Al modo de Daniel Alcides Carrión

A Lastenia, i.m.

Al modo de Daniel Alcides Carrión, aunque en el área de las Humanidades o de la poesía peruana, Juvenal Agüero se auto-inoculó el virus del anonimato.  Entiéndase, el manejarse sin grupete de amigos o de colegas en esta área y, lógico, lo esfumaron de ciudad y campo.  Corre ya el año 2022 y, al menos en el Perú (su patria), Juvenal es un total desconocido y, en respuesta a esto, debe ganarse tenaz y meticulosamente la existencia.  Objetivo cumplido, entonces.  ¿Qué pasó, qué demostró?  Que la literatura no la hacen los individuos, sino las instituciones por más equivocadas o periclitadas que éstas sean.  Que cuando un determinado autor (si es que esta categoría aún debe permanecer) se adapta o se maneja en consonancia con alguno de aquellos clanes o grupos todo puede ir sobre ruedas; es decir, uno entra en el canon y se coloca en algún punto del partidor.   Pero si no.

Un  desencuentro clave de Juvenal, iba a decir una de las principales fugas en el sinuoso galvanizado de sus desgracias, se produjo de modo muy puntual.  Corría el año 1994 y a  Juvenal no le agradó en absoluto la poesía de una colega.  No recuerda qué gesto improvisó en la cara; pero éste no le gustó, asimismo  en absoluto, al yerno de aquella poeta, uno de los dueños de El comercio; el cual  le devolvió la mueca elevada al cubo y deletreando, entre pelos del bigote y labios, algo aquí impronunciable.  Obvio, Juvenal se jodió ante el 80 o  90% de las comunicaciones en el Perú.  Aquella suegra de yerno tan suspicaz y Juvenal, junto a otros dos poetas locales, leían en el “Encuentro con la Poesía Hispanoamericana” organizado por Jorge Cornejo Polar,  aquel mismo año en la Universidad de Lima. Dicho yerno se  sentaba en primera fila y, para ser precisos,  justo frente al lírico escenario.  Festival de la Universidad de Lima del dramático arrivederchi —sobre una  silla de ruedas– de Emilio Adolfo Westphalen ante un numeroso y compungido público; aunque el autor de Las ínsulas extrañas sobreviviría, gordito y contento, por unos diez años más gracias a las oportunas y múltiples atenciones que le prodigaron en la clínica Maison de Santé (sede de Chorrillos).  Luego, ya no con El comercio, sino frente a la ancha base de la pirámide del Perú que constituye la  Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), y sin explicamos del todo el por qué,  Juvenal cayó de pronto tan mal allí.  Hasta el punto que ni compartiendo semejante vaso de chicha morada, con respectivo sánguche de  palta, en análogos kioskos del campus, sus colegas de Letras  –por un par de años (2018-2019) el protagonista de Prepucio carmesí enseñó redacción en EE GG Ingeniería– no lo hubieran invitado siquiera para hablar  de  “Huaco” (Los heraldos negros), poema sobre el que Juvenal era muy elocuente y no menos persuasivo.  Pregunta acaso demasiado extensa para respuesta tan sumaria.  Juvenal jamás acreditó en orientaciones  neo-hispanas ni neo-indigenistas; ni en, programáticamente, pitucas o damnificadas.  Ambas actitudes, creía Juvenal,  atentaban contra el libre pensamiento y la inmotivada alegría; auténtica medida de lo humano, añadía para sus adentros aquel ex vecino del barrio de Breña.  El problema estriba siempre  en cuánto, a costa de tanta anuencia, nos vamos cargando de poder y poco a poco transformamos  nuestro complejo, único  y expresivo rostro en una vulgar cara de poto, perdón, de palo.

Por otro lado,  ¿cómo iba la química de Agüero con las actuales hornadas peruanas de escritores o periodistas o curadores o acróbatas de la cultura?  Amnésicas, orgánicas a la hora  del vitute y nerviosas por todo; obvio, soslayaban al arrecho irredento que siempre fuera el del trágico accidente con la cremallera (Prepucio carmesí).  El mismo que –¿acaso  lo ignoraban?– precipitara el deceso del escurridizo beato, Martín Adán (Juan Mejía Baca dixit).   Nada, pues, con los para siempre sub veinticincos ni sub treintas; ni con aquellos que pretenden ser filósofos a la hora de pergueñar sus versos, sin jamás haber aprendido, de modo paralelo y cotidiano, del insondable arte zen de hacer su cama.  Y en esto Juvenal no discrimina entre X e Y.  Mucha barba, la parafernalia de alguno de estos nuevos tabloides, para tan poca quijada.

Chateaba Juvenal hace poco, con alguno de los poquísimos amigos que le quedaban, refiriéndose a V & C  y su ceguera ante César Vallejo … mosquitos aturdidos por su propio zumbido y atentos a la venia de los que mueven el asunto en Argentina o en México…  al otro lado del WasApp alguien se cagaba de la risa.  Porque Mingo cada día y cada vez más, y tormentosamente, sabe que es un impostor; tal como cada uno de los kloakas y, un poco más atrás, cada uno de los canillitas de HZ.  La cuarentena tuvo el mérito de obligarnos a sumir el estómago y despojarnos de lo prescindible que es casi todo en la, más o menos reciente,  poesía letrada del Perú (y pareciera, asimismo, del mundo por más buena voluntad que pongamos en nuestra lectura).  Vaya libelo.  Coincidencias, más bien, que compartían de vez en cuando –y de puro aburridos– aquellos amigos.

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