William Ospina
El presente libro, La escuela de la noche (Editorial Norma, Bogotá, 2008), de William Ospina, se enmarca dentro de una inclinación de la literatura que pretende reemplazar elementos como la tensión, la pulsión y el drama por la exclusiva erudición, esclavizando de nuevo al arte a las ataduras del intelecto, a la estética tecnicista clásica de origen renacentista, cuya dinámica se encauza hacia la nostalgia de la mitología grecorromana, el rechazo por otras expresiones que no sean los clásicos, es decir, a lo no amoldado a la simetría, al orden, a la claridad-transparencia intelectual, teorética y especulativa de la representación artística. Sus abanderados son considerados por la crítica conservadora y snob como grandes estilistas, “de exquisita y rara expresión”, forjadores otra vez del intelectualismo, el regreso al culto de la razón, la imitación, la inflexibilidad de las reglas, el decoro y el deleite como elementos preponderantes de una antigua estética.
La erudición malsana (la pedantería de conocimientos inusuales pero superficiales e inútiles, datos inconexos, pura nemotecnia, destreza, artilugio, habilidad de compilación, ejercicio terminológico, sumatoria estéril de informaciones, en fin, el artificio, el ingenio, lo fingido) tiene como horizonte la conclusión formal que caracteriza la “belleza clásica”.
Ya Montaigne había expresado la necesidad imperiosa de alejarse de la pedantería, actitud excluyente, grandilocuente y altisonante, porque según Jaime Alberto Vélez: “La petulancia, la ostentación, y en general todas las formas conocidas de exhibicionismo intelectual son impropias del ensayo”.
La escuela de la noche no escapa al afán de la Ilustración donde la lógica y la razón son imperantes, y nociones como la experiencia, el silencio y la alteridad se desconocen, ya que por efectos de la perfección buscada, el autor llega a postular una superioridad del escritor sobre el acto comunicativo, quien preestablece los significados y las interpretaciones mediante su orden fijo e impositivo. El yo locutor está por encima del yo receptor y el papel del lector se torna pasivo, contemplativo, limitado al papel de admirador incondicional de quien posee un afán de explayar conocimientos, datos o dar entender la aprehensión intelectual de objetos, como si los géneros literarios fueran únicamente un medio de divulgación de inquietudes intelectuales.
El arte pasa de ser expresión, ejercicio, huella espiritual o afectiva, a convertirse en un elemental soporte de un discurso racional, positivista y enciclopédico. De esta manera el autor, inteligente y riguroso, de La escuela de la noche, le importa más dar a conocer el engranaje y el bagaje intelectual que detenta, su individualidad que prescinde de un yo universal y lo limita al yo egocéntrico y hedonista. Es un tipo de ensayo que recrea un narcisismo, lleno de entusiasmo por el estilo, la lengua, el soliloquio y el autorretrato, y su correspondiente ética de alguien que pretende decir grandes cosas, trascendentales, pero repitiendo por extensión las palabras prestigiosas de otros con el fin, a su vez, de ganar prestigio o renombre, lugar donde las citas acumuladas con abrumadora insistencia son siempre expresiones de autoridad y no testimonios humanos, las ideas por encima del hombre, aspiración ya ajena al sentido original del ensayo.
A propósito de citas, para usar el procedimiento habitual de Ospina, alguna vez Michael Ende escribió un texto que tituló Artificios estilísticos. En él se lee: “Con algunos autores tengo siempre la impresión, inevitable, de que, cuando escriben, estiran el dedo meñique y redondean los labios. A mí la cosa me irrita. Cuando estoy leyendo y me invade la sensación de que el autor levanta las cejas y me mira a través de sus líneas como si me preguntase: ‘¿Has notado tú también con qué rara exquisitez he vuelto a expresarme?’, pierdo las ganas de seguir leyendo y cierro el libro”.
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