Tengo una cantidad innumerable de enemigos literarios; de izquierda y de derecha; del submundo y del cielo. Los cuales no cambiarán de opinión sobre mi obra porque de hacerlo, a estas alturas, significaría admitir que estuvieron despistados en el juicio o, peor aún, actuaron con hartísima mala fe. Es más, ya que para el que escribe poesía por lo menos la mitad del asunto estriba en ser un crítico con olfato; aquello sería admitir que fueron poetas mediocres y, por lo tanto, en este aspecto también existieron en vano.
Es un milagro que haya persistido en la poesía sin grupete de amigos; sin ser líder de nadie; y sin que me hayan fagocitado como requisito previo para algún halago. Es más, me entero, que los poetas de la corte imponen ciertas condiciones para asistir a los festivales si también yo voy a asistir. Sucede, exactamente lo mismo, si acaso alguien planea incluirme en alguna antología.
Mi invisibilidad, asimismo, constituye prueba irrefutable de que la poesía (la crítica) de los últimos cuarenta-cincuenta años en el Perú propiamente ha desaparecido; aunque no por esto sea menos activa, influyente o decisoria. Invisibilidad al cuadrado, para ser más precisos, porque los extranjeros que leen la literatura de este país andino se apoyan a su vez en lo que les informan o seleccionan los ineptos o, más bien, monitoreados lectores locales. Bola de nieve, entonces, intrascendente y, desde ya, extinta. Cómo se podría justificar pues, aquí, toda aquella legión de los que aludo. Que todo lo hicieron por alimentar lo mejor posible a sus vástagos, vale; que sus progenitores fueron militares y que a ellos, tampoco, nadie va a pisarles el poncho, salve; que cierta iglesia católica y cierta oligarquía les aseguraron su puesto en un periódico o en alguna universidad, allá ellos; que mientras más ignoraban incluso mucho mejor les iba, es lo usual; que en el intento de manipular a todos lograron finalmente manipularse a sí mismos, también es lo usual; que ignoraban mayormente, que no sabían, pase. Pero que de ninguna manera pudieron con Juvenal Agüero, justo de esto trata esta novela.
De aquello y de lo que diría acaso un joven crítico profesional –o una joven crítica que entenderá todo primero en inglés– allá por los años 2050, si no, antes. Un crítico de estos precoces y sabiondos, a veces de sonoro apellido, e incluso algo simpáticos, a los que martirizó su papá. Y que por esta razón se afirman, a como dé lugar, en aquello que ignoran. Y se empecinan, a la par de la institución que los ampara o los financia, en hacer escuchar su preciosa voz, absolutamente inofensiva, de puro malestar estomacal. Que cómo no reparamos en Juvenal Agüero mucho más temprano; de lo ciegos que andaban los grupos de poder y sus instituciones, etc., etc., etc. Mejor nos anticipamos a todos ellos y desde ya rechazamos sus discursos, en conjunto y el de cada uno por separado, que nosotros lo decimos desde ya y mejor. Antes que el largo brazo del remolino nos alcance o que la piedra sea muy gorda y alta sobre el río. Ahora que estamos todos reunidos todavía aquí. Habrase visto.
*Autor de este lema: Vladimir Herrera; quien, en otro lugar, puntualiza lo siguiente: “Pienso en Alberto Hidalgo y en Pedro Granados partidos por la mala leche pero siempre animados por la lucidez y el estilo. Lo que hace de la literatura un acto de humor insoslayable” (“Correcciones a lo que se ha contado sobre mi generación“).