HACIA “FERVOR DE TRILCE”, ACTOS CELEBRATIVOS PARA 1923
Tanto Trilce (1922) como Fervor de Buenos Aires (1923) responden a un mito inscrito en el paisaje o perspectiva post-antropocéntrica. Ni utopía ni distopía; sí, post-antropocentrismo. Luego del predominante y artificioso escenario modernista, hasta los años 20 del siglo pasado, la poesía de la región recuperó el paisaje. Aunque no de un modo costumbrista, como en principio pareciera, ni romántico (no es fervor por, sino “fervor de”, el agente en aquel poemario de Borges); sino, literalmente, fundiendo lo humano con el entorno. Mejor dicho, la complejidad del paisaje como un soporte más adecuado para lo humano. Entre, esto último, la epifanía y no menos el mito en tanto respuesta o “giro ontológico” (filosófico, antropológico) frente a los rígidos escenarios de lenguaje (a modo de un hegemónico “giro lingüístico”) o, más bien, auténticas cárceles semántico-prosódico-rítmicas en que, de modo usual, se solazaba el poema modernista. Por cierto, sin poder soslayar o evitar, en grados distintos y según sus cultores, dialogar con el mito subyacente. En demostrar y distinguir estos distintos grados de diálogo y combinación entre “escenario” (lengua o antropocentrismo de catadura más bien cosmopolita) y paisaje (ontología o post-antropocentrismo de carácter amerindio) es que se juega, hoy en día, una comprensión sustancial de lo que fue el Modernismo hispanoamericano (siglos XIX-XX). Y, no menos, asimismo el entendimiento de lo que constituye el tránsito actual (siglos XX-XXI) de la poesía en toda nuestra región. Una poesía, a modo de Trilce (1922) de César Vallejo, que para nada apunta al folklore local; sino que desea hacerse reconocer y valer, sobre todo, en cuanto poderoso mediador conceptual con el mundo. Tal como lo vamos aludiendo, “El diálogo Borges-Vallejo: un silencio elocuente”, se constituirá en las coordenadas desde donde nos gustaría constatar, o no, las oscilaciones entre fragmento y “fermento” entre la poesía argentina publicada del 2000 al 2022.
Ejemplo I
Samuel M. Cabanchik: “Entero entre juguetes rotos”
(Samuel M. Cabanchik, Mantel de hule, Buenos Aires: Ediciones en Danza, 2018)
*¿“Una palabra puede ser una ventana
abierta a la luz de la noche”
**“Hundirse ahora, aparecer detrás,
tomado por lo que no existe”
***“Ya de frente caí en tus labios
y me abraszó el sol”
****Rayo de luz que vela todas tus fotografías.
Si Mario Montalbetti hoy por hoy constituye el más argentino (porteño) de los poetas peruanos, el autor de Mantel de hule sería, por su parte, el más peruano de los poetas argentinos. Obvio, siempre y cuando partamos desde lugares comunes, prejuicios, acaso también caricaturas; o un saber popular que –por colectivo y consolidado– no deja de tener siempre algún tipo de razón: “los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos, de los incas; los argentinos, de los barcos”. Mapeando y proyectando, de esta manera, una suerte de división del trabajo intelectual en la región, del enfoque y proyección del mismo: más logocéntricos o esencialistas, los unos; más no logocéntricos o autónomos los otros. Más epistémicos los argentinos; más ontológicos, por ejemplo, los del ande. Aldeanos (José María Arguedas) versus cosmopolitas (Julio Cortázar), también aquello ha merecido leerse. Sin embargo, la diferencia entre Montalbetti y Cabanchik estriba en que renegando del mito –inscrito en su paisaje y en su entorno–, el primero de los nombrados se queda sólo en el afeite de lo que sería –desde aquellos mismo lugares comunes– ser argentino, wittgensteiniano o postmoderno; es decir, en un impostado y soso voluntarismo anti-aura. Mientras, en cambio, Samuel Cabanchik, con las salvedades de hallarnos ante un filósofo bien jugado y amoroso de la razón, es un notable poeta que entra y sale aleatoriamente del mito; que, al modo de Borges, otorga su tinte emotivo a la abstracción; y que a la larga constituye una isla más –dorada y con estela muy propia– del cada vez más extenso archipiélago vallejiano. Complicidad y protección solar –digamos, en suma, hogareña y otorgada de gracia al poeta argentino– que funciona también como clave de lectura de este poemario: “Envuelto en mi piel de hule,/ voy desde entonces por la vida,/ con olor a puchero/ y a castañas recién hechas”.