S. D.: Isla Negra Editores, 2002
Es el título de la selección de poetas venezolanos –nacidos a partir de 1950– que hace la profesora María Narea (Caracas, 1953) y que en el prólogo describe:
Probablemente no sea una antología para complacer. Muchos nombres –ya canonizados y cuyo trabajo poético, sin duda alguna, es de altísima calidad– no aparecen en esta selección. No se trata, sin embargo, de una exclusión injusta. Nos anima más bien el deseo de dar a conocer –quizá desde un gusto muy particular– otras voces que también se están gestando en la periferia [fuera de Caracas, ajenos a alguna protección del Estado, sin el aval de la crítica literaria predominante] […] La expresión de estos poetas, sin embargo, no puede calificarse desde la marginalidad: ni lo urbano ni lo rural están planteados en términos convencionales. Ni el paisaje llanero ni las extraordinarias bellezas naturales –el río Orinoco, por ejemplo– son representados como un referente denotativo, se convierten más bien en pretextos para el erotismo o la irreverencia, combinados con una buena dosis de humor e ironía, en muchos casos” [8] De entrada, entonces, tenemos una magnífica plataforma para zambullirnos en lo desconocido. Sin embargo, a la primera lectura, comprobamos que a todo el volumen lo justifica sólo la valiosa difusión de una voz; se trata del excelente poeta Lázaro Álvarez (1954) que, significativamente, abre también esta antología. Diferente al resto –aunque, por momentos, con una modulación semejante a la de otro de los antologados, César Seco (1959)–, a la poesía de Álvarez no la distingue esencialmente ni el erotismo o la irreverencia, tampoco el buen humor o la ironía, calificativos asignados por Narea al grupo de los poetas seleccionados en Diez al azar. Creemos que es, más bien, algo más raro, sobre todo en los tiempos superhomogeneizados, huérfanos de aura y mercantilistas que vivimos. Nos referimos a la virtud de no comunicarnos palabras, sino movimientos del espíritu. Creemos que este distanciamiento de la palabra, esta pura mueca autista, es fundamental para valorar la poesía de nuestros días. Hállanse implícitos en este gesto la lucidez más radical y, al mismo tiempo, la amnesia o compasión más sinceras:
NOCHE
La luna
Esclarece una ternura sobre mí.
La llevo como un don.
No debida a nadie ni dirigida a nadie.
Se oscurece para volver a ser radiante.
Se fuga como el agua cuando quiero beberla.
Tan sutil.
Una palabra más y la pierdo.
El resto de poetas, por el contrario, trajinan en el culto de ellas (las palabras) y, claro, ganan en precisión o en elocuencia, pero pierden irremediablemente el poema. Sólo después de aquella experiencia radical, compartida por el lector, es que podemos concordar con las características –dicho sea de paso típicas y tópicas de toda poesía moderna– que la profesora Narea hace muy bien en poner de relieve en el trabajo de los poetas aquí seleccionados.
Mas, contra lo que aparenta, no estamos insistiendo en el tradicional culto a las personalidades en literatura; creemos, más bien, que a su modo las estamos negando o, al menos, oblicuamente saboteando. Sobre todo a partir de negar las conveniencias –para la poesía– de un lenguaje con nítido perfil; es decir, el que refleja un yo conmovido o sabihondo o ingenuamente persuadido de su valiosa identidad. Lograr la economía, dominar la precisión de las palabras no es ninguna meta; sí, quizá sólo el comienzo o algún aspecto importante del arte de la poesía, pero no un ingrediente imprescindible. La alta poesía es más que el decoro o anti-decoro de la lengua y que la minuciosa propiedad de cada una de las palabras; es más, como prueba la obra poética de Rubén Darío, debería permanecer a pesar de la liquidación de una estética; alzarse –tal como consta en las obras de Luis Hernández Camarero o Raúl Gómez Jattin– contra sus propios sonados plagios y otras escandalosas imperfecciones.
En suma, la poesía de Lázaro Álvarez nos ha llevado a estas gratuitas y, probablemente también, pretenciosas reflexiones. Mas, qué le vamos a hacer. Es la única, dentro del conjunto, que no tiene una respuesta o colma una pregunta. Sintoniza, más bien, bajo “El sereno beso de las cosas” [15], con nuestro propio anhelo o desconcierto; nos advierte de nuestra propia condición –“Digo poesía/ y ya estoy solo” [12]– y zozobra: “Por si no volvieras/ a besar nada real” [13]. Mientras mantenga esta espesura y tono menor –sobre el imperio del público y de las palabras– la suya puede ser una de las obras poéticas a tomarse en cuenta en todo el ámbito de la lengua.