/ Rojas, el mismo Teiller/ Lihn. No sin antes detenerse, también, en las figuras de Pablo Neruda y Gabriela Mistral y, asimismo, reparar en lo que sucede en la poesía y política chilena de ahora mismo, tal como nos lo ilustran los últimos versos de “Teiller ou pas Teiller: Voici la question”:
“Y es que todos, lo confiesen o no, se sienten
incómodos
con ese gran árbol nerudiano ahí en medio de la
cancha:
no es que dé sombra; el problema es que impide jugar.
Por eso también todos agradecen a Gabriela
esa noble ocurrencia de crecer en un costado
ofreciendo su sombra refrescante a quienes
enloquecen bajo el sol.
Pero la historia cambió con la llegada del árbitro
autodesignado.
Y desde entonces esto parece un entrenamiento de
futbolistas ciegos
después que un infiltrado arrancó la campanilla a la
pelota”
Fervoroso militante de su tradición poética, aclimatador de extremos estilísticos, equilibrista entre mito y logos -pasión y raciocinio- a devenido a ser nuestro estimado poeta. Logra colmarnos, obviamente, cuando arriesga más en la pura y díscola pasión: erótica, políticamente anárquica y lúdica ante nuestra realidad posmoderna. Nos interesa, sobre todo, cuando en sus versos el poeta supera al psicólogo (profesión de Llanos); oficios que se disputaban los textos de Contradiccionario (1976-1983), ahora se entremezclan, pero se pueden inclinar decididamente a favor del chamán que habita muy dentro del poeta sureño. Todo consiste en atreverse a tomar la pócima o el bebedizo, a envenenarse y sucumbir del todo; atreverse a ser un auténtico fracaso, objeto de hazmerreír, como no lo han sido ninguno de los poetas chilenos reconocidos, al menos, en relación y proporción, por ejemplo, con sus pares peruanos (Eguren, Vallejo, Moro, Martín Adán, Luis Hernández Camarero, sólo para citar los casos más memorables). Decimos esto porque aquella impronta se halla ya sutilmente entramada en la poesía de Eduardo Llanos, porque también allí -y afortunadamente para su trabajo- pugna aquel paradigma universal del oxímoron (tragedia motivada e inmotivada alegría) que es la poesía de César Vallejo. Al menos, ni Parra ni Lihn, poetas tan caros a Eduardo Llanos, se pueden entender sin los versos del autor de Trilce; y sí, valga la paradoja, se puedan entender como esencialmente no vallejianos tanto a Gonzalo Rojas como a Raúl Zurita por lo de resaca oportunista -rentable mimesis del primero- y libreto egolátrico -monótona mueca en el segundo-, respecto al impune saqueo que hacen de la poesía del autor peruano.
De algún modo, aquella tentación del fracaso la refleja Llanos también en su interés -disperso, por lo demás, en toda esta Antología presunta- por los poetas suicidas o por la poesía de los suicidas. Esto, sin que pretendamos fungir de psicoanalistas, creemos no es una mera atracción por lo tanático, sino quizá sí un llamado a un grado incluso mayor de apertura de la emoción y fervor por el arte. Devoción cuyo horizonte jamás ha sido el del mero virtuosismo formal, por otro lado, fácil meta de alcanzar para nuestro inteligente poeta (ensaya en este libro sonetos, caligramas y haikus impecables); pero que sí reclama, tal vez, otros objetivos de tipo más íntimo. Probablemente no vinculados a comunicar nuestro grado de honestidad y solidaridad con un público específico; sino a compartir -tal como percibimos empieza a hacerlo desde “Prohibido estacionar”- la desconcertada teoría que tenemos de nosotros mismos, el testimonio variopinto, y no uniformemente acelerado, de lo que nos ha tocado vivir.