Antonio Ruiz de Montoya, en Lima, es la universidad jesuita donde Agüero trabajó el primer semestre de 2006. Fue elegido el mejor profesor del ciclo, entre los alumnos a los que enseñó Literatura Latinoamericana II (siglo XIX), y también el menos idóneo para continuar laborando allí entre su alta dirección. En realidad, desde el principio se lo advirtieron: sí o sí la cuestión era adaptarse. Pero lo que esto quería significar era lo realmente peludo del asunto. Como esta breve novela se leerá, auguramos, hasta por lo menos unos cinco siglos más no vamos a incidir en mezquinos detalles. Sólo queremos reparar en que existen jesuitas y jesuitas y no nos atreveríamos a generalizar al respecto. Juvenal aprendió con algunos de ellos desde la escuela primaria, en el ya desaparecido colegio Nuestra Señora de los Desamparados, que humanizar era divinizar. Coletazos de los sesenta aún en los setenta. Que si, por ejemplo, los homosexuales eran el 10% de la humanidad –y los heterosexuales el 90%– deberíamos sencillamente ponernos en el caso de vivir en un mundo en que estas proporciones se encontraran invertidas… y tratásemos de pasarla sin homofobia y en paz.
Pero a comienzos del tercer milenio pareciera que aquella medular iniciativa ha llegado a su fin. La iglesia no sigue viendo con buenos ojos la literatura; aunque en la Ruiz de Montoya se ubique una especie de alta estela central con un popurrí de versos entresacados del canon, pero ninguno firmado por alguno de sus alumnos. La literatura, eso sí, debe estar al servicio de una lectura oportunista y pragmática de los signos de los tiempos y, de paso, también de cada uno de nosotros mismos. Algo que dé aliento, hinche de fervor, y corresponda al concepto básico de un Dios encarnado y haciéndose en la historia; es decir, colaborando estrechamente con su grey en perfeccionar su creación aún inacabada. Tinglado fundamental que debería haber llamado a la reflexión y al mejor esfuerzo de los seminaristas en que tendríamos que habernos convertido todos los que estudiábamos o trabajábamos allí. En política, pues, todos correctamente comprometidos; y, en lo humano, mayúsculamente cercenados. En un ejercicio colectivo de creación literaria que Juvenal Agüero propusiera a sus recordados estudiantes –y que solía ensayar desde hacía mucho con distintos grupos y en variedad de contextos– jamás percibió tamaño acartonamiento como en aquella oportunidad. Cierta incapacidad, tanto física como mental, para disfrutar y, por lo tanto, para ser elásticos o arbitrarios –¿tolerantes?– en primer lugar con uno mismo. La inclusión debe comenzar por casa, pensaba Juvenal, y parte fundamental de ésta son la imaginación y el díscolo deseo. Lo cual nos permitiría, a su vez, pensar la política desde dentro –y desde lo cotidiano– y no sólo como una importante lección de historia más por aprender ni de signo de los tiempos preprogramado más por dilucidar. Vaya, pues, este ocioso poema –nada comprometido– dedicado a mis hermanos jesuitas de esta hora y de la todavía media hora más por venir; en esta maravillosa tarde de sábado de diciembre de 2006:
Una vez más
Una vez más he sido
humillado.
Por enésima vez
han descargado sobre mí
el poder.
Un hombre se ha portado
como una institución
y me ha condenado al exilio.
Dentro de una institución
en la que nada más he sembrado
la duda asistemática
y el rechazo de todas las instituciones.
Pero todo de un modo cool, casual,
imperceptible como casi mi propia vida.
“Poseer una conciencia laxa
va a crearte numerosos problemas”.
Como bien dijo el padre de mi colegio.
Igualito a como dijo, mi propio padre,
pero de mi sobresaltada soberbia.
Exhibo mis defectos
para poner de relieve mis virtudes.
Pero esto ya no va más. En realidad
soy muy malo. Aunque
no deje de parecerme un nombre cualquiera.
Un epíteto acaso: Malo. Malo. ¿Malo?
Loma, mejor, y mucho más discreto.
Loma nomás. Aunque harto humillado.
De En tiempo real (Lima: PYTX, 2007)