Devota. Cuando de niño me llevaba con ella a la iglesia de nuestro barrio pasaba yo una vergüenza sin nombre. Incluso a veces, aunque me cueste reconocerlo, me alejaba de ella justo en aquellos momentos para mí de los más bochornosos. Resulta que mi madre alcanzaba las notas más altas de los cantos de la misa con una voz que no parecía de este mundo; al menos, del de los citadinos y citadinas que se congregaban en aquel rito dominical. Muchos años después, y en uno de mis viajes al “Perú profundo”, descubriría con estupor que los campesinos en sus procesiones –en honor a la Virgen o al Cristo Crucificado– daban de alaridos en un runa simi muy parecidos a los del castellano que –en tanto repasar el cancionero de la iglesia– echaba mano mi madre los domingos en Lima. Es decir, de modo análogo –aunque distinto– a la hazaña de la obra de José María Arguedas (aquello de verter al español el espíritu del quechua), con su reticencia o falta de encandilamiento hacia la obra de su “paisano” mi madre en la práctica –y de modo no menos sutil– me estaba demostrando lo siguiente: Que era viable transvasar de otro modo las lenguas. Sin utilerías. Ni exóticas escenografías o referencias. Que yo mismo era, por más limeño o cosmopolita –y sin saber el quechua– acaso su más demorada traducción.
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