“Siempre hemos tenido una clase dirigente incapaz, irresponsable, estulta, al servicio de sus mezquinos intereses y con frecuencia corrompida…” escribió dos años antes de morir, pensando quizás, en un país que había terminado por conocer desde la mañana de 1958 cuando volvió a Santafé, con sus calles sucias y rotas, colmadas de borricos empujados por mujeres de follado y negros sombreros de hombre, cubiertas con mantones de manila, la misma otra, Bogotá, que vio el amanecer del 10 de Junio de 2003 cuando se quitó voluntariamente la vida, mientras divisaba, desde su mecedora, los cerros tutelares de La Macarena, uno de los lugares más tristes y peligrosos del mundo.
Hija de Eduardo Carranza y Rosita Coronado, María Mercedes nació en Bogotá, pero cuando tuvo seis años, habiendo ya vivido en Santiago de Chile, fue trasladada a Madrid, donde el poeta oficial era remitido ante el gobierno de Francisco Franco. A los trece regresó a Santafé para terminar la secundaria en el Nuevo Gimnasio, previa estadía en el Liceo Francés, de donde fue retirada por ajustes emocionales. A finales del 64 vuelve a Madrid y rencuentra a Juan Luis Panero [“Con ella he tenido una buena cama y un violento despertar”], a quien había conocido en Astorga y tratado en El Escorial; visita amigos y va a Florencia, Roma y Londres donde descubre a Georges Simenon, el viejo erotómano, caustico trasnochador, corrompido e izquierdoso, sosias de Maigret, quien mas que la poesía o los tinieblos, junto “al triste aroma del calvados”, daría le compañía por largos años. Luego irá a la Universidad de los Andes donde, a saltos, se gradúa en Letras con una tesina sobre la obra de su progenitor. Gracias a la amistad de Eduardo con Álvaro Gómez Hurtado, al cumplir veinte años dirige Vanguardia, la página literaria de El Siglo, donde presenta a Juan Manuel Roca, David Bonells, Nicolás Suescún, Daniel Samper, Óscar Collazos, Roberto Burgos, Jaime García o Ricardo Cano. En 1970 decide vivir por la libre con Fernando Garavito, un íntimo de Luis Carlos Galán, el joven ministro de educación con quien había estudiado derecho en la Javeriana y le había llevado a El Tiempo, donde iban a trabajar, ella, haciendo reseñas de libros, y él, en esa sección tan consultada, Con Usted, donde se resolvían preguntas que iban desde los precios de los arriendos hasta las rémoras del correo urbano. Garavito, que acababa de inaugurar [1966-1970] en calidad de subdirector, con cientos de cartillas a tres pesos, el Instituto Colombiano de Cultura, se disponía a poner en marcha El tren de la cultura, un museo sobre raíles que recorrió la República del UPAC [Unidad de Poder Adquisitivo Constante] por cuatro años.
Luego, en Cali, mientras hacían un suplemento literario pagado por unos ricos emergentes y Garavito escribía editoriales para defender las fuerzas armadas del General Luis Carlos Camacho Leyva y sus decretos de estado de sitio, apostató de la religión de sus antepasados para casarse por lo civil con el poeta de Já e Ilusiones y erecciones, a quien abandonaría para siempre luego de nacer su hija Melibea e ingresar, como correctora de estilo a Nueva Frontera, Le Journal Hebdomadaire de Carlos Lleras Restrepo, a quien soportaría trece años, la mitad de ellos, atendiendo las reuniones semanales entre el ex presidente y quien nunca iba a serlo, Luis Carlos Galán: “seis años duró esa comunicación entre esos hombres extraordinarios, en los que en esa pequeña sala se imaginó un país diferente y se trabajó, el uno desde el magisterio de su pluma y el otro desde la plaza pública, para hacerlo realidad. “
Desde entonces Galán fue el ídolo de su vida. Pero quienes marcaron sus días, esos años de alza, fueron Aseneth Velásquez [1942-2003], viuda del ideólogo y militante comunista Jorge Ucrós, condueña de la Galería Garcés Velásquez, y Genoveva Carrasco [1940-1995], regenta por dos lustros de la Corporación La Candelaria y acompañanta sentimental del jefe máximo de Nuevo Liberalismo bogotano, Patricio Samper, aristócrata lanudo, en cuya estancia campestre pasarían sus mejores week-ends sabaneros y ascenderían por la escala de los sueños entre fríjoles con garra, bambucos y torbellinos.
Fueron más años de desesperanza: “Las circunstancias que nos rodean desde hace tiempos son de pesimismo, derrota y angustia”, confesó a Ángela Pérez en 1987. Mientras Turbay Ayala perseguía a García Márquez instigado por el Instituto Caro y Cuervo, encarcelaba poetas, torturaba sin cuartel y el M-19 conjeturaba derrotas del establecimiento, ella publicó los trece poemas del número 40 de Golpe de dados que le dieron gloria, como que Hefestos resbaló del infierno para consagrarle como la única poeta capaz de lavarse los dientes pensando en el fracaso de su agónica pasión de cuarentona, cuando J. L. Panero [“Yo solía llamarla Caballo Loco, era una persona muy desbocada y quería casarse, lo que no entraba en mis planes”,] no sólo demolió su alma, sino la misma casa.
La noche del lunes 30 de Abril de 1984 la vida cambió para siempre. Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado por orden de Pablo Escobar, quien también ordenaría, acicateado por el autor de un libro sobre Eduardo Carranza, escrito en una cárcel, Alberto Santofimio Botero, la de Luis Carlos Galán cinco años más tarde. Once meses después moriría su padre, siendo embajador cultural del gobierno de Betancur, el año fatídico de la Catástrofe de Armero y el Terremoto de Popayán.
El 24 de Mayo de 1986, al cumplir 90 años el suicidio de José Asunción Silva, por iniciativa de Carrasco y Pedro Gómez Valderrama, –ministro de los Planes Lasso y Attcot durante el gobierno de Valencia–, con el apoyo de Belisario a través del gerente cultural del Banco de la República y de Julio César Sánchez, alcalde y suicida del Distrito Capital, secuestrado por las FARC, María Mercedes fue elegida para dirigir la llamada Casa Silva, sita en el último solar donde viviera el vate.
Se dedicó a hacer política con la poesía. Durante 17 años, blandiendo la consigna “Las palabras pueden reemplazar las balas” convirtió la poesía en un entretenimiento, que aparentando resucitar un género agonizante, con el uso y abuso de los medios masivos de difusión y el despilfarro de desmedidas sumas de dinero público, organizó veladas, conciertos, premios con recompensas en miles de dólares, concursos clientelistas para elegir el mejor poema de amor, el mejor poema de la paz, el mejor soneto contra la guerra, suculentos almuerzos oficiales rociados con caldos ibéricos y el cuerpo presente de algún rancio poeta, galas de cumpleaños para amigos de la casa que se iban enterrando en los setenta, premios nacionales en pesos nacionales, traslados, a una nación en guerra contra el narcotráfico, de cientos de vates de extrañas y disimiles condiciones y vicios, guiada desde el Olimpo por una indestructible voluntad de fierro y una mano despótica, sometiendo una caterva de líricos pobres y explotados de horario, arrojando limosnas a los mendigos del barrio o encumbrando los despojos poéticos de varias lustrabotas y aseadoras, creyendo que con todo ese ruido y malversaciones se podía tapar con la mano el sol de la sangre derramada por su jefe y poeta, veinte años atrás, en una tragedia dantesca: la toma y retoma del Palacio de Justicia, donde las fuerzas del estado asesinaron la Corte de Justicia, torturaron y desaparecieron a los asaltantes del M-19 y murieron asados cerca de cien inocentes.
Recibió, como recompensa a todos sus esfuerzos, la inclusión de su nombre en las listas del M-19, de cuyos lineamientos centrales, [abolición de la extradición de nacionales], se apartó al votar la nueva constitución de 1991; algunos viajes por tierras de hielo y fuego y un gran sarao, arropada por sus amigos del alma, en la Embajada de Colombia en la calle de Martínez Campos, al cumplir cincuenta años.
Pero ni La poesía tiene la palabra, ni el medio centenar de poetas y poetizas del mundo -con limosina, suite presidencial y miles de dólares de viáticos- que celebraron en Bogotá el matrimonio de BB y Dalita Navarro durante la alcaldía de Enrique Peñalosa (Véase http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1237726 ), ni los Cien Años del Suicidio de Silva, ni la maliciosa Historia de la Poesía Colombiana, ni los conclaves en la Hacienda Yerbabuena, ni los mediocres Talleres de Poesía para Niños, Mujeres y Ancianos, ni La poesía ayuda a vivir, Los Alzados en Almas y Descanse en Paz la Guerra, ni la postrera incorporación a la campaña presidencial de Horacio Serpa, impidieron, mientras morían, se suicidaban o eran asesinadas y secuestradas sus amigas y/o parientes, que la envidia la estrechara tanto en las tesorerías oficiales, –[léase Rocío Londoño, saca micas de un payaso de nalgas desteñidas habitual de la esposa de un viudo ex presidente]– hasta hacerla caer en cuenta que se había equivocado, y no sólo no había país, sino que su futuro había terminado.
María Mercedes Carranza publicó Vainas y otros poemas (1972), Tengo miedo (1983), Hola, soledad (1987), Maneras del desamor (1993) y El canto de las moscas (1998).
Como se sabe, la hija del abanderado de Piedra y cielo se inició como poeta negando, precisamente, las tradiciones históricas, políticas o literarias que simbolizaba su padre. Sus poemas, además, reniegan del perfil sentimental, recatado y a medias púdico de los versos escritos por mujeres. No hay en ella asomo de Mariela del Nilo, Laura Victoria, Dora Castellanos, Maruja Viera o sus contemporáneas Piedad Bonett, Luz Mary Giraldo u Orietta Lozano.
“El trasnochado feminismo es la norma de conducta de varias asociaciones de mujeres–escribiría a comienzos de los noventa–, y, en el terreno de la poesía, han configurado una aberrante modalidad que consiste en aplicar para el análisis y divulgación de la poesía escrita por mujeres una categoría basada en la condición sexual, que deja en un segundo término los criterios de calidad, los cuales son los únicos que se debe tener en cuenta en el momento de valorar una obra. Esa extravagancia ha dado origen a un género llamado poesía femenina, pero ¿se habla acaso de poesía masculina, se hacen antologías de poesía masculina o análisis de poesía escrita por hombres?, demostrando que existe una clara discriminación, ya que la poesía a secas vendría a ser la que escriben los hombres y la otra constituiría un apéndice, nacido de un generoso paternalismo.”
Y si no lo era en el verbo, menos lo fue en la vida cotidiana. Educada en una España opresora de las mujeres [“En mi casa manda mi padre; en la escuela el maestro; en el pueblo, el alcalde; en la provincia, el gobernador; en España el Caudillo”], pero lectora de los franceses de la postguerra, su independencia fue proverbial en esa Bogotá que recorría de Chapinero a Las Aguas, entre trotskistas, mamertos y pro chinos, libertinos y drogadictos retratados en Sin remedio, la autobiografía de Ignacio Escobar.
Las constantes parodias de sus poemas de juventud a la sociedad patriarcal y las muchachas en flor de Eduardo Carranza, fueron un parricidio evidente y no mera imitación de las Gotas amargas de Silva o la Comedia tropical del López y menos, caricaturas de la anti poesía del enemigo de Neruda, Nicanor Parra, paradigma de la nueva retórica según Garavito.
El desencanto de los textos de María Mercedes Carranza fue un corolario a la pronta constatación de la ruina de los ideales, las creencias, los amores y la vida que ya se leía, gracias a la prolongada tiranía franquista, en poemas de Ángel González, Caballero Bonald, Gil de Biedma o Barral, en buena parte de la obra de Cernuda, e incluso de Aleixandre, Vivanco o Rosales, los amigos de su padre. La poesía tenía que ser comunicación, no mero encantamiento, alienación y paños tibios, o bufonadas y palabras soeces como sucedía entre el mundo azul de Piedra y cielo y las quemas de libros, asafétidas y profanaciones de los nadaístas.
Vainas y otros poemas son un bricolaje de cuentas de la compra, maquillajes, pescados fritos, amores inconstantes, esmalte para las uñas y cortesías bogotanas, contra las aguas estancadas de la vida social de aquellos años de apogeo del Frente Nacional, cuando todo fue corrompido. De ahí la eficacia del tono: contra la retórica, la parla coloquial; contra los dedos parados y el culo fruncido, ironía y humor; contra toda ilusión, puro desencanto; ante la euforia perversa de los repartidores del fisco, sarcasmos y burlas.
Los poemas de Vainas desvistieron el alma y su cuerpo para entregarnos, con naturalidad, sin alardes de martirio, la decepción de toda vida. Por primera vez una madre y amante, lo dijo en la poesía colombiana, tan sentada en sus propios laureles. María Mercedes Carranza, con una eficacia verbal alejada de los artificios y bufonadas de ciertos nadaístas o los poemas retro surrealistas de algún politiquero, mediante la mueca en sus labios desgarró el velo que todavía cubriría las retoricas de Rojas Herazo, Mutis, Cote y Rogelio Echavarría.
En sus otros tres libros, Tengo miedo, Hola, soledad, Maneras del desamor, hay una década de registros acerca del fracaso de toda vida amorosa. Un gran amor debe terminar mal, dice la Carranza. Pero aquí, a pesar de esa certeza que conoce cualquier adulto, sus poemas son una evidencia, “femenina” de ese fracaso que no aceptan las mujeres machistas. Carranza habla del amor en pareja como lo que es a menudo, cuando el cendal del deseo se ha rasgado: un mundo sin emociones, breve, camino del deterioro y la desaparición. Apenas el orgasmo redime del dolor, por un instante, el resto es repetición, aburrimiento, abandono. Y en ese mundo yermo, la mejor compañía y el mejor placebo lo concede el placer solitario, donde con el más pasmoso deleite nos devoramos.
Esos poemas de los años ochenta, cuando se acercaba al medio siglo, son la imagen sigilosa de una sociedad marcada por la hipocresía y la doble moral, y la evidencia de la aparición de la nueva mujer, que siendo muñeca, alquilada, triunfar sobre todas las cosas trepando como hiedra sobre despachos, éticas, familias, patria, todo, hasta alcanzar el éxito, es decir, el asco.
Carranza fue, en últimas, la Alfonsina Storni de la frívola sociedad que produjo el dinero fácil y la corrupción. Sin que dejara, también, de lacrar, su existencia, con la música macabra que tañe en sus poemas últimos, donde la poesía condesciende, rota y desfigurada, a ser caricatura de la crueldad del mundo. El canto de las moscas es un documental verbal de los cientos de masacres [Barrancabermeja, Confines, Guaitarilla, Jamundí, La Gabarra, Las Delicias, Mapiripán, Naya, Necoclí, Nilo, Paujil, Potrerito, Sotavento, Tamborales, Tierralta, Trujillo, etc.] ejecutadas por la derecha paramilitar en disputa con la guerrilla de derechas por los territorios consagrados al cultivo de la coca, la marimba y la heroína en la Colombia de finales de siglo.
Un país, que cuando ella murió, era un reino de taifas de la delincuencia, las guerrillas y el paramilitarismo; con 29 millones de pobres; 4 millones de desempleados; 2 millones de desplazados; 1,5 de exiliados y/o emigrantes, 4 mil secuestrados; cientos de desaparecidos y 4 millonarios en la lista de Forbes.
“Siempre hemos tenido una clase dirigente incapaz, irresponsable, estulta, al servicio de sus mezquinos intereses y con frecuencia corrompida…” escribió dos años antes de morir, pensando quizás, en un país que había terminado por conocer desde la mañana de 1958 cuando volvió a Santafé, con sus calles sucias y rotas, colmadas de borricos empujados por mujeres de follado y negros sombreros de hombre, cubiertas con mantones de manila, la misma otra, Bogotá, que vio el amanecer del 10 de Junio de 2003 cuando se quitó voluntariamente la vida, mientras divisaba, desde su mecedora, los cerros tutelares de La Macarena, uno de los lugares más tristes y peligrosos del mundo.