Maurizio Medo (Lima, 1965) es un poeta entregeneracional (publicó su primer libro, Travesía en la calle del silencio, en 1988). Como sugiere su último título, también lo imaginamos en el “limbo”, entre aquellos poetas no ubicables ni entre lo canónico del “cielo” (Jorge Eslava, Eduardo Chirinos –falleció hace poco–, Rosella Di Paolo, sólo por citar a los más representativos) o del “infierno” (Rocío Silva Santisteban o Domingo de Ramos –hoy por hoy ambos más bien en el “purgatorio”–, por supuesto). Entre estos dos ríos que van a dar a la mar…, que no son sino las oficiales generaciones poéticas peruanas de los 80 y los 90; ni ángel ni diablo, como decíamos, mas tampoco el típico pasota urbano de los 90. La obra de Medo, por el contrario, desde un inicio ha intentado poner juntas –como en un caleidoscopio casero– aquellas dos tendencias; aunque sumando a esto, también desde un inicio, una personal necesidad indagatoria, autista o interrogativa que constituye, a la larga, su mejor y más sazonado perfil. Perfil especulativo que de pronto se aglomera y se anuda en el hilo del poema, entre la extraordinaria facilidad de Medo para la fabulación, la auto-fabulación y, aunque esto debería justificarse aún mejor en su propuesta, el elocuente aliento de su verso:
A veces callo el poema,
la luz fatiga el tacto
y queda suelto como un hilo.
No sé cómo atar
la palabra y el deseo
Aquí están todos y cada uno de los protagonistas de su poética en proceso, los pares binarios y paralelos de su sugerente logopoeia: luz-palabras/ tacto-deseo. En el entrecruzamiento, preeminencia o permutación de estas variables se juega su poesía. Y ya que uno no es, tal como nos dice el poeta: “aquel que las palabras eligieron”, entonces nos quedan el deseo y el tacto como apéndices de luz, como órganos generatrices del poema:
Reveo el cosmos con el tacto,
me abismo en lo ilegible
Y no puedo asir una partícula fugaz
de tan honda hermosura
Paradójica Sofía, entonces, curioso y particularísimo modo de amor al conocimiento; aunque su limbo puede ser, más bien, sinónimo de lucidez. Desde este lejano occidente reelaboramos, quizá invertimos, lo que son la doxa y la episteme griegas. Y no nos falta razón, aunque en esto aludamos ahora a lo que de santo tenga el santo evangelio: el hombre no es para el sábado, sino el sábado para el hombre. Es decir, y mucho menos tratándose de la creación literaria, no existe una ley o registro teórico inamovible, la doxa es posible se convierta en episteme y, éste –el conocimiento con mayúsculas o la verdad misma– en mera opinión, necia manipulación, bastarda ideología:
Despacio, despacito, que no te invada el estupor.
Tócame, no balbuceo ni trasciendo.
[…]
No soy San Juan ni otro mamífero místico.
En la penumbra rompo lo fugaz de la hermosura
Este específico modo de inversión o transculturación de Sofía ha sido, por lo demás, llevada ya a cabo en el terreno de la poesía contemporánea latinoamericana; pensemos nomás en dos ejemplos puntuales: la Muerte por el tacto (1967) del extraordinario poeta paceño Jaime Saenz (1921-1986) y los poemas, que también por los años sesenta, Martín Adán dedicara a Macchu Picchu. En los dos últimos poetas, pero antes en la poesía de César Vallejo –presentísimo en Sáenz, opaco en Adán–, un gesto es más elocuente que mil palabras; aquí reside el misterio de aquella honda antipoesía: crear cosas, situaciones, emociones con las palabras, jamás hacer un fetiche de estas últimas. Es más, la poesía de Vallejo pareciera no estar hecha de palabras, digamos que sólo se vale de éstas para empezar una tarea de tipo harto manual: radicalmente espiritual y corporal. Asimismo, y tal como también lo ilustran los versos del autor de Trilce, aquella poesía hace ascender el alma a los genitales y, viceversa, descender los genitales al alma. El espíritu (el Verbo) habita ahora en la pinga y en la chocha. Una suerte de teología negativa que no deja de ser quizá profundamente religiosa.
Local y globalizada, la poesía de Maurizio Medo posee a su favor, creemos, el gesto característico de lo que van haciendo los poetas del 2000 en el Perú. Estos, al menos así lo percibimos, mantienen el propósito firme de no hacer más de pasotas, de no querer menear mueca flemática discursiva ninguna [ tipo Cansancio o Discreto vaho ante el espejo, dos poemarios de los 90], pareciera copiada ésta, más bien, de las declaraciones de nuestros ya secularmente fracasados jugadores de fútbol. La curiosidad y el amor y el odio están nuevamente vivos en la poesía del Perú, luego de un largo intervalo general de impostación cisnereana y vates al aburrido modo; los poemarios, por ejemplo, de Roberto Zariquiey, Nacho Infantas Moscoso o Manuel Fernández, así nos lo informan.