UNA OPORTUNIDAD LLAMADA CAÑARIS/ Juan Javier Rivera Andía

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Apenas iniciado el año 2013, la prensa peruana se ocupó de un pueblo hasta entonces casi desconocido, sorprendentemente “invisible” (aunque no aislado). Este pueblo se llama Cañaris y es parte de un área cultural quechuahablante que abarca ambas vertientes de la sierra que se extiende por las casi desconocidas fronteras entre los departamentos de Lambayeque, Cajamarca y Piura. En esta comarca salpicada, en su mayoría, de pequeños caseríos (que bordean la centena) que cobijan unas 30,000 almas. En esta sierra templada, sin carreteras que la surquen por completo, ni redes eléctricas o telefónicas –fuera de un puñado de pueblos mayores, como las capitales de distrito de Incahuasi y de Cañaris- que la relacionen con alguna de las capitales departamentales, tuve la suerte de vivir, como antropólogo en trabajo de campo, por unos años, hasta el 2011.

¿Qué hizo que Cañaris dejara, de pronto, de ser invisible y se tornara en un protagonista de lo que los medios de comunicación y varias columnas periodísticas denominaron “el primer conflicto social del año 2013”? En un contexto marcado por la poca voluntad de diálogo de una empresa minera de capitales extranjeros, y por la desidia de las autoridades regionales y nacionales, Cañaris decidió protestar públicamente. Detuvo y liberó ilesos a los trabajadores –uno de ellos, armado- de una empresa relacionada con la minera; trató de acercarse al campamento minero y bloqueó una vía de acceso que es usada principalmente por la empresa minera. Actuaron así, a pie y provistos apenas de algunos bastones de madera. Después de acciones pacíficas, de prácticas democráticas y de no haber cesado de buscar la coordinación con el Estado peruano; los cañarenses decidieron mostrar su renuencia al tipo de minería que se les ofrece, y su apuesta por un desarrollo fundado en los medios que sustentaron siempre su forma de vida campesina. Tal es su ― para algunos, impresionante, quizá incomprensible ― voluntad.

¿De donde viene esta voluntad, que podía percibirse ya hace más de cuatro años? Es posible que, para los cañarenses, los pocos agentes externos que se han aproximado a su comarca, se debatan entre dos actitudes bastante relacionadas entre si: la ignorancia y la displicencia. Muchos fenómenos de su historia reciente se podrían explicar por una mezcla siempre variable de ambas actitudes: la destrucción, hecha usualmente por unas autoridades locales que hace muchos años que ya no viven allí, de un valioso patrimonio arquitectónico que se reemplaza por cemento; la subvención de la enseñanza de una música que se les quiere imponer como propia por profesores foráneos que ignoran el patrimonio musical único de esta región, la evangelización apoyada en la donación de medicinas traídas de la ciudad; la renuencia a compartir con ellos archivos enteros dedicados a su propia tradición cultural; y, más recientemente, la brutal represión policial que han sufrido hace unas semanas y la suspicaz tacha de “terroristas” que ha recaido sobre los campesinos cañarenses que se pusieron al frente de las protestas.

En efecto, durante años, Cañaris fue invadida por bandoleros que usurparon sus tierras con el poder de las armas. Sin embargo, nadie recuerda haber visto nunca tantos policías como los cientos que, en las recientes protestas, ocuparon la zona y dispararon contra una población desarmada. Ni los heridos trasladados a hospitales públicos, a horas de viaje y sin apenas recursos humanos ni infraestructura, ni el funeral de un hombre de avanzada edad, aparentemente asfixiado por los gases lacrimógenos, han merecido la atención de la prensa ni de la sociedad nacional.

¿Qué más le debe Cañaris el Estado peruano? ¿Las escasas y pequeñas enfermerías empeñadas en imponerles prácticas de “salubridad” y formas de alumbramiento que les son ajenas? ¿Escuelas, a horas de camino, con  profesores que no hablan su idioma ni tienen incentivos para aprenderlo? Ningún agente del Estado que hayamos encontrado alguna vez allí hablaba quechua o se interesaba por ser traducido al idioma mayoritariamente hablado en Cañaris. Por su parte, la “mesa de diálogo”, instalada por el gobierno, ni siquiera se ha planteado un problema tan fundamental para sus objetivos, como si se pudiese dialogar de manera eficiente y en igualdad de condiciones en una lengua que no es la materna. Menos aun se ha planteado el problema de la igualdad en el acceso y el manejo de fuentes de unas autoridades venidas de la capital y una población campesina con una tasa de analfabetismo y un grado de aislamiento tan altos como los de Cañaris.

Aunque esta parezca una historia conocida y repetida, es importante notar que trata no solo de la legitimidad de un Estado y del derecho de un pueblo, sino que involucra sobre todo una cuestión conocimiento, de saber (y, por tanto, de ignorancia). ¿Cuánto de conocimiento (además de legitimidad) estamos dispuestos a socavar? ¿Cuánto de saber vamos a seguir desperdiciando en aras de un supuesto progreso y de unos rápidos ingresos económicos que, por lo demás, no parecemos estar en capacidad de aprovechar en bien de todos?

En el estado actual de la educación en el Perú, no pocos podrían preguntarse de qué saber o conocimiento se está hablando aquí. Pero no se requiere, en verdad, de esfuerzos desmedidos para verificar que Cañaris posee, por poner solo algunos ejemplos, un patrimonio cultural único en el Perú (y probablemente en todos los Andes) que apenas ha sido atisbado; y unos conocimientos ancestrales que abarcan áreas tan diversas como la medicina tradicional y la arquitectura religiosa. No se requiere de mucho tiempo para confirmar que preserva unos restos arqueológicos de inusual iconografía –apenas registrados y nunca estudiados- y bosques relictos con numerosas especies de animales y plantas hasta ahora insospechadas y nunca estudiadas. De hecho, Cañaris muestra bastante bien cuánto ignoramos el Perú (y esta ignorancia es tanta que uno estaría tentado de dudar si se explica por carencias crónicas o por voluntades ocultas). ¿Tienen acaso nuestras instituciones para el desarrollo y la cultura alguna utilidad mayor que la de promover el conocimiento –accesible para todos- de regiones y pueblos como los de Cañaris?

Ahora bien, a pesar de estar rodeados por una sociedad que, si no los ignora, los estigmatiza de “pobres” o de “radicalizados”, los ciudadanos de Cañaris muestran una dignidad y una fortaleza más que notables. ¿Por qué siguen hablando un idioma que es ajeno al poder político nacional, sus detentores, sus estructuras y sus ideologías? ¿Por qué no ceden los cañarenses a la tentación de la violencia clandestina –que, por cierto, no tocó a Cañaris ni siquiera en los momentos más duros de la violencia política que asoló el Perú- y siguen apelando al derecho? No se trata, evidentemente, de desconocimiento: “¡No somos terroristas! ¡Si fuéramos terroristas, qué vamos a respetar a los policías!”, ha dejado dicho recientemente una cañarense.

Cañaris guarda las claves de estas y otras preguntas. Y estas respuestas, estamos persuadidos, bien podrían ayudarnos a entender algunos de los tantos misterios de la historia del Perú y de su compleja realidad cultural. Cañaris no es en absoluto un problema; sino una oportunidad, no solo para medir la aptitud de nuestras autoridades para respetar el juicio de un pueblo (por humilde que les parezca), sino sobre todo para conocernos mejor como nación.

 

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