A pesar que el mar embravecido roncaba en las orillas, pegaba duro contra el acantilado avezado y hacía espuma rabiosa atemorizando a los cangrejos, el general no lo oía. Simplemente había decidido no hacerlo y descansar y olvidarse de los ajetreos de diciembre. Pronto estaría nuevamente al frente del monstruoso aparato del estado, del cual sujetaba parte de las riendas, cual si se tratara de un animal enorme y siempre a punto de desbocarse. Vería a sus edecanes y al presidente y la ruma de papeles y decretos diarios por firmar y el mundo ancho y ajeno que era todo de él, pero que no le pertenecía. Ni siquiera él mismo sabía si era dueño de su propio cuerpo. Sentía que sus actos eran en realidad de otros; su agenda siempre estaba recargada, sus ceremonias se llenaban cada vez de más tedio y necesitaba un poco de soledad para dirimir esos aspectos que en los que no cabía un consenso, ni con su conciencia, ni con su alma.
Por eso decidió no oír el mar, ni su fiesta de mareas altas y bajas. La playa de Hondable era perfecta para cumplirse ese deseo de olvidarse del mundo. Alejada de una capital que todavía no absorbía –como hoy- a sus provincias más cercanas, la carretera estaba lejos y sólo se animaban a llegar hasta allí los que pudieran tener automóvil, que en el Perú de 1972 no eran demasiados. Entre las cuatro paredes del bungalow y el desierto que lo rodeaba el vacío estaba bien definido. Tenía que apretar un botón para que las cosas vinieran a su mano si tenía sed o hambre. Después de todo, no por gusto se apellidaba Mercado Jarrín. Pero por el contrario, fue la puerta de su habitación la que sonó. Se aprestó a abrir y encontró al mayordomo parado delante de él.
– ¿Qué desea Jesús? – le preguntó -¿Ha olvidado algo?-
El mayordomo meneó la cabeza, con el respeto con el que solía dirigirse no sólo al general, sino también a cuanta persona que tuviera distintivos castrenses.
– No general. Venía a decirle que un teniente ha venido a buscarlo-
– ¿Un teniente? –
El general Mercado Jarrín bramó. Dijo que como era posible que un teniente haya venido a buscarlo –seguramente para un encargo gubernamental- justo cuando había dejado órdenes precisas que se daría un descanso. Ya no quería oír del Tercer Mundo, ni de las bondades de los tanques rusos.
– Dígale a ese teniente que se retire, Jesús. Creo que las órdenes que impartí sobre visitas han sido claras-
– General, sólo quería dejarle en claro que el teniente da pena-
– ¿Da pena? ¿Qué me está diciendo Jesús?
– Ha cruzado el desierto a pie. Está lleno de arena-
– ¿A pie? ¿No ha venido en auto, como los cristianos?
Al general le picó la curiosidad. Los años serían los encargados de relatarle que ese no iba a ser un día cualquiera.
– A ver Jesús, dile al teniente que vaya a la sala de espera. Lo atenderé-
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Mercado Jarrín ingresó al pequeño recinto donde el teniente lo esperaba, fatigado. Lo miró y examinó de pies a cabeza con un golpe de vista, mientras él se presentaba con sus grados y apellidos. Ahora sí, el mar se dejaba escuchar y un hálito de brisa entró con la luz hasta la habitación.
– Dígame teniente, en que puedo servirlo-
– En nada mi general. He venido hasta acá porque quería conocerlo-
– ¿Para conocerme? ¿De dónde viene usted?-
– De Arequipa. Soy jefe de batería de un Grupo en Arequipa
– ¿Y ha venido a conocerme?-
– Mi general, la verdad que yo lo admiro: usted ha sido primer alumno de la Escuela de Guerra en Estados Unidos, de la Escuela de Guerra en el Perú, Instructor en la Escuela Militar, edecán del Presidente José Luis Bustamante y Rivero y Jefe del Agrupamiento de Artillería. Qué honor es verlo en persona y no a lo lejos, casi como siempre, por los diarios o en las ceremonias.-
Ahora el general tenía sentimientos extraños: el teniente merecía una sanción por su osadía, pero no era el caso castigar a alguien por esa deferencia. Rápidamente la conversación derivó a otros límites: el teniente le habló de historia, de la fortaleza de las tropas en las campañas napoleónicas y de la impresionante aventura de los África Korps, de las cualidades de Rommel y las potencialidades de los ingleses en el Canal de La Mancha. El general, impresionado, pensó: “este teniente no habla como teniente”. Poco a poco, la conversación se volvió más agradable y compartieron puntos de vista sobre el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, sobre las carreteras de penetración que el Ejército había construido para conquistar el verde oriente peruano y de las ventajas del material ruso adquirido por el país para renovar la defensa.
– Bueno, mi general, me voy. He cumplido con este deseo de conocerlo en persona. Retornaré a mi unidad-
– Espere un momento –le dijo el general – ¿Me dice usted que está en su último año de teniente?
– Sí mi general. Con fecha 1 de Enero de 1973, ya soy capitán
– Muy bien, entonces lo nombro mi ayudante personal. El 1 de Enero lo espero en la Comandancia General del Ejército.
El teniente se lo agradeció infinitamente. Le estrechó la mano y le hizo saber que era un honor. Se despidieron. El general ordenó que un chofer lo llevara de vuelta a Lima. Después de todo –pensó- no todo había sido malo. El auto se perdió en la primera curva de la carretera que llegaba al exclusivo balneario de Hondable. Ahora sí, Mercado Jarrín podía descansar. Lo que sí no se imaginaba, era que precisamente ese día estaba dándole una vuelta a la tuerca de la historia del Perú:
El teniente se llamaba Vladimiro Montesinos Torres
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