A Juvenal Agüero le cayó un rayo de luz de parte de su neurosis, de la poesía o del mismo Dios cuando estaba en tercero de secundaria. Fue en Villa Koschka, en realidad, una casa de campo casi abandonada que tenían los jesuitas a no más de hora y media de Lima. Esta casa no dejaba de ser un lugar interesante para alguien que venía del corazón de una urbe donde nunca llueve y donde, por las divisiones de clase trasladadas al mapa de la capital, su barrio de Breña no poseía ningún encanto ecológico, ni mar ni árboles ni nada que se le parezca, solamente tráfico –conectado como estaba al centro de la capital– y calles escasamente iluminadas.
Juvenal y sus compañeros fueron allí de excursión, aunque la dirección del colegio la asumió como si fuera un pre-retiro (ejercicios espirituales obligatorios para el cuarto y, sobre todo, para el quinto y último grado de secundaria). Apenas fueron media docena de muchachos acompañados de un seminarista entusiasta, y la idea era quedarse sólo de un día para otro: jugar un poco de fulbito, bañarse en la pileta que ellos de antemano sabían allí existía, comerse todas las provisiones (las propias y las del otro), no dormir (conversar y fumar hasta intoxicarse), y luego regresar alegre y cómodamente en la combi que habían fletado para la ocasión. Casi nada de este imaginado programa se cumplió, especialmente para Juvenal Agüero. Villa Koshka no había recibido en meses ningún tipo de mantenimiento; entonces, la alberca estaba llena, pero con una agua que disuadía por su color y por estar cubierta de hojas y maleza; no hubo tiempo para jugar fulbito porque el seminarista se las arregló muy bien para proponer diversas dinámicas de grupo y temas de reflexión; asimismo hubo que hacer limpieza de algunas áreas, especialmente de las camas que, para sorpresa de todos, resultó eran sólo un molde de cemento donde encajaba un delgadísimo colchón. Todo este dormitorio era literalmente una cámara frigorífica; por eso no es difícil entender que, al amanecer siguiente, varios de esos muchachos encontraran un alacrán muy bien acurrucado dentro de sus zapatos.
El mismo día de la llegada, antes que anocheciera, Juvenal abandonó el grupo que se encontraba reunido dentro de la casa, y salió a dar una vuelta. Su atención estaba dirigida fundamentalmente a su mundo interno; pero, aun así, pudo distinguir todavía la belleza de las estribaciones andinas, ya próximas, como a media hora en auto de allí. Olía y saboreaba y palpaba toda la atmósfera en cada una de sus pisadas; quebró ramillas, ahogó líquenes, creó sombras fugaces bajo sus pies; tenía y no tenía miedo mientras se dirigía al descampado. La noche inclinaba su pecho, lucía un vestido de estrellas multicolores; la luna era dádiva generosa para el mundo. Ya no tenía miedo, sí ansiedad y curiosidad. En pleno campo abierto, solo, erguido y mirando el cielo, sintió un arpón de luz que se clavaba justo en medio de su pecho. El sosiego era insoportable; la dicha, aún más temible. Herido, se recostó sobre una roca próxima y lloró; sus lágrimas salían incontenibles. En una fracción de segundo creyó observar a la noche misma, temeraria, aproximándosele. Recuperado aquel arpón del medio de su pecho, fatigado y sin noción alguna del tiempo, como por inercia emprendió el regreso. Cerca de la casa, bastante grande y carente de energía eléctrica, sintió algo de miedo; todo estaba realmente muy oscuro. Temprano se retiraron los muchachos a dormir.
De Prepucio carmesí