UN CHIN DE AMOR (Fragmentos de la novela)

Portada: Christian Bendayán

El artículo que Juvenal Agüero escribiera sobre poesía dominicana reciente, lo había indispuesto con casi todos sus poetas. La poesía en República Dominicana, pensaba Juvenal, existía por todas partes menos en su poesía. La increíble y cotidiana creatividad del lenguaje de sus calles, todavía no constaba —filtrada o hecha un pastiche— en la literatura culta. En los poetas dominicanos existía una fundamental inhabilidad para hacer del habla un evento, una fabulación de lo real, y sólo se limitaban a darle un uso costumbrista en textos que necesitaran una gran dosis de efecto de realidad. En el panorama nacional, por lo común, la adquisición de cierta cultura sólo acrecentaba el complejo de alejarse de la gente donde, paradójicamente, residía la mayor dosis de invención con la lengua. Taras del colonialismo, de seculares luchas intestinas entre caudillos por el poder, de una dictadura de cuarenta años y de una falta de libertad de expresión —que perdura hasta hoy en día— quizá podrían representar el inicio de una explicación. Haber sido alfabetizado y, mejor aún, ser poseedor de un verbo elocuente todavía constituye un símbolo de distinción social en la República Dominicana. Para nada, ni a nadie, le interesa la literatura: tomar distancia de la ficción en que se vive, del juego local y planetario en el que uno está inmerso; mucho menos, proponer la alternativa de otros juegos, de otras lecturas.

Pero frente a toda esta irrealidad, piensa Juvenal, el dominicano es un ser bendito y, en este sentido, debe tomarse atento ejemplo del varón local. Es proverbial que nadie mama el toto como él; ningún otro sabe prenderse tan bien de allí; aquél es un buceador nato. Conexiones con la realidad más fuertes que ésta existen muy pocas. Frente a la absoluta irrelevancia, e inexistencia de sus poetas y de su poesía, está una buena mamada de toto. Sin embargo, tampoco esto es ninguna novedad para la gran poesía. Como le sugirió alguna vez su amigo Alan Smith, extraordinario lector de César Vallejo, no a otra cosa alude el famoso verso final de Trilce XIII: “¡Odumodneurtse!”, sobre todo tratándose de un contexto de complicidad dichosa —goce carnal y plenitud espiritual— entre el yo poético y el Sol (Padre), y que tendría su ápice expresivo en aquella oportunísima onomatopeya. En Vallejo, en su poesía, un gesto es más elocuente que mil palabras; aquí reside el misterio de su honda antipoesía: crear cosas, situaciones, emociones con las palabras, jamás hacer un fetiche de estas últimas. Y es por este motivo que el poeta peruano es tan diferente al resto, su poesía no está hecha de palabras; más bien, digamos que se vale de éstas sólo para empezar una tarea de tipo harto manual: radicalmente espiritual y corporal. Es más, César Vallejo ha hecho ascender el alma a los genitales y, viceversa, descender los genitales al alma. El espíritu (el Verbo) habita ahora en la pinga y en la chocha. Es quizá inspirado por esta santa paradoja que Juvenal Agüero se animó a escribir y publicar Prepucio carmesí, su primera novela de humor místico.

http://www.eldigoras.com/eom03/2004/2/tierra28pgr01.htm

 

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