Vélez, Julio (1992). “Martín Adán: la palabra y el laberinto”. Revista Iberoamericana 58 (159).
Julio Vélez (1946-1992), poeta y escritor español, nos brinda un sólido hito desde donde orientarnos y profundizar en la obra de Martín Adán. Junto con apenas un puñado de textos críticos más, desde aquellos fundadores como los de José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez y Estuardo Núñez, este breve ensayo es de análoga categoría.
En su opinión [la de Rodríguez Monegal] el mestizaje es la gran aportación que puede hacer el continente. Observa que “[…] ha llegado la hora de que América Latina enseñe de urgencia a Europa algo que ha aprendido a costa de largos esfuerzos: la salvación está en la síntesis de culturas, en la integraciòn, en el mestizaje” (668) [Amálio Pinheiro, O meio é a mestiçagem].
Si por mestizaje, término que tiene su origen en una jerarquización racial, entendemos la integración cultural, es decir, la dominación de una cultura sobre otra y, por tanto, la desigual representación de la dominada; por transculturación, en cambio, entendemos un proyecto marcadamente ideológico que tiene en su pensamiento medular la expresión esencial de las diversas culturas (669).
Para concluir atender la tercera de las caras de la modernidad hispanoamericana, la insular en cuyo interior entiendo debe abordarse el estudio de Martin Adán. Desde luego Lezama ha escrito esclarecedoras y lúcidas páginas sobre lo que el llamó “teleología insular” y, más recientemente, Benítez Rojo aborda el tema desde el punto de vista de la postmodernidad en su hermoso libro La isla que se repite, aunque en ambos casos la insularidad se refiere exclusivamente al Caribe y mi propuesta de lectura de Martin Adán se refiere a un escritor andino. Para ello volveré al concepto de praxis vital esbozado líneas atrás. Si para [Peter] Bürger la propuesta vanguardista consiste en su conexión con el arte, la modernidad insular va a defender en la práctica el concepto que podemos denominar marginación consciente. Este concepto no tiene nada que ver con un aislamiento más o menos social de la esfera humana, ni con una defensa de premisas individualistas, sino al contrario, con una necesidad irrefrenable marcada por el propio acto de la creación. No es el viejo principio demiúrgico del romanticismo tan querido por la vieja Europa y que encontró, tal vez, su expresión más certera en Shelley y su Defensa de la poesía; en Martín Adán, al contrario, es la constatación de un círculo que cada vez es más densamente verbal y metafísicamente vacío. Si en Primero sueño, sor Juana une pensamiento y lenguaje en un barroquismo más conceptual que culterano, Martín Adán muestra la inutilidad del pensamiento lógico en el poema y aboga por una compenetración armónica y silenciosa. No se trata ya de una presencia platónica y pitagórica buceadora de la Tetraktys que fusiona espacio y tiempo en un universo regido por valores sensoriales, en los que la muerte se transfigura eternamente en cuerpos distintos, sino de una presencia inefable del silencio que es a la par desierto y arena. Un claro exponente se puede encontrar en su poema, “Poesia, mano vacía …” (669).
Ricardo González Vigil hace un análisis pormenorizado de este texto que, para él, es un claro ejemplo de una “poética Anti-poetica” (41).
En mi opinión es, además, un texto paradigmático de lo insular. La palabra y el laberinto se dan la mano en una yuxtaposición de sujetos liricos: la casa exterior y la interior. Pero ella, la poesía, habita la exterior. Esta yuxtaposición aparece desde la primera estrofa, poesía/mano vacía … (la del poeta); poesía/mano empuñada (la del poeta de nuevo, pero que inútilmente intentará asirla); nada (del poeta)/ Dia (fulgor de la poesía) y que continúa a lo largo de todo el poema. Esta yuxtaposición de sujetos no es casual en la obra de Martín Adán; al contrario, desde La casa de cartón es una constante en su producción. En su novela nos encontramos con un sujeto multiforme y fragmentado que provoca la aparición definitiva de un personaje yuxtapuesto. Igualmente sucede con el tiempo. El resultado es un caos, un texto hermosamente poético en el que el hastío no está ausente, sino que su presencia se corrobora a lo largo del mismo. Volviendo al poema es posible observar que el poeta es sólo el testigo de una presencia que se pronuncia a sí misma sin que la palabra alcance a encontrar en este laberinto de silencios y voces el sonido que trasmita su fulguración más primaria. No se trata de negar su existencia; al contrario, es una corroboración de la misma. Pero esta afirmación existencial implica la negación de su traducibilidad en palabras. Sólo desde la marginación (“Casa que asaz busco en la mía …) el poeta puede aspirar siquiera a tocar su dedo pequeño. Una isla no puede aspirar más que a las olas que lleguen a sus costas y playas. La inmensidad del océano no cabe en un grano de arena (670).
Entre la palabra y el laberinto, afortunadamente, la lucidez de Martín Adán. La lucidez de un hombre y de una obra que en De lo barroco en el Perú, escribió:
Creo que la mejor literatura peruana futura será como la hasta hoy escrita, y no con peruanismos a la letra; que será peruanísima alguna vez, por modo inadvertido (671). [Coincidencia con Vallejo… y Arguedas]
Entiendo que queda claramente reflejada la presencia de lo autóctono en lo insular con esta cita de Adán (671).
La concepción barroca de Martín Adán no es ni la española ni la caribeña. Posee más puntos de contacto con Primero sueño que con los textos canónicos del barroco caribeño y español. Su raíz no está en la naturaleza exultante o en la palabra mágica que define metáforas adjetivales, sino en la altura: la altura de la Piedra y, de lo que es lo mismo, la altura de la Soledad (671).
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