Eduardo Llanos, Enrique Lihn y Nicanor Parra
Fervoroso militante de su tradición poética, aclimatador de extremos estilísticos, equilibrista entre mito y logos -pasión y raciocinio- a devenido a ser nuestro estimado poeta. Logra colmarnos, obviamente, cuando arriesga más en la pura y díscola pasión: erótica, políticamente anárquica y lúdica ante nuestra realidad posmoderna. Nos interesa, sobre todo, cuando en sus versos el poeta supera al psicólogo (profesión de Llanos); oficios que se disputaban los textos de Contradiccionario (1976-1983), ahora se entremezclan, pero se pueden inclinar decididamente a favor del chamán que habita muy dentro del poeta sureño. Todo consiste en atreverse a tomar la pócima o el bebedizo, a envenenarse y sucumbir del todo; atreverse a ser un auténtico fracaso, objeto de hazmerreír, como no lo han sido ninguno de los poetas chilenos reconocidos, al menos, en relación y proporción, por ejemplo, con sus pares peruanos (Eguren, Vallejo, Moro, Martín Adán, Luis Hernández Camarero, sólo para citar los casos más memorables). Decimos esto porque aquella impronta se halla ya sutilmente entramada en la poesía de Eduardo Llanos, porque también allí -y afortunadamente para su trabajo- pugna aquel paradigma universal del oxímoron (tragedia motivada e inmotivada alegría) que es la poesía de César Vallejo. Al menos, ni Parra ni Lihn, poetas tan caros a Eduardo Llanos, se pueden entender sin los versos del autor de Trilce; y sí, valga la paradoja, se puedan entender como esencialmente no vallejianos tanto a Gonzalo Rojas como a Raúl Zurita por lo de resaca oportunista -rentable mimesis del primero- y libreto egolátrico -monótona mueca en el segundo-, respecto al impune saqueo que hacen de la poesía del autor peruano.