Inactual. A modo de anticipar y saludar nuevo poemario del autor.
Memorias de un dios herido (Lima: Colmillo Blanco, 1989) es un libro singular y ancilar entre el magma de textos poéticos recientes. Textos librados –los mejores- a la prosa de la crítica, al análisis de la evocación, y que nos hacen pensar en la poesía que en los 60 inaugurara Antonio Cisneros. Retórica, entonces, que es la que más se ha continuado entre nosotros quizá por comprensible seducción, quizá algunas veces también por lamentable pereza; eso sí, definitivamente por dúctil ya que resulta –al menos hasta ahora- impunemente imitada. No sucede lo mismo, nos referimos a la impunidad, por ejemplo con la poesía de César Vallejo, de Luis Hernández o incluso con la de Rodolfo Hinostroza, compañeros de promoción- estos dos últimos- tan reputados como el autor de Canto Ceremonial contra un oso hormiguero. ¿A qué se debe coda tan larga? ¿A qué se debe esa variopinta cadena de epígonos? Pensamos, podríamos argumentarlo, que es una respuesta interdisciplinaria a la cual no daría abasto esta breve nota; más, sin embargo, lo que enseguida anotaremos sobre la poesía de Gaspare Alagna nos puede ofrecer, al menos, uno de los rasgos de aquélla.
A lo Egúren, la voz de Alagna suena cautamente asordinada; y a lo Hernández Camarero o a lo Oquendo de Amat la arquitectura de su retórica se hilvana parcial, fragmentaria, aparentemente ingenua. Lo que sucede, veremos, es que en esta poesía se adopta la reflexión – generalizada en la poesía occidental desde Baudelaire – a partir del cuerpo y no exclusivamente de la mente; más aún, con Mircea Elíade diríamos, desde el ámbito de lo sagrado y no solo de lo profano. En las mejores páginas de este esbelto poemario, las manos – y por extensión sus metonimias –son índice, icono y símbolo semánticos cada uno de ellos estableciendo relaciones precisas con el lector; es decir, desde muy variados flancos. En síntesis, aquéllas van estableciendo con éste (el lector) una suerte de dialéctica en sentido lato; pero, tal en Sócrates o en Borges, como aventura intelectual que es –a un tiempo– mirada, diálogo y caricia. Mayéutica que empieza con el cuerpo y retorna a él; genuino intercambio, encuentro no secularizado: “En el itinerario de un reino / olvidado en el fondo de tu frente / en tu memoria de cactus que araño ahora / al silencio de las piedras / al flujo de las olas / a mis ojos de arena hundidos en la espuma” (“Senda”: p.13).
Es de esta manera como se despliegan los signos más relevantes en este primer libro de Gaspare Alagna. El texto –y no solo la génesis de su escritura – como otras manos o dedos o uñas que buscan contacto, el contacto. Aproximaciones. Gestos. Postergaciones. Lenguaje inherente al mito, pero también al logos para que sea auténtico, para que trascienda el monólogo (sin necesidad de impostar el Yo poético variados personajes), para que se autolibere, asimismo, de su esterilidad, de su agrio especular. Dialéctica que involucra la pasión y no solo el talento (la técnica); en una palabra, el valor de colocar la zozobra al centro de la reflexión: “¿Dónde tu saliva que podría considerar / la sed ardiente del náufrago / cogido a la deriva de un leño sin término, / rendido a las cenizas que otros dedos/ desmenuzan? (“Extraviado en la corriente”: p. 21).
Este es, en lo fundamental, el mérito de Memorias de un dios herido: haberle devuelto a la poesía sus manos; ser, como los discursos de los antiguos, imagen viva de lo que enuncia. Libro que – en caso digno de antologador – presentamos seis años después de su publicación. Libro que no pacta con la elocuencia, ni rehuye la ya de por sí honda y frágil intimidad, ni cae en el pueril erotismo característicos – entre las honrosas excepciones dos o tres libros escritos por mujeres – de los últimos veinticinco años del quehacer poético en el Perú.