Tony “Bachata”

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La conveniencia de introducir un diálogo a estas alturas del relato no debe
dilatarse una página más. Es imprescindible figure escrita una conversación, entre dos o más personajes, para que el lector no desespere con la misma cantaleta de la prosa. Idealmente, el coloquio debería entablarse entre gente del llano, aquélla con la cual Juvenal interactúa diariamente. Memorable es el habla dominicana, memorables las personas que la representan, que la montan en ese gran teatro del mundo que es, por ejemplo, el parque Enriquillo o la transitadísima avenida Juan Pablo Duarte no lejos ambos, a su vez, de la concurrida Zona Colonial. Alucinantes diálogos le ha tocado presenciar a Juvenal, suculentos piropos, desproporcionadas y proliferantes disputas por un quítame estas pajas. Agüero ahora mismo piensa comprarse una pequeña grabadora para registrar el habla y, luego, tratar de reproducirla en la casta e indiferente pantalla de su computadora. Mas, por otro lado, piensa también que ésta es una tarea condenada al fracaso. Por lo tanto, el reto de su trabajo no sería el de transcribir sobre la página –amputando un brazo de más o añadiendo un diente de menos– el habla cotidiana capturada en su grabadora, sino, más bien, recrearla de una vez y de sopetón para que brote fresca y espontánea, tal como habitualmente figura sobre las musicalizadas calles de aquella hipnotizante república.

Es por este motivo que Juvenal no va a imitar, por ejemplo, el habla de su buen amigo Tony “Bachata”. Sería imposible reproducir las frases de éste y, menos, su acento brotado de las más puras cepas del populoso distrito de Villa Mella. Es mucho mejor que el lector todo se lo imagine. Taxista y camuflado policía, “Bachata” –que es más popular que el síndico de su municipio– recibe este sobrenombre por ser amigo personal de casi todos los bachateros reconocidos, llámense éstos Anthony Santos, Raulín, Chicho Severino, Frank Reyes o Félix Cumbé (“el haitianito que canta”). Y porque, además, muchas veces les brinda protección en las concurridas fiestas que se llevan a cabo en los alrededores de la ciudad capital; desde “El Blanco” de Boca Chica hasta una terraza enclavada, por ejemplo, a orillas del acogedor río Yamazá. Muy concurrido éste –especialmente los domingos– por variopinto tipo de personas. Están allí la voluminosa matrona, atornillada a la orilla, al cuidado de sus bulliciosos críos; la muchacha bella y como suspendida en el aire por la fuerza, al unísono, de incontables y fervorosas miradas; los novios tímidos –y ceremoniosos– chapoteando junto con todos, y aquellos algo más audaces que toman distancia del grupo –con sus cuerpos forman una sola quilla contra la corriente– y ávidos se internan entre las rocas grandes, entre los árboles frondosos.

Hubiera sido imposible para Juvenal Agüero familiarizarse siquiera un chin con el mundo de la bachata sino hubiese sido por Tony y su poderoso Nissan color blindado –con los tantos años ya sin pintura– y poderosamente artillado en la parrilla con una bocina por la que conminaba al respetable a asistir a tanto y cuánto evento bachatero estuviera programado para el fin de semana. Juvenal conoció a este buen amigo dominicano en un colmadón de la cuadra dos de la avenida Bolívar –justo frente al apartamento que alquiló en su segundo viaje– cuando éste se desmontaba para mirar un momento, por la tele, el béisbol de las grandes ligas. Por el lapso de varios días coincidieron allí y, casi sin darse cuenta, empezaron a conversar sobre béisbol y sobre otros muchísimos asuntos igualmente sin importancia. Tony era un solterón como su amigo peruano. Su pasión era la bachata, esto debe quedar suficientemente subrayado, y en segundo lugar el juego de la lotería. Por más de dos años venía apostando a una misma combinación para intentar sacar, como se dice en buen dominicano, finalmente los pies del hoyo. La muchacha que trabajaba en la Banca ya lo conocía y le tenía preparado su número incluso antes de que Tony asomara por allí con su sonoro blindado. Por lo demás, “Bachata” vivía con su abuela o, más bien, madre de crianza; menuda mujer de físico, pero vivaz en inteligencia y de carácter muy recio. Absolutamente escéptica, desconfiada de todo, era aquella testarudísima anciana. Sin embargo, después de cuatro viajes a la media isla, a Juvenal le pareció que una persona –con algo de honestidad y, mínimo, dos dedos de frente– no podía evolucionar de otra manera habiendo transcurrido sus largos días, con sus respectivas isleñas y bien sazonadas noches, viviendo en medio de la suculenta, arbitraria y enervante República Dominicana.
De Un chin de amor (Lima: San Marcos, 2005)

Puntuación: 5 / Votos: 10

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