Texto leído en la presentación de esta novela (Lima, 18/ 5/ 2005). Los otros presentadores fueron Oswaldo Reynoso, el notable autor de Los inocentes, y Ricardo Ramón en representación del Centro Cultural de España.
Me siento honrado de presentar la novela Un Chin de Amor del Poeta Pedro Granados. Esto que acabo de decir me hizo pensar, al escribirlo, en muchas cosas que espero poder compartir esta noche con ustedes, porque de eso se trata las presentaciones de los libros de los amigos a los que uno lee con atención y con amor.
Esta es, precisamente, la novela del Poeta Granados; la bitácora de navegante acerca de los avatares, resplandores y sombras que marcan un importante camino en la existencia y en la escritura del Poeta-personaje, que renace y se purifica a través de cada una de las palabras escritas y los recuerdos colados con sabiduría y vestido con la máscara sonriente y exagerada del entrañable Juvenal Agüero, quien toma la posta en las páginas impresas de este libro.
Cuando recibí un ejemplar de manos de Pedro y, al ver la carátula con la pintura ardiente y melosa de Christian Bendayán y el flameante título con los rescoldos de la lengua caribe, supuse de qué se trataba, qué encontraría en él y que no encontraría también.
Y sólo encontré pasión, arte, fina ironía, humor y generosidad bajo una novedosa y original forma de escritura que, pienso, ha de marcar para otros escritores –poetas o narradores– un honesto y valeroso derrotero de libertad para la expresión artística.
Y no encontré, pues, un ápice de vanidad (aunque algunos digan que escribir constituye precisamente eso). Lo digo porque, por ejemplo, este Juvenal, este personaje tan apasionado y enamoradizo que, a través de la historia, nos hace un atosigante inventario de sus numerosos romances y encuentros, no nos deja el sabor a vacío de un palmarés de proezas amatorias, sino que sutilmente nos lleva de la mano a palpar la notoria ausencia del amor, a saborear un delicioso y pertinaz fracaso en ese campo, fuente primera de la energía de la narración y de la existencia misma, quizás por la falta de aquella persona, deliberadamente omitida y mencionada de manera fugaz casi al principio del texto –ustedes deberán descubrirla, lectores–, que, alguna vez, encarnara para él aquel ideal. Ideal hacia el cual navega Juvenal como el piloto de un barco velero, de una balsa de troncos o de una tropical piragua, tratando siempre de alcanzar el sol, como los antiguos navegantes, con… cito sus palabras: “Su rosa de los vientos, la arrechura y su brújula, la belleza”.
Pedro, pues… Perdón, Juvenal, a quien un omnisciente narrador hace cobrar vida en éstas páginas, ha unido con destreza dos portulanos, que son las cartas náuticas que marcan los sondajes de la profundidad y la presencia peligrosa de pecios o naufragios cercanos a las rutas de navegación.
El primero, llamado “Prepucio carmesí”, es el recuerdo precozmente doloroso de la infancia a través de ese recurrente accidente de los niños del cual Juvenal extrae los recuerdos, algo así como la evocativa magdalena de Proust. Es comenzar a sentir en carne propia el dolor, las carencias a las cuales nos tiene acostumbrados nuestra propia y frágil humanidad; es conocer las primeras humillaciones; pero es, también, el descubrimiento de la solidaridad en algunos seres, del amor. CITAR pag. 47 y 48.
En esta bitácora cultivada, Juvenal como escritor-personaje ha trazado la cartografía de su existencia; en buen cristiano el mapa de su vida que bien puede convertirse en el de la vida de cualquiera. Hay una impronta experimental en la estructura de la novela donde se entrecruzan epístolas, entrevistas, sugerentes monólogos, crítica literaria, mensajes cibernéticos. Como el personaje Gerry creado por Lowry en el cuento Cáustico Lunar tiene un concepto totalizador de lo que es una buena historia y es un fabulador y un artista que se enorgullece de poder narrar historias en cualquier lugar y circunstancias; es un profeta sano en un mundo insano; cito al viejo Malcolm:
“es algo gracioso, es como un milagro, pero dondequiera que estoy, si estoy volando en el aire, o bajo el mar, o en las montañas, en cualquier lugar, puedo contar una historia. No importa dónde me pongas, incluso en prisión. Puedo sentarme o permanecer de pie. Comer y no comer. Puedo poner todo en una historia; eso es lo que la hace una historia”.
Podríamos pensar que esto es una exageración, un horror al vacío de parte de Juvenal, pero quiero más bien creer que es producto, como él mismo afirma, “del rayo de luz que le cayó de parte de su neurosis, de la poesía o del mismo Dios, cuando estaba en tercero de secundaria”. Pienso también que lo único en que exagera Juvenal es en la generosidad al describir y al elogiar a quienes considera sus amigos y a sus familiares, vivos o muertos, sin distingo en la memoria del Poeta.
Juvenal, en esta época de deliberados silencios que pueden herir como una botella rota para el degüello, tiende puentes con la poesía, con el envidiable conocimiento de saber doblegar el dolor y volverse el ser más tolerante de la tierra, ávido de recibir y de dar amor –no un chin, señores; un montón, más bien –, y, así, en las singladuras que traza esta novela, en los puertos que este navegante me ha llevado a conocer, que no son los innumerables hitos geográficos que enhebra en su discurso, sino los seres, las personas, la humanidad que nos presenta desinteresado y gustoso, he podido disfrutar de conocer y de entablar casi un diálogo con Raúl Gómez Jattin, alias El Putas, como se lo conocía en Colombia, a quien me parece haber escuchado como a una música, algo lejana e irreal, como las voces que nos alivian la carga en los sueños, este poema sobre la burrita que nos trascribe Juvenal para nuestro conocimiento y solaz y por la memoria de Raúl. CITO: pag. 60 y 61.
La mención de Raúl Gómez Jattin y el elocuente ejemplo de su poesía, de un repertorio más vasto, se convierte, pues, de por sí, en una enumeración inclusiva de todos los prontuariados amigos, amigas y familiares con los que Juvenal comparte esta celebración y, también, este padecimiento de la vida. Y aquí me permito hacer una distinción con su hermano Germán, inmortalizado como un muy querido y recurrente personaje: los episodios en los que recrea a ese hermano mayor, a ese hermano padre, se vuelven tan reales y tan presentes en la narración, que nos hace descreer del pensamiento expresado por Juvenal que la vida y la muerte es sólo una ilusión, si no más bien, nos hace pensar en los palpitantes “labios de una misma herida” que habremos de sentir, como él dice, al palparnos las costillas, día a día, en nuestro paso hacia otra dimensión.
Hasta aquí con el Prepucio Carmesí… Juvenal ha convertido a los mares encrespados y a los escollos peligrosos en olitas monses y en pampitas de arena donde la vida misma, por azarosa y sorprendente, puede, a pesar de todo convertirse en un juego.
Qué les puedo decir ahora del segundo portulano, de aquel que da nombre al libro, Un Chin de Amor. Nada más ni nada menos que es la continuación del primero, el aprendizaje, para poder paliar el dolor y corregir ciertos rumbos donde la brújula del navegante pareció haber sido encantada y extraviada; para enmendar la ruta hacia ciertos lugares a donde llegó a morir de un “sinnúmero de muertes lentas” o, también, para encallar y naufragar adrede y conocer así personas maravillosas con cuyas anécdotas nos vuelve a divertir y a emocionar.
Vaya, pues, opuesta a la muerte lenta, la descripción de las hermosas mujeres caribes, de las aventuras y también de los pesares en la República Dominicana, tan tiernas y disparatadas, y de personajes como Tony Bachata. CITO: Pág. 163, 164. CITO: Pág. 142, 144.
Podríamos seguir haciendo nuestras propias citas, conjeturas y relaciones a partir de este texto que viene a enriquecer la siempre prolija producción de Pedro, pero le debemos eso, la limpieza. Esta novela se sostiene y vale por sí misma, poco o nada podemos hacer con nuestras palabras y comentarios mas que felicitarlo una vez más, desearle siempre éxito, salud y un chin de amor, y pedir por él y por Juvenal un fuerte aplauso. Muchas gracias.
*Juan Carlos Mústiga Benites (Lima 1958). Ha publicado los libros de relatos A pulmón (1986) y Una moral inquebrantable (1987); las novelas Tormentos deliberados (1996) y Manual de pistola automática (2005); y el libro de crónicas, Cuadernos submarinos (2006), alrededor del mar y sus testimonio como capitán, en varias oportunidades, de la seleción peruana de caza submarina. Actualmente revisa una nueva novela titulada Prisionero en la ciudad.