Escribo esta breve reseña bajo el impacto del sol del Caribe: parsimonioso fuego por todas partes, cuerpos en permanente estado de ebullición. Los cuentos de Mario Guevara Paredes (Cuzco, 1956) nos hacen reír con nuestra calavera a mandíbula batiente. Quizá éste sea el rasgo característico de Matar al Negro (Cusco: Sieteculebras, 2003) –tal como a través de los grabados de José Guadalupe Posada– la paulatina metamorfosis del lector en un risible esqueleto que por todas partes hace agua. Por lo tanto, entronque de esta escritura con las pericias y las obscenidades del barroco hispano. Pericias por el vigilante, austero e inteligente ejercicio de la forma; obscenidades, por aquello de que se medita frente a las oquedades de una elocuente calavera. Rulfo, Onetti, Borges-Monterroso y un recóndito Vargas Llosa contribuyen al temple y condición moral de la bien afilada prosa de Guevara. Antes, quizá los huacos del arte precolombino y los lienzos de la escuela cuzqueña por la poderosa propuesta visual de estas mismas viñetas. Y con esto advertimos también una muy particular afinidad con otro de sus contemporáneos, nos referimos al excelente narrador beniano Homero Carvalho Oliva (Bolivia, 1957). Ambos son dos pesos medianos que practican el estilo de la paulatina demolición; es decir, la del incauto lector:
“Allí estuve aunque no me invitaron. Todo había cambiado. Nada era igual. El mundo que conocía no era el mismo. No obstante, concurrí: viejo, jodido y sin esperanzas” (“Intruso”)
leemos en Guevara.
“Sesenta años me costó envejecer, con el sufrimiento metido en cada arruga, en cada surco de mi cara…. Tantos años que los creía míos y viene este jovencito, con su cámara fotográfica y sin pedir permiso se adueña de mis desvelos, de mis rabias, de mis tristezas. Click, y se apropia, a cambio de nada, de todas las arrugas de mi rostro” (“Vigencia de la injusticia”)
leemos en Carvalho.
Mas, otro rasgo fundamental también los une; se trata de la crítica cultural implicita en los textos de ambos escritores andinos. Crítica de cara al poder, no carente de buen humor, y demostrando en ella –en vez del folklore– mayoría de edad:
“Después de agotadoras jornadas de placer, el amor que le profesaba se había diluido. Pero la gringa (una lágrima se deslizaba por la sonrosada mejilla) estaba firmemente convencida que él volvería. Aunque la posdata de la carta decía: ‘Amor mío, sólo me llevo quinientos dólares, porque te quiero'” (“Brichero”).
Por su parte, en el escritor boliviano, también encontramos formulada esta propuesta de construir, digamos, una auténtica antropología nuestra (sureña, tercer mundista, latinoamericana o como queramos denominarla). Una antropología que rechaza a los mirones, oportunistas o filántropos de cámra fotográfica; más aún, una antropología que quisiera apropiarse de la cámara e invertir el click, e irse con un zumm desde aquí hasta el dormitorio de aquellos que se jactan de su tan propagandeado desarrollo. En este sentido, Guevara y Carvalho, afinan su nota distintiva frente a narradores inmediatamente posteriores; nos referimos a aquellos denominados como la generación McOndo: Alberto Fuguet, Edmundo Paz Soldán, Sergio Gómez, etc. Tal como sucede con nuestra globalizada poesía hispana donde , por ejemplo, un poeta argentino y otro costarricense comparten muy alegremente su herencia cultural haciéndonos vivir el espejismo de una gran patria homogénea; del mismo modo, lo que los McOndo ganan en extención lo pierden en intensidad. De esta carencia, equivalente a la del encanto, está definitivamente librada la colección de micro cuentos que ahora vamos terminando de reseñar.
Muchas gracias por tu comentario, querido amigo. Lo haré publicar en un periódico boliviano.