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INSERTEMOS a un ser humano sin pasado para que viva junto con el resto de personas. Leinad es un sujeto sin ningún conocimiento de la historia mundial-local, un individuo conciente, sin prejuicios que simplemente APARECIÓ en una casa con una puerta. ¿Y ahora?
PRIMERA SECCION
Abrió los ojos, las orejas, las piernas, la boca y se levantó. ¡Presente! -Gritó Leinad, como fingiendo que retrocedía el tiempo, pero no podía, no tenía vida-tiempo que retroceder, no estaba autorizado ni yo tampoco se lo permitiría. Hoy está en su cuarto, en el segundo piso de la casa donde apareció. Dicho esto, se le ve colocar los brazos sobre su cabeza, Leinad empieza a saltar, en cuclillas, girando su normalidad en una vuelta de trescientos sesenta grados, como liberándose. Y bueno, con Leinad también amaneció un cuarto, una casa y yo. No se puede quedar tranquilo, salta por todo el cuarto, rompe cosas, destruya y construye según el parecer de su instinto, se enmudece. Debo investigar, dijo, mientras se dirigía a la sala de la casa, pero él no sabia donde se encontraba esta, no se preocupaba. Estaba condenado a llegar a la sala. Leinad debe llegar al primer piso, la sala está ahí.
Sale de su cuarto y trata de bajar los escalones, uno por uno, despacito, se escucha: -¡caigo! ¡caigo! ¡caigo!- Luego le grité: ¡Insulso! Qué acaso no conoces la tercera Ley de Newton, ven, párate, hazlo de nuevo. Unos minutos después, llegó al final de los escalones, un poco adolorido, es verdad, y escuchó desde dentro de la casa –que estaba en una avenida- las súplicas de camellos, de leones, de personas perfumadas con caspa en el pelo, lo cual parecía preocuparle mucho al resto, luego estos sonidos desaparecieron. Leinad aún no había visto la calle, pese a
que en su cuarto había una ventana y un televisor, quizás no quiso verlas todavía. Puede que prefiera construirse a sí mismo primero y luego observar cómo lo hace el resto, está es una probabilidad, pero ni yo sé si es que eso es lo que él piensa en verdad.
Si cuando terminas de bajar la escalera, volteas a la derecha, verás la cocina –que está a unos dos metros de donde estás parado Leinad ahora-; si miras a la izquierda, verás -a unos seis metros aproximadamente- la puerta de calle. Y si desde la puerta de calle, volteas a la izquierda (estando de espaldas a la cocina), entonces verás una oficina -que tiene un baño-; y si miras a la derecha, verás la sala enorme. Si te adentras en la sala, ten cuidado, verás, a la mano izquierda, las ventanas que dan a la calle y que están cubiertas con una cortina color gris transparente –gris y no plateado como nuestro cielo-; a la mano derecha, verás un comedor elegante con una mesa de madera y con repisas, en donde cuelgan copas de cristal. El comedor tiene una puerta que se conecta con la cocina (nunca he visto la llave) y si entramos por ésta encontraremos a Leinad parado frente a la escalera, su desplazamiento ha terminado y todo lo dicho lo acabo de crear/dibujar yo, Leinad no sabe nada.
Leinad se incrusta en la sala con miedo: es muy amplia, está cubierta con alfombra amarilla. Las ventanas de la sala, (las de las cortinas grises) no se abren mucho, el ángulo aproximado es de cincuenta siete grados, esto no le agradaba para nada a Leinad. Esta es la primera vez que alguien ingresa a la sala, ni si quiera a la cocina le permitieron que entrara a la sala, ella sufre mucho. Camina por la sala, Leinad, rodea los muebles, en la alfombra hay cucarachas muertas apoyadas en su espalda, sigue caminando, se adentra más, ya no puede salir, se ha enredado en una cortina. Desde ahí puede observar, y fijarse mucho en unas tarjetas de navidad que estaban recostadas en uno de los muebles. Eran bonitas esas tarjetitas de navidad que pasaban corriendo bajo su puerta gastando papel, aún no debo mencionarle esto a Leinad: quizás se quiebre. Él observaba muy bien una tarjeta: “Via correo aéreo desde Japón”. Se enmudeció luego de verla, los signos escritos sobre ella y la postal –con un mapa- le daban a entender de qué él no había aparecido en “Japón”, él estaba a muchos kilometros del espacio atemporal de las uñas de ese resto de gente. La siguio contemplando un par de minutos más, sin darme cuenta, junto a la postal, totalmente suburbana, dibujo un símbolo de fe, la había estropeado, al igual que a su lapiz: ya no tiene punta ni utilidad. Fue corriendo hacia la oficina de la casa -la puerta portaba un pequeño letrero que dictaba una profesión de cinco silabas- allí sacó uno de esos tajadores eléctricos made in y se retorció con él. La punta está creada de nuevo.
De regreso a la sala vi a Leinad caminando, si se puede decir, de espaldas. Era una de sus políticas de gobierno: caminar de espaldas es la mejor forma de alejarse. Al llegar de nuevo al corazón de la sala, se colocó frente a la chimenea, que estaba frente a un librero, Leinad acommodó su cuerpo en cuclillas y empezó a soplar el carbón, según él, para que se apagaran las llamas que se escondían detrás de él, sin embargo, estas ya se habían mojado.
De repente, se levantó -virando la cabeza como submarino- ¿Y si hay alguien? ¿Cómo me doy cuenta de que no hay alguien en el mundo siempre detrás mío? ¿Y si está arrodillado? ¿Si está echado con una escopeta de escopetas? ¡¿Cómo me podría dar cuenta?! Siguió gritando su miedo hasta que dijo, Hay que aprender a mirar. Paranoico, le susurre. -¡Silencio!-. En ese instante su sombra, toda ella, se agazapaba detrás de los sillones rojos y verdes, sus cabellos se remontaban a una pintura al fondo de la sala, sus piernas, sus rodillas, sus pies y sus uñas: todos lo miraban. Leinad salió corriendo hacia su cuarto.
Espantado, llegó a su habitación, donde, cuidadosamente, se acomodó recostado sobre el piso, cubierto de alfombra marrón, que se encontraba a la mano derecha de su cama. Antes de refugiarse, colocó sus almohadas de sal bajo las sabanas de la cama, éstas aparentaban una figura humana: tenía miedo.
SEGUNDA SECCION
I
Abajo hay un pancito si tienes hambre. Salí corriendo, oí esa voz otra vez, me confesó Leinad cuando volvió de la cocina. Se sentó aquí, en la cama de su cuarto, luego quizás nos movemos, me dijo. Él tenía que salir de esa casa: hace ya varios días que dormía en el piso al lado de su cama y las hormigas ya no lo soportaban con tanto miedo. Me contaba, Tengo que salir y ese extraño túnel (la puerta) se mostraba como un escape digno, que me permitiria llegar a la avenida (ni yo sé a donde quería ir). Empecé a caminar por la calle, murmurando -desapareciendo como un arzobispo- y coloqué las manos hacia atrás, bajo mi espalda, Leinad se pensaba un detective. Sus orejas, mientras tanto, le rogaban a sus ojos que se abrieran un poco más: querían palparse el uno al otro.
Ya en la calle, se venian contra Leinad esas extrañas naves que rogaban recogerlo, los buses nunca fueron candados, y el neón, del casino que estaba casi frente a la casa, ocasionaba que su mirada se rasgara y la libertad, vestida de mujer, no sacaba el codo de su boca. Leinad seguia caminando, las líneas en la vereda eran un mal propicio para ser esquivadas. Leinad empezó a correr.
Sospechosamente, una de esas señoras gordas, que atiborran la ciudad, llevaba unos pasos delante mio, sugería Leinad: Yo nunca, menos hoy, estoy apurado, pues ahora no tengo un destino preciso y debo aprovechar al máximo mi
tiempo, no es como otros tiempos inútiles. La mujer -que me retrazaba, que caminaba delante mio impidiendo mi paso acelerado- parecía salida de misa: las joyas y orzuelos que la decoraban, le permitian arrojar las bolsas vacias de medicinas al cemento para que otros las recogieran. La mujer excusaba esta acción en es siguiente silogismo: Siempre habrá un empleado que recoja mis retazos de medicamentos, mi basura; yo pensé mi respuesta; Claro, pero podrías darle menos trabajo a estos ¿no?; ¡Pero se les paga para que trabajan, holgazanes!; eso pensé que me respondería y la acorralé: Se le paga según ¿qué? Obviamente no según el tiempo/fuerza que el trabajador dedica, pensaba Leinad en su mente y continuaba, Hasta a la señora que sale en la TV se le paga más que al pobre barrandero, y eso que sin el barrendero todos morirían. Todo esto pasó en mi mente, en la de Leinad que descubrió todo esto gracias a la TV. La señora ni había volteado a verme, seguía obstruyendo la carretera.
La señora andaba a paso de tortuga y para colmo en zigzag, yo ya me estaba cansando, ella bloqueaba mi destino, me afectaba. Leinad ya estaba en la etapa en la que sus manos le empezaban a tocar la cabeza y sus ojos miraban, de lado a lado, como bailando al ritmo de las quejas de sus labios. Leinad caminaba refunfuñando, en su boca se esbozaban por favores enmudecidos (nadie me escuchó): se confundían con los sonidos ambiguos de estas personitas que se cuelgan en la puerta de los buses. Tenía que deshacerme de esa señora.
Leinad estaba produciendo una inmensidad de sonidos desde su fauces, millones, indefinibles: el bamboleo y el revés de esta señora conllevo a que un silbido, de esos que denotan belleza, saliera sin querer de mi banco de besos, contaba.
La señora, que cargaba un par de grandes ojeras, se ruborizó. (Se ruborizó tremendamente, ¡Por favor dilo! ¡Cuéntalo bien!) Su palidez se fue asimilando al color de los tomates que en su bolso tejido cargaba. ¿Qué habrá pensado esta señora? (¡Que atrevido!) Es un placer, mi nombre es Leinad, para servirle. O mejor un -No era para usted-. Ridícula excusa, pues los faroles ya estaban apagados y no había cosa más hermosa que esta señora que cautivaba a nuestros policías de tecknopor. Volteó de nuevo: ¿Intrépido habías resultado, no? Es una cuestión de actitud, le respondía Leinad a la señora mientras le abría los ojos. Me miró y la amenacé con que perdonara mi silbido –y es que ahora me doy cuenta de que no fue por el mensaje que este transmitió, sino porque desde hace días mi habilidad me prohibió apretar mis labios con los dedos y mostrar una protesta digna-. En la pomposidad de esa señora, que ahora me miraba por debajo del límite de mi polo y mi cinturón, se abrió una de esas sonrisas que venden en los remates judiciales: fingidamente real, como un gemido (cualquier gemido) pero, al fin y al cabo, entendió mi explicación.
Era raro para Leinad conversar con una cortesana de esa edad y peor aún si aparecía tan escotada como el personaje en cuestión, aunque, para él –aunque no lo quisiera admitir en un comienzo- fue todo un logro conocer a esta mujer. No por la supuesta victoria, que muchos hombres del resto podrían asumir, a causa de la obtención de algún premio o medalla: todo no existe así. Y quizás lo que cautivó a este camaleón fue lo asequible que fueron las palabras de la señorita, la sencillez del instante en que sus arrugas fruncieron su ceño, lo apta para las conversaciones que iban estallando y la madurez que su vestido turquesa trataba de ocultar.
La muchacha, porqué se le empezaba a perder el respeto, seguía muda mientras contemplaba el dorso de Leinad. Seguro que estaba hablando de algo, pero realmente yo no la oía, por qué perder ese momento escuchándola. Entre todo el barullo de los tacones de sus zapatos, Leinad, totalmente democrático y lamentablemente sobrio, le tomó la mano, sin decir nada y llevó a pasear a su Venus en llamas.
De ahí no me quiso contar más, se paró de la silla del comedor de la cocina –en donde estabamos- y se asomó por la una ventana de ahi. Desde afuera un pájaro se estaba comiendo una hormiga, él se emocionó.
II
De alguna forma extraña Leinad ya había tenido su primer encuentro con una representante del sexo opuesto. La vida es un sexo opuesto, llegó a pensar. Sin embargo, está señora gorda de hace unos días había desaparecido entre estas hojas y los recuerdos de Leinad, creo que me contó que tuvo que desvanecerse por un compromiso con un sacerdote. Él no sabía qué era un sacerdote, ya lo entenderá después, ahora él quería otra compañera, necesitaba una mujer, le había gustado.
La televisión aparecía como una fuente de enseñanza minusválida y torpe, pero era lo único que tenía él. La prendió y se asomaron ante él un montón de señoras, como la gorda, tejiendo, hablando de salud sexual, de la prohibición de drogas y un viejito en una bata blanca entronizando una cruz. Un canal presentaba una fiesta y más abajo se leía: gane amigas facilmente. Leinad no le creyó, sólo sabía que debía ir a una fiesta para mover su cuerpo con una mujer –creo que esto sirve para adormecerla, me dijo mientras practicaba- y luego de este ritual poder hablarle tranquilamente de tus preocupaciones (la sala) y proyectos (existir).
Al cabo de unos minutos vino a hacerme mil preguntas, bueno, en realidad fueron un par no más. Yo le respondí lo que tenía que responderle, lo que le respondería cualquier persona del resto y me preguntó: ¿Qué? ¿Pero como es eso de que a las mujeres no se les permite sacar a bailar a los hombres?. Yo empecé, Pues mira Leinad, en nuestra generación de falócratas convexos las actitudes sociales son, casi imperativamente, recordadas -yo continuaba- Y es por esto que se indica en la sociedad que la mujer no puede querer bailar con un sujeto, no debe mostrar su querer, sus deseos -y agregué- En la práctica se prohibe a las mujeres mostrar su deseo ante un hombre, pues esto indicarìa su gusto ante él. Y, de esta forma, siguiendo estrictamente el pensamiento lógico social conservador, como es el que se aplica en nuestro territorio, la mujer sería, sin discusión alguna, una prostituta. Para prevenir que tu hermana se vea en tales denominaciones, los del género masculino recuerdan con quien baila cada dama para luego analizar y elegir una pareja de baile, a conciencia. Leinad se rio hasta acabar este párrafo.
Bueno, él no creyó nada de lo que le dije, es más, está a mi costado aún riéndose. A él no le importaba esa idea de prejuzgar a los comensales de la pista de baile. Luego de entender esto, o mejor dicho, luego de dejar de reirse de esto se escuchó, Pero qué ¿Hay qué estar armados, no? Digo, pues, en el momento en que saques a bailar a la mujer, debes estar protegido contra las negativas que te puedan arrojar ¿No?. ¿Cómo saber que no te esta engañando y en realidad solo quiere bailar? Leinad recordaba la cara de pena que había estado practicando las últimas semanas para ese tipo de momentos. En verdad graciosa. ¿Sabes? Me voy a armar.
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En el diario de Leinad se leía: Hoy es un nuevo día que amanece normal. No sólo para Leinad y para mí salió el sol. Se levantaba lentamente, colocando su espalda lo más recta que podía, en este cuarto con cortinas color verde oscuro que estaban a medio cerrar (o a medio abrir). Aquí Leinad moría/vívía (en el mismo lugar) y siempre antes de dormir, husmeaba en los roperos -que estaban a la mano derecha de la puerta- pues él es estaba convencido (por la televisión) de que algún día un ser de otra dimensión lo visitaría (leasé a gusto personal: Dios, Allāh, Cao Đài, Yavé, Elohim, Santísima Trinidad, Ayyavazhi, Waheguru, Anu, Jah, Igzi’abihier, Jaun, Ngai, Niskam,Shang Ti, Ormuz).
Entre todos los gritos y bostezos que Leinad tenía que dar, luego de levantarse, yo me paré para abrir las ventanas, las cortinas, la oscuridad. Las abrí porque no me dejaban ver bien si en realidad estaba despierto. Leinad se asomó cerca de la ventana y evocando un poco sobre las calles de la ciudad, él empezó: Siempre hay dos. Una para cada sexo. La de ida y la de venida. Esta última, para los ingenuos que piensan que algún día regresaran -continuaba mientras yo le veía los párpados- y los autos todos con ganas de estrenar sus rugidos, de levantarme. Después se dijo a sí mismo, Pero este día tiene un objetivo, Leinad alzó los brazos y dibujó ondas con sus dedos, estaba emocionado, y, en esta misma posición, se apresuró a bajar las veinte gradas, los seis escalones y el último peldaño que finalmente lo llevaban a la cocina y a la sala. Claro que ni yo conocía muy bien el objetivo de este sujeto, pues Leinad tenía la extrañísima teoría de que alguien había puesto micrófonos y cámaras en su casa. Toda una ironía.
Luego, por curiosidad, Leinad se paró en el pórtico de la casa, adorando, y respetando, el símbolo de zona antisísmica pegado en una de las columnas que la sostenían. En pijama y con un par de legañas, Leinad asomó su corto pelo (ya crecerá) a ambos lados como preparandose para cruzar la pista. Al ver a la gente pasar delante, él les sonreía como jactándose del estigma de precaución que lo protegía. Él feliz. Después, se escondió rápidamente y corrió a sentarse en el segundo peldaño de su escalera. No soportaba tanto a los hombres.
Pocas horas después estaba en su cuarto, allí se advirtió a sí mismo que no podría salir del cuarto sino se cambiaba el pijama. Se le vio salir de su cuarto. Leinad no vestía con mucha preocupación, sólo se ponía la ropa, si hacía más frío, se ponía más polos o más medias, no era algo tan complicado.
Ya listo y en la calle, empezó a colocar con suma mesura y destreza un pie delante del otro, esta era una operación que lo dejaba exhausto, un pie delante del otro y luego, en seguida, levantaba sobre el aire su otra pierna y lentamente -como empujando un poco el pedal de una bicicleta- dejaba caer sus pies por gravedad. Claro que toda esta rítmica no era en vano. Colocaba un pie delante del otro para que cuando resbalara no pareciera que hubiese retrocedido.
Luego de caminar un par de cuadras, llegó a una tienda pequeña en una esquina, él entró. La tienda estaba siendo atendida por una persona de ascendencia china. En el siguiente minuto, le estaba rogando a sus piernas que se detuviesen para quedarse mirando fijamente el mostrador: de madera, los bordes; de vidrio, el espacio donde prohíben apoyarse. Con el propósito de comprar algún arma, Leinad divisó que lo que se vendía era una amplia gama de utilería escolar que se promocionaba, pues era marzo. Leinad miró una etiqueta que leyó suspirando: “Ligas”. Placer para disparar.
Como buen timorato que esconde su edad, Leinad le preguntó al japonés -¿Le permiten vender esto o está sólo en exhibición?- El encargado ocultando su voz burlona y sus ojos rasgados, a causa de la sorpresa, le respondió que sí, que estaban a la venta: son ligas nada más, continuó sin dejar tiempo para resporar, Puede llevarse la caja por cuatro soles, vienen como doscientas. Tantos de estos fusiles de goma por menos de un dólar, Leinad aseveró levantando las cejas, sabía que un dólar valía más que su moneda autoctona. Mientras tanto, en su mente, él rezaba por qué el dólar no sobrepasara nunca los cuatro soles que valía, dado que no quería retractarse de estas palabras en un futuro.
Él tenía el dinero para comprar las ligas, había trabajado dos semanas por él. Ahora a gastarlo: el dinero sirve para ser gastado, si no se gasta se almacena, y, según lo que me contó la señora de la casa-cocina-bodega, el dinero debe estar en el mercado, pues, sino es así, la gente se volverá pobre, porque el dinero, al estar guardado, nunca llegará a sus manos, en mi caso, si la gente se guarda su dinero y no lo usa en el supermercado, entonces yo no podré recoger las monedas que caigan. Por otro lado, pensaba Leinad, había una razón más, pongamos humana, relacionada con el uso del dinero, que este sirve para gastarse, y si no se gasta para qué lo tienes. Para guardarlo cuando vengan tiempos de excases, le grito alguien emocionado, con una sonrisa de Colón, era un sujeto del resto, Bueno, le replicaba Leinad, si desapareces (o apareces en otro lado) mañana, el dinero no te servirá de nada. Eso es ser egoista como un eucalipto. Leinad se había vuelto todo un economista, si es que esto hacen los economistas. Finalmente pagó, simplemente pagó, sin preocuparse mucho.
La conversación con el coreano se extendió en un luengo discurso, y la razón principal era la indignación que sentía Leinad sobre la sociedad por vender tales armas en lugares tan concurridos como esta tienda de indumentaria escolar. Después de concluir la tertulia con el taiwanes, Leinad quedó parcialmente aletargado y se despidió, velozmente, de la única persona que había en la tienda. Huyendo un poco y en el éxtasis de haber conseguido tan fina artillería para protegerme de las mujeres, me puse a tararear unos sonidos/silbidos que había estado practicando, tendí mis brazos hacia atrás mientras que mis dedos se abrazaban a la parte baja de mi espalda.
Empezando el ultimo párrafo de este capítulo y quizás la última página, pase junto con Leinad a nuestra casa con una bolsa negra que poseía nuestra nueva adquisición. Un par de pasos hacia arriba, luego hacia la izquierda para entrar al cuarto. Sentí como se hundió el colchón. Saqué de la bolsita la magnifica caja de ligas y me empecé a sentir seguro. Seguro del resto, con esto no me podrán hacer nada. Leinad cogió la primera de las ligas y delicadamente la levanto de entre las demás: esta brillaba, bueno brillaba en mis ojos y en los de en los de Leinad. Colocó la primera liga detrás de su oreja, al igual que las siete próximas y otras seis forraron cada uno de sus brazos como brazaletes de hule. Tenía varias ligas amarradas a su cuerpo para dispararlas con la mano cuando obtenga una negativa. Finalmente salvó ocho de estas ligas en cada bolsillo de su pantalón y salió corriendo a bailar. Yo lo acompañe.
III
Los días de baile han acabado y este enano es otro día, que se congela entre las uñas de Leinad como mugre invencible de sí mismo. La habitación tiene dos ventanas, bueno, es una pero con dos escotillas, además hay un espejo, Leinad está frente a él viendo como lentamente se asoma imparable el vello en su quijada. Nadie puede pararlos, están en su revolución y yo estoy en un mundo (espacio-tiempo) distinto que el de mi cuerpo, pensaba. Qué frió hace, Todos tendrán frió, se asomó por la ventana tratando de observar como el resto de individuos lidiaba con este clima. Leinad acaba de gritar.
Corrió al cuarto de estudio y -a la mano izquierda de donde alguna vez hubo ropa vieja (ahora es nueva)- encontró unos cajones. Siempre, de alguna forma u otra, en el último cajón de este segundo armario había sabanas, colchas, frazadas, cubrecamas y toda esa clase de indumentaria para abrigar el colchón. La escalera sintió la fuerza de Leinad que bajó apresurado desde el cuarto de estudio (ni le importó encontrarse de frente con la sala) y abrió la puerta de calle, de ahí no lo vi más. La puerta a medio cerrar, o a medio abrir, no me dejaba ver bien qué sucedía. Desde afuera se escuchaban risas, tuve que subir al cuarto de Leinad, de nuevo, para asomarme por la ventana y ver que pasaba afuera. No lo logré ver: el ángulo de visión era muy corto para personas como yo.
Leinad temblaba, Todos tienen frió, todos tienen frió, todos tienen frió, todos tienen frió, todos tienen frió alguna vez. Todos y todo. Leinad había bajado con una frazada enorme a la calle para abrigar, en el infierno de la frazada, al árbol que estaba frente a la puerta de calle. Él repetía, Todo tiene frió, Todo, mientras se lamentaba.
El resto de personas que cruzaban ante él lo miraban con desprecio ¡Riéndose! Nadie lo insultó, la sonrisa es un insulto mayor, pues en el agravio uno cae en la agresividad, uno muestra que el otro en verdad le afecta, cuando sonríes ni te dignas a inquietarte, solo sonríes y sonríes-riéndote calzándote el zapato como si este siempre te fuera a entrar. La gente egoísta es el pétalo perfecto de una planta de eucalipto que debemos pisotear para que nuestros pies huelan bien. A ellos ni el frió ajeno (ni el de un árbol) les ocasionaba la menor parálisis. Una chica hermosa, de esas que pueden sonreír, pasó por la vereda al lado del árbol, riéndose-A-conciencia.
Eran ya las once de la mañana, y en la despensa aún quedaban papas; en la refrigeradora, algo de huevos y salchichas, Placer, babeaba Leinad: este era su desayuno, su almuerzo y no su cena, al menos no por ahora. La sala también tenía hambre, se preocupaba Leinad, entonces, agarró un par de papas que había cocinado hervidas (o algo parecido) y las lanzó con fuerza hacía la sala. Las papas chocaron contra los muebles de tela roja, contra un cuadro enorme que estaba al fondo (medía casi tres metros de ancho y uno y medio de alto, el pintor: no sé, solo decía “Molina”). Otras papas hervidas se estrellaron como crucifijos entre los cojines verdes de otro mueble más cercano y los restos de la última papa -aún húmeda- cayó en la chimenea, bajo las postales de navidad (las recuerdan), las papas que no tiró Leinad cayeron sobre libros antiguos que estaban ahí. Luego los revisaré, Lo juro, gritó Leinad mientras salía espantado de ese territorio que, según él, alguna vez trató de cortarle las uñas y él no quería (no sabía que lo quería).
La tarde se apresuraba como un sujeto que dice que ha vuelto, pero que nunca nadie lo vio irse, porque siempre estuvo tendido en la hierba, un sujeto que nunca se fue, que ni siquiera pudo decir, alguna vez, estuve aquí. La neblina, es la excusa perfecta, para que Leinad encuentre unos lentes, en un cajón de su cuarto, y empiece a imitar voces distintas frente al espejo. ¡Tocaron el timbre! Nadie antes había tocado el timbre, Leinad se moría de miedo, pensó en esconderse, pero no, ya no sirve. Es que sonaban unas campanas desde lo alto en su techo, se detenían y volvían a repicar como pidiéndome algún tipo atención, Leinad bajó corriendo. En la puerta hay un orificio por donde puedes ver quien está afuera, oí que le decían, el ojo mágico. Podía velo, afuera se asomaba un mechón de pelo pero no creo que sea solo eso, mejor abro la puerta.
Una mujer, sí, sí, como la señora gorda, sí. Aún no puedo identificar sí es la misma señora de hace unos días, Leinad parece haberla encerrado entre sus brazos para que yo no la viera, sólo para eso. Disculpa, empezó la mujer, este es ¿Gral. Pershing 413? ¡No! Siempre es lo mismo, gritó Leinad, Todos confunden mi casa con otra casa que está al otro lado de la avenida. Aunque, bueno, creo tener una hipótesis, he pensado que está avenida empieza con dos números altos en cada extremo -por ejemplo Pershing 678 Este y Pershing 678 Oeste- y el centro de la avenida sería la casa cero. Gral. Pershing Cero. Mi casa es la 411 (Leinad deseaba ser el Cero de la avenida) La mujer no se movía, pero dijo: ¿Puedo dejarte mi currículum? Sí, bueno, supongo que no me hará mal, quizás me puedas ayudar a matar algunas arañas que hay en la sala, contestó Leinad. ¡Qué! ¡Me crees una mucama una de esas cosas! aseveró la mujer y procedió a explicarnos que en el 413 de Pershing existe una agencia de empleos y ella quería dejar su curriculum ahí, Me ofrezco como enamorada, confesó.
Leinad se enmudeció, aún seguían en la puerta, la neblina atravesaba su pecho y la chica llevaba un pantalón con franjas rojas en el que se podía ver su ropa interior. Leinad no lo pensó y la tomó de la cintura, tratando de aprehender toda la potencia del cuerpo de la mujer, ella introdujo su lengua en él. Leinad no dijo nada, por extraño que esto le pareció. Fue el contrato más hermosamente cerrado.
No me importa como te llames, ese tipo de cosas no importan ahora, ni tu edad, ni tu profesión sólo quiero que seas mi novio, que me contrates. Leinad no podía ser discreto, siempre quiso tener una enamorada aunque no sabía exactamente para qué servían ni con qué se comían. Todo lo había visto en la televisión, todo. Ese día era miércoles, miércoles de ceniza. Leinad subió corriendo por las escaleras hacia su cuarto, dejó la puerta abierta y a la mujer, ahí parada siendo perpetrada por la neblina.
Toma. Esto lo hice hace tiempo, es la mezcla de lo que me ha dicho la televisión sobre las cualidades que debe tener una enamorada y, bueno, más unas cosas mías. En la hoja se leía: que sea mujer, que me quiera, que sepa bailar, que sea fiel, que me ayude a luchar contra la sala, que me acompañe a buscar comida en la cocina y que no se aleje de casa (todo para sí). Leinad no sabia bien lo que le estaba leyendo a su acompañante. La mujer bailarina y fiel, como un perro que lo amaba, no dijo nada, piso a una hormiga, saco un chicle de su bolsillo, se adentró en la casa y le alcanzó a Leinad un papel con un pequeño horario de visitas. Luego desapareció.
Leinad se quedo parado en la puerta unos minutos, la gente seguía pasando como caballos roídos por la neurosis y él pensaba: tengo enamorada.
Tengo que regalarle algo, tengo que organizar mi tiempo, porque me ha dado un horario, debo, debo, necesito, necesito. Debes, debo, debes hacer, tienes deberes, obligaciones, no te puedes oponer ni resistir (nadie pudo). Necesitas, necesito, quieres, necesitas seguridad, necesitas un derecho que te ampare una ley vigente: no sabes que acabas de crear, no sabes.
Cuando se cerró la puerta, Leinad le contó a la cocina todo lo sucedido. Ella parecía enojada, pues no dijo nada, eso comprendió Leinad. Subió a su cuarto, ni pensó contárselo a la escalera, ella no era una buena confidente. Me lo contó a mí, en realidad, yo ya lo sabía, por definición nada se me puede escapar. Lo veo todo en forma perpendicular – desde arriba o desde el costado- salvo los casos en los que Leinad me da la espalda y no veo lo que hace. La cocina no me dijo nada, empezaba diciendo Leinad, yo baje a verificar si es que la puerta de calle había sido cerrada correctamente y cuando volví él continuaba diciendo: …no me dijo nada. Quizás no quiere decirte nada, quizás no le gusta que tengas novia, le dije. ¡Cómo no le va a gustar! ¡No sé pues! ¡No grites! ¡Te! ¡Pueden! ¡Escuchar! Grité, eso siempre lo callaba. Mira, continué, Quizás ella te quiere y siente que la esperanza de su querer empieza a desaparecer cuando tu quieres a otra, no puedes querer a ambas, le reclamé. ¿Que me quiere? ¿Me quiere qué? ¿Para qué me querría? Y si lo hace, me quiere para qué cosa: me quiere matar, me quiere dar alimento, me quiere engañar ¡Que se defina! Así yo también la puedo querer, pues, terminó él. Leinad, tu sabes que la limpias (a la cocina) muy bien, y a ella le gusta muchísimo eso. Leinad no sabía bien que era esto de limpiar, pero confesó que abría todo lo que podía las puertas de la despensa e introducía una gran variedad de cosas ahí, había desde papas, tarros de leche, zapatos de mujer, botellas de agua, frutas y aceite. Leinad cuando veía mucho polvo lo lamía con un trapo azul, ella estaba limpia, le fascinaba el placer.
Ella te quiere y enojarse por que ahora andes con otra mujer es el primer augurio de los celos. Ah ya, bueno no importa, esto le empezaba a aburrir a Leinad: él no quería teoría, prefería existirla. Abrió la puerta de su cuarto, yo me quede sentado sobre el colchón y lo oí gritar. Le gustaba gritar, pensaba que así el resto se asustaría. De alguna forma él se sentía protegido pero sabía que estos gritos no asustaban a la sala y no la espantaban porque ella no reaccionaba frente a estos, no se inmutaba, la gente sí, la gente corría, desde que aprende a caminar, corre.
De repente fue otro día, otro jueves que apareció sin que lo llamáramos. Revisando, el papel de la mujer decía: jueves de tres a cinco. Era casi el medio día, pero Leinad no lo sabe. El no tiene relojes, espero que siga así, se lo dicen y los mato. La chica no llegó a las tres de la madrugada, entonces será a las tres de la tarde. Leinad ahora se estaba duchando, porque vio en la televisión que era bueno que la gente se bañara y que además era rico. Lo primero no lo convenció en lo absoluto, lo segundo sí o al menos quiso comprobarlo. El no sabía si el acto de que le cayera agua helada en el rostro era placentero, pero el resto le dijo que sí lo era y todos se metieron en la ducha con él. ¡Salgan! Se escuchó a lo lejos, bueno a cuatro metros de donde yo estaba se separaba la ducha. Leinad salió semidesnudo del baño, el resto trató de invadirle la mente y él sintió el ardor en su nuca.
El sol se puso, siempre se pone. Leinad, sin saberlo, ya se había bañado, cambiado, vestido con ropa nueva y peinado con los dedos, lo hizo inconscientemente: tenía enamorada. Se asomó en la calle. Nada, no hay nadie hoy. Fue a la cocina y se sentó en una de las sillas del comedor de diario, la cocina estaba pintada de rojo, como siempre.
Apenas entrabas por la puerta de esta te encontrabas con una mesa roja de metal, luego, lo segundo que veías era el lavabo y, al lado de este, un espacio para poner los platos limpios (tocaron el timbre). Al frente del caño estaba la despensa, en la parte superior había especias, aceite, café, una zanahoria y tarros de leche. Bajo la despensa (tocaron el timbre) había aire y luego una tabla/repisa donde estaban los cubiertos, las tazas colgando de la pared y el café pasado en un vaso, desde hace unas semanas, él no lo había pasado. (Esta será la última vez que tocaré el timbre, más vale que conteste). Bajo la tabla/repisa, había dos puertas que tenían dentro vasos, más tazas y objetos de cristal. Este patrón de los tres estados del absoluto de la cocina se repetía en toda la pared, frente al caño, que medía unos diez metros aproximadamente. Cuando acababan los diez metros de largo, había una puerta que colindaba con el refrigerador y las ventanas están (Leinad salió corriendo a abrir la puerta) ya no importa.
En la puerta, ustedes saben quien era. Leinad la tomó del brazo, la invito a la sala pero ella se resistía a seguir andando si es que no recibía un mimo entre lenguas. Leinad se lo dio (secretamente había estado practicando, no conmigo, sino con una esquina del refrigerador de la cocina) Leinad la beso, la beso como se aguarda en un hospital, como se añeja un vino, la beso como pudo. Está bien, ahora puedo sentarme. Leinad creo que cerró la puerta y luego se sentó en la escalera con ella, o no, creo que primero cerró la escalera y luego se sentó en la puerta, no importa mucho. Se quedaron callados por doscientos treinta y ocho segundos hasta que Leinad estornudó.
¿Nunca me engañarías, no mi amor? Leinad volteó hacia la cocina y luego a la muchacha y luego a la escalera y no dijo nada. ¿Seré la única a la que besaras eternamente, no? Leinad lo negó rotundamente, ¡Pero porqué si es tan rico! ¡Porque no querrías que bese con otras, cuando no estés, si es que sólo quiero placer! Leinad había hablado, bueno a medio gritar. Él no entendía porque se le estaba prohibiendo la libre satisfacción de su placer. Parece que esto no va a funcionar, argumento contundentemente sin ninguna razón la mujer, ¡Si tu me amas a mí entonces no tienes porque besar a otras! Pero ¿besar y amar es lo mismo? Leinad cuestionó confundido. La mujer se quedo pensando mientras jugaba moviendo sus pies alrededor de una mancha circular que se había formado en la alfombra. Bueno, no es lo mismo, pero si me amas a mí, significa que yo te amo a ti y sólo el que te ama tiene derecho a besarte. ¿Quién dice eso? Preguntó tranquilo Leinad. ¡No entiendo porque no entiendes! ¡Yo vine aquí a ser contratada para una relación sería! ¡Esperaba muchos años de amor, resguardo, besos y alimento de ti! Leinad no entendía nada, más bien, se enfocó en esa figura que según lo que la chica decía era la fidelidad.
No puedo satisfacer mis necesidades de placer, pues el amor (tomando este contrato como amor) me lo restringe a una persona, si la televisión dice que en el amor te debes preocupar por la felicidad del otro, como está señora va a pretender que solo la bese a ella y sólo cuando se aparezca según su horario. Eso es ser egoísta. ¿Dijiste algo, amor? Ella volvió. ¡Sí, eres una egoísta! ¡Yo también tengo necesidades de placer y mi ley me ampara a satisfacerlas con quien yo quiera! ¡Así que no me vengas aquí a poner condiciones absurdas! La cocina era un amor perfecto.
La mujer movió la cabeza interpretando una negación, y cómo último recurso dijo: ¿Y sí tú me vieras besándome con un chico? ¿Acaso no te enfurecerías? Acabó con el último cartucho la mujer y Leinad, ¡Claro que me molestaría! Me molestaría porque tú, sabiendo que yo estaba ahí (o no preocupándote de que yo no te viera), lo besabas. Sí nunca te hubiera visto, no me molestaría. La chica se calló. Todo tenía sentido para ella, Leinad tenía razón: el ser humano no debe de ser privado de su placer personal a causa del egoísmo y malas costumbres del resto. Sin embargo, esto aparecía muy complicado para la señora, Leinad estaría condenado a estar sólo satisfaciendo sus impulsos en la cocina. La mujer se fue antes de que se empezara este párrafo.
Leinad salió detrás de ella pero no la llegó a ver. Se fijó y el árbol, al cual había abrigado hace un par de días, había sido víctima pues ya no tenía su frazada gris. Leinad salió corriendo, dio vuelta en la esquina de su casa (él vivía en una esquina) y continuó buscando a la mujer. Luego de haber corrido media cuadra, observó que en la otra esquina había un montículo hecho de desmonte, una especie de resguardo compuesto por ramas y hojas. Una de las esquinas de la frazada, que le había sido robada al árbol, se asomaba en el refugio. Cuando Leinad metió la cabeza dentro del cúmulo de arbustos cortados, se dio cuenta de que en esa cabañita improvisada vivía la mujer. La mujer que hace unos minutos había salido desesperada de su casa. Leinad no lo podía creer, no entendía como una señora tan bien educada según las pocas normas sociales que empezaba a conocer, pudiera vivir en tales condiciones. Al cabo de unos segundos la mujer llegó corriendo, parecía que le había dado la vuelta a la manzana para despistar a Leinad, pero él, desde que salió de su casa, ya estaba perdido.
¿Que Qué hago acá? ¡Salí a buscarte! Y ahora me doy cuenta de que tú fuiste la que le robaste la frazada al árbol ¡Tu eras la que se le estuvo robando la frazada los últimos días! La mujer sintió la culpa como la neblina, todo tenía sentido, la nube plateada de neblina era el egoísmo. Sí, en realidad yo nunca quise ser tu “enamorada”, ella nos contó: cuando estaba pasando por tu casa la frazada era lo que necesitaba, así que la tomé. Cuando me encontraste tuve que mentirte, la mentira fue sentida como perfume en el sudor de Leinad, él había corrido y estaba cansado. Ya no le importaba nada, los celos, la fidelidad, el egoísmo, todas eran palabras y Leinad mucha hambre.
TERCERA SECCION
I
Hay días en los que el hambre suicida y nuestro curriculum se nos deshace en la boca como flores heladas. El punto en el que el agua ya no nos puede seguir llenando el estómago y los restos de pan-piedra, que Leinad hallaba en la despensa de la cocina roja, ya no están. Todos tenemos hambre. A algunos el hambre nos da miedo, quizás, otros no han conocido lo que es estar lleno y por eso no huyen de él. Leinad aún está trotando en su cuarto, persiguiendo a alguna hormiga para ver dónde termina a parar. De repente, sin que nadie se lo diga, ni si quiera yo, se levanta. Tenemos hambre.
En las repisas, en el florero, bajo la cama, incluso dentro de algún lapicero, buscamos comida. No, en esta casa no, gritó Leinad, cuando se dio cuenta de que no había a quién echarle la culpa, pues él era el único responsable de que ya no hubiese alimento. Los residuos grumosos de margarina que acababa de sacar de la hielera ya no aparecían como un cúmulo de grasa propicia para alimentar a un ser humano. ¡Los escalones!, siempre caen migas ahí, pensaba Leinad, siempre. Se acomodó frente a la escalera, agazapando su cuerpo y doblando la espalda (derechita) para buscar migas de oro. ¡La gente se las comió! ¡No es mi culpa!, apoyado frente a una pared color crema, que conformaba el límite de la sala, Leinad se ocultó para pensar. ¡Ya! qué hacemos, no, a ver, de algo deben vivir el resto de personas ¡Las de los buses deben alimentarse también! De alguna forma deben adquirir o crear su sustento. Solo hay dos opciones, pensaba. Crearlo, no creo, y si fuese así, yo también podría crearlo. ¿Puedo? No, no, ellos no me han dicho eso, rezaba en voz baja. Entonces, de alguna forma, la comida se me debe ser otorgada, supongo.
Veamos, afuera he visto comida, o al menos, he visto gente viva, eso significa, solo que comen. Gente viva, gente que come. La columna que sostenía a la sala, donde Leinad se estaba apoyando en estos momentos, se enfureció y calentó los brazos de Leinad para que éste se alejara, se escuchó a lo lejos, nunca confiaré en esta sala, es demasiado grande.
Qué miedo volver a salir. Los carros afuera (en la calle) desvestían monjas y la cuadrilla militar, que venía avanzando una cuadra antes de mi casa, se asomaba al lado derecho de las orejas de Leinad. La piel de todos, hecha escamas resecas, andaba con falda y sacos y corbatas vistiendo hombres calientes que pasaban frente al árbol que protegía la casa de Leinad. (Sí, afuera hay un árbol). Para llegar a la puerta principal de la casa, cualquier persona debe subir tres escalones de veinticuatro centímetros cada uno. Esto fue medido con dos reglas de veinte centímetros. Primer escalón, setenta y dos centímetros sobre el nivel del mar, segundo escalón, cuarenta y ocho centímetros sobre el cemento ardiente, tercer escalón, cero, cero metros sobre cero pilares de sal. La calle es una bonita escultura.
Leinad observaba preocupado, su mirada se aventuró a señalar un pequeño local, o una cabañita, no se cómo podríamos llamarle a eso, donde una señora, lamentablemente no tan gorda, vivía. Ella debe tener comida, pensó: si vive en una casa tan pequeña no me será muy difícil ubicar la cocina, ni la despensa. Pero, alto: la pista, ese abismo empedrado, no, no le creo, es demasiado solidó para pasar sobre ella, que pasa si me tuerzo un pie o me hundo, ¡los autos me comerían! Pero ¿si no existe otra señora viviendo en una cabañita más allá, en otra cuadra? Debo aprovechar esta, está ahora. La mirada con miedo de Leinad, se inundó de dudas y no creyendo en nadie, salvo en sus pies, atravesó la zanja metálica de piel de ciudad que lo limitaba. No, no lo hizo, solo me pareció. Ahora sí. Ya ahora sí. Es que justo un auto pasó por la pista que lo separaba de la otra vereda y pensó que dos autos no podían pasar al mismo momento por está y, aprovechando lo impredecible, cruzó (con los ojos cerrados).
A dos metros de la casa de la señora, en vez de acercarse, rápidamente como lo haría cualquiera, prefirió observarla desde lejos. La señora era extraña, bueno era como cualquier persona, pero el espacio de su cocina se sobreponía a los otros espacios, pues toda la comida estaba disparada en las paredes de su pequeña casita. Era extraño, no tenía nada de carne, ¡ah claro! Es que no tiene refrigerador pues, pensó Leinad. Aunque creo que lo comprendo, la señora vive en su cocina, no es que la cocina subyugue a los demás cuartos. Debe ser que su sala (que miedo), debe estar en otro local junto con la terraza, posiblemente, y su baño en otra calle, y así sucesivamente con las demás habitaciones. Sigilosamente, Leinad se iba acercando a la vieja casita blanca, con franjas azules, que estaba en esta esquina, a media cuadra de su casa. Unos pasos después, se detuvo.
Un sujeto se le adelantó, los sujetos que se adelantan siempre llevan una gorra, Leinad por esto las consideraba malignas. Un maletín llevaba de la mano al señor, un carro atravesó. Era uno de esos camiones que cargan gas: Leinad leía: “prohibido fumar a menos de cincuenta metros de aquí”. Leinad se empezó a preocupar, él no sabía fumar pero tenía miedo de hacerlo inconcientemente, como otras cosas que su cuerpo producía. Salió corriendo, y cuando este camión se desvaneció entre un parque, Leinad retomó su investigación. Bueno, entonces, ahí hay comida, en la casita, ahora qué hacemos.
Agazapándose, saltando entre los cuadritos de las veredas, colocando sus brazos en la parte baja de su espalda y levantando la cabeza, Leinad tomó una bolsa de papas fritas que colgaba de la cabaña y la abrió. Los ojos de ira de la señora la remontaron a su pasado, la única solución hábil para este tipo de casos. Se le vio correr a Leinad perseguido por esta señora con una escoba, no sé de dónde salió. La mujer callada empezó a gritar, ¡Ladrón, Ladrón! ¡Tráiganmelo! ¡Agárralo! ¡Agárralo! El último golpe de la escoba, golpeó a Leinad en la nuca, este cayo rendido en el piso. Él no entendía. Un señor anteriormente había hecho lo mismo y no había sufrido de tanta furia. Creo que las únicas personas que podían comer de estas casitas en las esquinas eran las que poseían un traje o un terno, pensó Leinad. Pero ¿cómo conseguir un terno? Se cuestionaba y su cabeza daba vueltas. Sus ojos, aún cerrados, fueron abiertos a la fuerza por la señora que aún cargaba el arma en la mano. Leinad, hoy, aprendió de armas mejores que ligas. ¡Qué te crees! ¡Que puedes venir aquí a robarme mis papitas! ¡Acaso no te han enseñado que robar es malo!, ahorita vas a ver cuando hable con tus papas, yo los conocí. (Leinad obvio la última parte. Yo también). El viento corrió por las mejillas sudadas de Leinad, toda la gente tiene derecho a sudar.
Tengo hambre, proclamaba Leinad mientras se retorcía en el suelo, ¡Pero tienes que comprarlo! ¡Yo también tengo necesidades! añadió la señora, ¿Usted también tiene hambre? ¡Cómase unas papitas pues! ¡Si están ricas!, comentó con un tono descubridor Leinad, ¡¿Para colmo me bromeas, no?! Las palabras sabias, que pretendían ser consejos para la señora, le respondieron a Leinad con una cachetada en la mejilla sudada y con tierra que poseía. Qué he hecho, se lamentaba el pobre, la señora dándose cuenta de su dolor lo levantó, Tienes que comprarlo, le dijo. ¿Comprarlo? Leinad nunca había escuchado esa palabra. Él nunca se había sentido comprado, ni menos había comprado algo en su vida.
Me das dinero y te doy la bolsa con papitas, es así de simple, fue lo que dijo la señora mientras ayudaba a Leinad a pararse, Ya entonces es un intercambio, pero ahora que voy a hacer para que alguien me de dinero, Leinad lanzó un grito de frustración. Los buses seguían pasando y, dentro de estos, gente con dinero en los bolsillos se iba esfumando. Debes trabajar para conseguir dinero. ¡Y quién me dará trabajo!, ¡Ah! esa no es cosa mía, lo único que yo hago es vender estos productos, y debes saber que lo que haz hecho está mal, sentenció la vendedora. Bueno, ya, ya, pero baja la escoba, me asustas, la sala se convirtió en escoba, la jaula se ha vuelto pájaro, el dinero en papitas y Leinad seguía con hambre. Ya, ya llévate las papitas, pero es la última vez, llévatelas porque uno no puede vender cosas abiertas, ¿No puede?, preguntó Leinad y una sonrisa se le dibujo en la cara, pensó abrir todas las bolsas de la señora para que luego se las regale, pero algo en él no se lo permitió, el mal, el mal, el mal, el mal es largo e indefinible, es mal juzgar las acciones del resto sin ahondar en su pasado, en sus necesidades, era terrible pensaba él, y ahora sigo con hambre, sin dinero, sin empleo.
Leinad ahora tenía nuevas necesidades, era todo un proceso que lo confundía y aterraba, necesito un trabajo para conseguir dinero y dinero para conseguir papitas. Leinad ya había visto unas cuantas veces al señor con saco de la escena anterior, todos los días a las siete y media de la mañana cruzaba la esquina puntualmente. El tiempo parecía importante para él, Leinad nunca tuvo un reloj. El dinero era para él pequeños trozos de metal. ¡Claro!, recordó, Alguna vez tuve una moneda. La encontré en mi sala, en una expedición a la caverna de fuego. El dinero se encuentra, algo así me dijo la señora de la tienda. Bueno, quizás ese señor en terno estaba yendo a buscar dinero, ¿Eso hacen no? Bueno, yo también puedo, pero debo ir bien vestido: después el dinero quizás no quiera venir a mi porque me ve sucio y qué hago yo. Habrá que buscar algún terno en mi casa. No sé, creo que he visto uno, aunque está algo viejo.
Leinad tenía la idea de un trabajo que le aseguraría un almuerzo, la búsqueda del dinero logaría satisfacer sus necesidades. La señora de la bodega aún lo observaba pues él no se había movido, el señor con terno ya estaba trabajando, la gente en los buses aún tiene dinero en los bolsillos y Leinad ya no tiene hambre, las papitas estaban ricas.
¡Ah! Por fin, exclame cuando vi la puerta de mi casa. Una puerta denodada, dedicada egoístamente a la seguridad. Primero, rejas en la parte central de la puerta que cubrían el número de mi casa: Cuatro once. En realidad las rejas escondían el número porque a Leinad le encantaba ver como las personas se perdían en el intento de refugiarse con él. Hacía especial su hogar. Bueno, en la puerta principal de su casa, también había un cerrojo que tenia conexión con una biga de metal que obstruía el ingreso al domicilio. Finalmente, con una llave minúscula se abría la última tranca al lado izquierdo de la puerta, una dorada con una manija imposible de girar. Leinad entró a la casa.
Un terno, se le vio correr por los escalones como siempre lo hacía, la sala era un cementerio de fango y el nunca confió en los cementerios de fango. Uno tras otro los escalones desaparecían, mi cuarto está a la mano izquierda, nos dijo, al fondo hay otro cuarto que no sé de quien es, al costado del cuarto que no se de quien es, hay otra habitación con dos escritorios juntos, cada uno de dos metros a ambos lados. En ese cuarto, también había una puerta de vidrio antigua que te llevaba a un balcón, que se conectaba con el cuarto que no se de quien es. Habían dos balcones, otro día nos contará sobre el ellos. En ese cuarto, de los escritorios, siempre hay algo escondido, atrás de los dos escritorios hay un armario, creo que alguna vez fue usado como almacén. El armario era de color verde marino y la pared fucsia. Lo abrió, sí, lo abrió. Veamos.
Leinad introdujo su cabeza en el armario de noche, olía a viejo, como los libros, se había olvidado de prender la luz. Al prenderla su frente se iluminó, la luz era amarilla, ah sí, este cuarto también estaba cubierto de alfombra, alfombra de espejo (felpudo) marrón. A ver, hay un pantalón de los sesentas acampanados, está interesante, una casaca de cuero, es una talla pequeña, demasiado pequeña para hombres grandes. Hay muchos sacos pero de mujer, eran bien bonitos, uno rosado estupendo, ¡Un terno gris!, hay muchos juguetes viejos, no quiero verlos, Leinad cogió el terno y cerró, empujando fuertemente la puerta del armario. Apagó la luz. Fue a su cuarto. Frente a su cuarto estaba el baño. Cerró la puerta de su cuarto (no puedo entrar).
Quince minutos después, se le ve a Leinad como todo un señor, en terno gris, no tenía camisa, en vez de esta llevaba un polo blanco, sí, sí estaba limpio. Vamos, ya es tarde. Son más de las siete y cuarenta, (mucho más en realidad). El tiempo no es más que una invención como otras cosas, como el papel higiénico y Leinad lo sabía. Bueno, el sujeto en terno sale a conseguir dinero, yo también puedo. Leinad bajo las escaleras, la cocina estaba portándose bien aguardando por los alimentos, Ya vuelvo, le dijo Leinad y escapó de su casa. La gente en la calle lo vio sin maletín y se rió, en vez de este, Leinad cargaba una bolsa blanca. Empezó a caminar, la barriga le sonaba, caminó varias cuadras. Buscando un trabajo (dinero (comida)).
Su primera ganancia fue de cinco centavos. Descubrió que a una cuadra de su casa, había un supermercado que daba el vuelto de las compras de los personas en centavos. Ahí Leinad haría su fortuna. La gente no necesita centavos. Leinad veía ahí una mina de oro. Sin pensarlo mucho, Leinad tomó el centavo del piso y lo colocó en su bolsa. Todos tiran los centavos al piso. Su objetivo de poder comer ese día se acercaba impetuoso. Leinad tenía trabajo, hasta que ya no hubiera monedas que recoger, o días que comer.