Aunque este nuevo poemario de Carlos Quenaya, trocado en Palabras del pequeño novelista (Lima: Cuarto de Espera Editores, 2023), se resuelve o alcanza su ápice hacia el final de la segunda tercera parte del volumen:
Olor del mundo
Juguete de los labios
Olor del cielo en la nariz
Aire que derribó la frente
Sonajero de los límites
Tiempo puro al orinar
Copa celeste y párpado
(hojas redonditas)
Cuerpo enclenque y joyas
Piel de ensueño
Piel adherente en el mar dormido
Sumido en el lecho de la arena que susurra
Vuelvo al agua del sonido
Poemas briznas prismas
Clavado entre lo ausente como un rayo.
De modo calculado, y no menos certero, el autor nos conduce hacia un segundo final, el cual coincide, propiamente, con los últimos versos del libro:
Nunca olvidaré —piensa
La postración y la carcajada
El vigor sexual, la estupidez
La mirada ávida y la música de la radio
La melancolía anticipada de una vida a la par insulsa y promisoria
La maduración de la voz, la conciencia oscura del cuerpo
El extrañamiento, la rutina
El desayuno tibio en el estómago
El deseo fogoso de terminar y encontrar algún secreto enterrado
[en mí
La sorpresa de mi propia pasión
El sistema nervioso
ridículo y sexual
La flacura extrema e incalculable.
De manera semejante a lo que sucedía en Ciudad Trilce (2009) de Christian Vera Osuna (Bolivia, 1976) donde, aunque no se le asumía del todo, se intuía una salida a la cárcel del lenguaje: “En la faz latente de Ciudad Trilce indomables parvas atraviesan la porosidad metálica del cielo, del lenguaje”; en cambio, con semejante lucidez en ambos hacia lo construido en nosotros y el mundo, Carlos Quenaya abre y despliega en este nuevo libro la propia sorpresa y gozo de su multinaturalismo. Versos ditirámbicos, en suma, pero no en encomio de Dionisios; sino en loor de encontrarse y reconciliarse con una cotidianeidad, de por sí, y acaso por excelencia, incluyente y multidimensional. Esto último, de algún modo, ya se venía venir en el proceso de lo que han sido sus poemarios anteriores: en la persecución de la verdad con la mente, iluminarse, más bien, con las mentiras del cuerpo y las chácharas de la naturaleza. Si Barthes llegó a fugar de la caverna, pero retornó a ella por amor a la doxa; Quenaya dibuja algo análogo, aunque desde un taller más humilde o a tono con su destino sudamericano. Un taller donde se nos permite entrar y percatarnos que allí no son sólo los humanos, sino los objetos y espacios inanimados los que poseen una propia identidad y agenda y hacen cosas con el lenguaje (¿piensan?). Son varios los pasajes, en Palabras del pequeño novelista, donde estos discretos partos ocurren; pequeñas frases como conceptualmente a la inversa, a modo de la sintaxis criolla del habla de la selva peruana:
En la erizada noche.
Fantásticos destellos surcan la pulpa del jabón
Y en su pecho anida la música más antigua
He comprendido la alteración del ser
Boca del fruto
Alzo mi cuerpo
Contra lo oscuro encaramado en un pozo
En un lugar extraño irradio el nombre
Y me duele la sal de los extremos labios
Tocado por la música
con mi cuerpo escribo
En el corte transversal que constituye toda lectura, hemos trazado también aquí nuestra propia hipotenusa. Que este poemario podría haber sido algo más breve, probablemente; que acaso no sean imprescindibles las referencias de la enciclopedia, podría ser; que se cuelan algunos lugares comunes, a quién no. Sin embargo, en el parnaso de la reciente poesía del Perú, qué duda cabe, la presencia de Carlos Quenaya por su ambición, inteligencia y entrega a su arte se ha tornado imprescindible.