AL FILO DEL REGLAMENTO: ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA POÉTICA DE PEDRO GRANADOS, UN AVIS RARA EN LA POESÍA PERUANA/ Maurizio Medo

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Maurizio Medo (Lima, 1965)

Con los oficios, ocurre, que estos alguna vez contrastan con la actitud que asume el sujeto quien lo desempeña. Cuando imaginamos a un filósofo inmediatamente le asociamos con la imagen de un sujeto en pasmosa quietud, buceando dentro de su psiquis en procura de la Episteme. Su acción, el “pensar”, la establecemos inmersa en la pasividad, en un estado de perpetua meditación, casi de practica ascética. Solos, el filósofo con su silencio escudriñará la real naturaleza de las cosas y, tal vez, de otros planos más elevados en su existencia. Cuán contrastaste resulta la figura de E. M. Cioran desafiando al mundo (y sus preceptos) desde el manubrio de su bicicleta, eludiendo peatones y automóviles, mientras, sí, filosofaba a contracorriente de los estereotipos. A los físicos les armamos toda una parafernalia donde su espacio es repletado por hatos y hatos de planos colmados de cálculos y probabilidades. Quizá hasta un anacrónico alambique adornaría con decoro su laboratorio, más próximo a lo que podría ser, o de lo que se supondría es, que de la misma realidad. Así, poco creíble, casi fabulesca, se nos aparece la manzana, caída del árbol sobre la testa de Newton para convertirse no sólo en un fruto sino en su ascesis a la existencia de la Gravedad.

Al poeta, siguiendo con las imágenes que forja nuestro subconsciente, lo alucinamos de tamaño insignificante ante la enormidad de su biblioteca –espacio de encuentro entre los espíritus, desde la perspectiva borgeana– o, de lo contrario, enorme y furibundo junto a los trasnochados parroquianos del bar. De acuerdo al mito, el oficio poético (casi como el filosófico) es vinculado con el sedentarismo. Algunos anecdotarios dan cuenta de cómo algún autor hacíase atar a la silla para no claudicar en su obligación con las masas. Si nuestro poeta se viera obligado a viajar su destino ya está prefijado en la bitácora, ¿dónde sino Paris, la Ciudad Luz e inspiradora? Ahora, si su necesidad por poetizar resulta inconmensurable, ya no París, sino que, estoico, alejaríase del mundanal ruido citadino extraviándose en algún caserío, no consignado en la cartografía.

Divago sobre las imágenes y estereotipos para aproximarme a un poeta, quien con su actitud los derrumbaría, Pedro Granados, un “avis rara” en el bestiario de nuestro Parnaso. No lo ubicamos entre peruanísimos carajos, entregado a sendas francachelas con anónimos borrachos en el infierno de Quilca. Tampoco sorbiendo embobado un capuccino con crema mientras, de reojo, es hechizado por la belleza de una musa miraflorina, con quien compartiría la mesa, edulcorándola con coquetona prosodia. Granados puede amanecer bien en Madrid o en Cartagena de las Indias, mañana a orillas del río Charles o entre los anillos de Santa Cruz de la Sierra. Viajero sin bitácora, habitante solitario de su paisaje interior, Pedro Granados (Lima, 1955) se inició en la poesía junto a José Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo y Jorge Eslava, es decir, en los albores de los 80 –generación que, como explicáramos alguna vez– optó por escribir desde las márgenes, desconcertada por el vacío, ocupando el centro retórico. Cada uno de ellos en vez de practicar el parricidio (típico deporte en nuestras letras), se aproximó a la tradición poética de acuerdo a su instinto, asumiéndola desde particulares preceptos. Lo curioso está en que sus compañeros de ruta son una presencia constante en las antologías “oficiales”, denominadas alguna vez como creaciones literarias- mientras que Granados, en esas páginas (muy sospechosas, por cierto) aparece como una ausencia la que, contradictoriamente, conviértese en una presencia necesaria para otorgarle legitimidad pues, con el paso (y el peso) de los años, encontramos resonancias de su obra en la que van construyendo los poetas mas jóvenes. No se trata, como otros de sus contemporáneos, en un sembrador de epígonos, vía talleres literarios, mas sí en una lectura “secreta”, para algunos de cabecera pues, junto a Carlos López Degregori, es el autor de una de las Obras (con mayúsculas) mas sólidas en la ultima poesía peruana.

Cultor de un lenguaje donde el tono coloquial se niega en ráfagas que prescinden de un interlocutor (que no lo sea el lector mismo) desde su primer cuaderno, “Sin Motivo Aparente” (1978), hasta el novísimo “Soledad Impura” (2004), Granados se aboca a la elaboración de un discurso donde el yo poético, más que enunciarse, se nos insinúa con la experiencia inmediata para, luego, trascenderla apelando a la lucidez de la alegoría. Su yo es también el otro, no se manifiesta con declaratorias sino con la especulación (y a veces la negación) que opera monológicamente sobre ellas en una suerte de dialéctica escritural que vincula Ia sensorialidad con la razón.

Poeta estricto y riguroso al máxime en cuanto al uso de la palabra, la que maximiza en sus posibilidades (tanto estéticas como conceptuales) constriñéndola, a veces radicalmente, otras como eje de progresiones versales cuya yuxtaposición (a veces alógica) termina por reinventarla. Granados es un poeta de lo imprevisto, se nos declara nombrando lo presente con rudeza (no exenta de belleza), sublimándolo o simplemente dejando estar (por momentos al poeta, en otros al sujeto que respira tras esa máscara). Quien quede no es “símbolo”, no, más bien se constituye en un rastro que el ser humano nos heredó, como un rastro del camino emprendido hacia su exilio interior donde, como él mismo nos lo confesó: no hay retorno.

Precisamente por este exilio como por su transgeneracionalidad –utilizando su propio neologismo– existe la tentación de convertido en cohabitante de la ínsula instaurada por Luis Hernández, pero esta hipótesis es solo una mera relatividad. Donde Hernández se nos revela es, justo, donde Granados se oculta. Lo que constituye ternura (casi infantil) en el primero, es dolorosa lucidez en el segundo. Es decir, son antípodas en un mismo territorio. Hernández enuncia (a veces desde la deriva), Granados susurra (casi entregado al silencio) y la “oreja peruana” –como díria Lauer– oye, sí, mas no escucha por estar acostumbrada a la melopea “rociada de mañanitas”, a ritmo de valsecito de antaño. La crítica no atina con el “son” de Granados (que ostenta lampos de parquedad como de telurismo tropical, es múltiple). Su verbo puede ser absorbido por el silencio, y viceversa, gestando “vacuidades” que refuerzan lo expresado o aquello por expresar. Es que Granados aborda la Poiesis en su totalidad, a punto tal que percibimos en él la misma actitud que entreviera Paz en Westphaten, de quien dice: “ha hablado con esa voz, que es la suya y la de todos y la de nadie; la voz del otro que es cada uno de nosotros. Al mismo tiempo, ha oído el silencio que precede, acompaña y sigue a esa voz”.

Actitud similar, es cierto. Pero, también, no creo a nadie más lejano de lo surreal (practicado por Westphalen en la Vanguardia) que nuestro poeta. Si Westphalen (con maestría) privilegia la imagen sobre el discurso y eslabona una con otra (como unidades independientes) desde el Óniros; Granados descompone la imagen, la deconstruye convirtiéndola en discurso. Si algo los hermana el tropo poetológico, la reflexión que emerge desde las entrañas del arte poética, pero las perspectivas entre ambos contrastan.

En “Escribir” (del libro “Juego de Manos” (1984) especula:
Probablemente escribir sea
escribir,
renunciar a la rabia o al abatimiento.
Que son irrenunciables.

Las yuxtaposiciones utilizadas por Granados no sólo son de orden semántico, también son conceptuales y, doxográficamente invitan al autor a que éste halle su propia “episteme”. En “Via Expresa” (1986) recurre a lo poetológico para establecer un diálogo con uno de sus maestros, Javier Sologuren (“A Javier Sologuren”). No creemos que este notable lirista sea un referente fundamental en el discurso de Granados, pero sí el nexo que le permite el acceso a Góngora, Machado, Guillén y, en general, a lo más brillante de la Poesía Española Contemporánea. En la antología “El Fuego que no es Sol” (1993), donde reúne diez años de trabajo poético, quizá con una depuración demasiado estricta del mismo, somos partícipes de otro encuentro de Granados con la poesía. En el (estupendo) poema “Empezar a acariciar la pagina” vemos cómo cede su yo a la fenomenología misma de la escritura:

Empezar, en fin, a cederle a la página
lo que ni siquiera ya soñamos.
Es ella la que espera,
es ella la que sueña.

El estado del poeta es de comunión con el “inconsciente colectivo”. Se nos muestra en un estado contemplativo, casi de modo místico, en un “hacer no haciendo”. Es habitado por lo que trasciende y hace del poema “sombra del hecho”

hasta el secreto del olvido,
hasta el secreto de la muerte
(Arte Poética)

Así es que puede redescubrir: lo bellísimo que es el mundo a veces
carajo. Lo terriblemente bello que es.
(Después de herirme con tu belleza)

Pues, al acercarse al papel
Como un anónimo calígrafo
sabe como hay:
algo que no es la arena sola
ni únicamente el mar: La playa
(Caligrafías ).

Es a través del “otro” donde el yo poético de Granados alcanza la plenitud:

ni pensar ni sentir ni actuar

como nos lo declara luego:
sólo fluir y fluir

en un eucaristía junto a quien simboliza a lo opuesto.

El poeta se deja estar, pero Granadas, el sujeto se mantiene alerta:

y sin embargo, escribo como escribo. Espantando los días
como moscas, con un mes delante en el calendario.
(Un punto}

La comunión obra en el poema como una atemporalidad. O mejor, como sostenía Ibn Harabi: “como un lugar que no tiene dónde que transcurre en un tiempo que no tiene cuándo pero, que en revancha, contiene todos los lugares y todos los tiempos”. Citamos a Harabi no sólo por el rol que cumple la atemporalidad en el discurso del poeta, disfrazada de lo anecdótico, sino, también en función de la espacialidad. Presentes en la obra de Granados están: Madrid, Santo Domingo, Manaos, Boston, Lima, Santa Cruz de la Sierra. Son geografías en las que el sujeto habitó, amó, sufrió, triunfó o se jodió. Mientras, el poeta, fiel a sí mismo, lo trasciende tanto como lo contempla. Para este último las ciudades son meros estadíos donde pasea su propio exilio, el otro, el interior. Sujeto y poeta coexisten en Pedro Granados, logran desdoblarlo a punto tal que confiesa lo que, paralelamente, experimenta:

Soy una “minoría” en los Estados Unidos, mas también; por ejemplo, en el Perú y en España. Entre homosexuales, heterosexuales, velludos, lampiños, y entre los otros poetas. Los acercamientos científicos, metafísicos, sentimentales, cibernéticos, utópicos. Ninguno de ellos satisface a nuestro distraído corazón: viscosa rana de estanque ciega y cantarina.
(“Pasos de un peregrino errante”). Pese a que el poeta reconoce a su corazón como distraído, luego aclara:

Yo soy el vigilante
o el observado – váyase a saber
sumergido en las sombras.
(fervor de Boston)

El vigilante pudo haber estado:
En Roma, la abierta,
en la centrífuga Madrid,
en Pachacámac la alada
(XXI)

pero, observemos cómo, en comunión, el hombre y el poeta se desdoblan. Dice Granados, no exento de dramatismo:

El tiempo ha pasado y, efectivamente,
En Madrid las calles van repletas de gente.

Ante esta situación el poeta, quien contempla la escena desde la hondura del sí mismo, acota socarronamente:

(Magnifica imagen de una de las películas de Almodóvar)

(XXII)

Este desdoblamiento, monológico como referíamos, es lo que hace de los espacios, anécdotas que acontecen frente a su exilio interior. Su lucidez le permite reconocerse como un ser desterritorializado pero, precisamente esta impertinencia hace de Granados un poeta de estirpe universal quien, “desde su corazón andino y su deseo africano”, nos recuerda que, en la poesía, las fronteras son burdas entelequias. Siendo universal no renuncia a su insularidad. No “Es” en Lima ni en Santa Cruz de la Sierra, Granada o Samaypata, simplemente “Está”. Su ser esencial parece haberse arraigado en la poesía misma, territorio al que se aferra con uñas y dientes desde cualquier punto del orbe y aún “con el polvo de la patria en el destierro”.

¿El desarraigo aleja al poeta de lo peruano?. Dada la complejidad de su obra hemos fijado la atención sólo en dos de sus singulares tropos, quizá por sentirnos próximos a éstos. Pero, Granados, en cada escala por la que atraviesa la doble naturaleza de su autoexilio, no deja de obsequiarnos sendas reflexiones acerca de la utopía implícita del “ser peruano”. Aparece en lo pictórico (“A Tilsa Tsuchiya”) donde, como ante su país natal: No hay partida, / no hay retorno,/ no hay lejanía; en sus ceramios prehispánicos (“Huacos Eróticos”) e, incluso, en:

las plazas, las calles,
las calles de las plazas,
mi corazón contigo
como siempre
(“Lima”)

tal como se lo declara a su ciudad. Lo peruano se manifiesta también desde su nostalgia por la familia (real y metafórica, al representar la memoria); en sus diálogos con Garcilaso como en el refunfuñón Martín Adán.

Sin apelar a estridencias coloquiales ni a filiaciones neobarrocas, Pedro Granados opera con el lenguaje tal como un “poeta naturalista”. En su mirada se equilibran tanto la vivencia como su sublimación en un vinculante, prolijo y lúcido. Quizá esto lo vuelva un ser insólito entre los poetas de su generación, quienes aún se empecinan en reconocerla como tal. Su desapego lo convierte en partícipe de la experiencia universal (sin filiaciones), algunas veces como testigo, otras como protagonista, pero siempre al filo del reglamento, consciente de su ser y de su estar.

(2004)

Puntuación: 5 / Votos: 142

Comentarios

  1. Carlos escribió:

    Excelente, este artículo me parece haberlo leído en alguna revista arequipeña hace mucho tiempo…

  2. granadospj Autor escribió:

    Probablemente en la que dirigiera José "Vallejín" Córdova algunos años atrás… recién me entero.

  3. Mario escribió:

    Muy buena reflexión, gracias por tu aportación y divulgación.

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