La chimiferia del libro [de Santo Domingo]/ Pedro Conde Sturla

www.remolacha.net
Picoteo de Obama en Santo Domingo

Hace mucho tiempo, la Feria del libro era una chimiferia del libro, algo parecido a la proliferación de aquellos carruajes de metal que se incorporaron al paisaje urbano en los años setenta, diseñados para la venta de emparedados a base de vegetales, salsa de origen incierto y peligrosas salchichas de carne de cerdo al carbón, los célebres y desacreditados chimichurris, de cuyo nombre no conozco el origen, pero sí el uso que estoy usando con toda mi mala leche.

Era así la Feria del libro, sobre todo en la época en que se realizaba –bajo perennes aguaceros que nunca han dejado de caer- en los predios del antiguo parque zoológico que hoy se llama Plaza del Conservatorio o algo parecido.

En esa etapa, el culto del arrabal y el chimichurri invadía todos los aspectos del magno evento libresco.

En cualquier Feria del libro, como en cualquier semana de carnaval o festival del merengue, el área se convertía en campamento de tenduchas y ranchetas fijas y móviles del género chimichúrrico.

La basura, el desorden, los altoparlantes a pleno pulmón se hacían reyes del lugar en la medida en que se libraba una competencia feroz entre los vendedores de las principales compañías de refrescos, pizzas, cervezas, venenosas bebidas artesanales, arepas, cachapas, hot dogs, hamburguesas y los mencionados chimichurris de bien ganada fama chúrrica o churrigueresca.

Estaban allí, dignamente representadas, la cultura del chicharrón y el puerco asado, sin olvidar el maíz hervido en agua sucia, que es lo mejor de todo.

Incluso, en alguna ocasión, en la Feria del libro fueron exhibidos animales importados del nuevo Jardín zoológico y botánico, a manera de atracción de feria nada libresca.

Por último estaban los libros, que nunca han competido en venta con bebidas y comidas, libros casi relegados a un segundo plano, cuando no invisibles y, sobre todo incomprables.

Si por casualidad aparecía una obra interesante y a buen precio, sólo se debía a la piedad democrática de los editores piratas.

El evento, organizado con limitada efusión de medios económicos y propagandísticos, presentaba al visitante un aspecto macondiano, lo cual no era contraproducente. Era quizás lo más representativo de todo.

Al fin y al cabo, no hay nada más libresco ni literario que Macondo. A ese espectáculo deprimente le llamaban triunfalmente Feria del Libro, una lamentable sucesión de casetas maltrechas dispuestas en orden caprichoso por una ruta de tropezones, en cuyo interior se ofertaban ejemplares de libros que por su precio parecían piezas de museo y muchas veces lo eran.

Era, como he sugerido, una feria chimichúrrica, chimichuresca, chimichurriosa a carta cabal.

Hoy, todavía, la Feria del libro, la ahora pomposa Feria internacional del libro, sigue siendo, en cuanto a libros se refiere, una chimiferia del libro, un espectáculo circense con un marcado carácter mercurial, no cultural, propagandístico y gobiernista.

Son dos semanas de circo, pan y circo y bebidas a granel. Obras de teatro, películas, bailes, música, cantantes populares y hasta un trencito para desplazarse por el recinto están a la orden del día.

Puro circo. No por casualidad el evento se inaugura y concluye con un acto solemne en presencia del monarca constitucional de la República y un montaje infernal de costosísimos fuegos artificiales. Puro circo.

La diferencia es que las instalaciones otrora chimichurrescas han alcanzado a fuerza de papeletas la dignidad del orden empresarial establecido y algunos libros se exhiben y se venden en pabellones que cuestan una fortuna y en librerías pertenecientes a las grandes editoriales, que quizás gastan más en la instalación de la planta física que lo que ganan por la venta de libros.

Muchos de los pabellones carecen completamente de sentido en el ámbito de una feria del género, como el de la Junta Central Electoral, la Policía Nacional y la Secretaría de las Fuerzas Armadas, entre muchos otros.

El que más llama la atención, por ostentoso y costoso, es el de la primera dama, donde deberían exhibirse las obras literarias completas de la intelectualísima esposa del presidente.

El mayor título de gloria que se atribuyen los organizadores es el número de prestigiosos invitados extranjeros, algo que sería loable si no fuera absurdo.

Este año hay ciento cinco invitados extranjeros, lo que significa ciento cinco pasajes de ida y vuelta en avión, y ciento cinco costosas habitaciones de hotel, aparte de los gastos de comida y transporte.

Pero además de lo anterior, uno se pregunta, se ve forzado a preguntar qué hacen, que pueden aportar tantos invitados en el curso de dos semanas, en el curso de apenas quince días y la respuesta es: “nada, prácticamente nada”.

Los invitados extranjeros son parte de un bulto, de un montaje publicitario y no hacen más que participar en un maratón de charlas, lecturas y conferencias que se suceden incesantemente unas a otras y a las cuales en general no asisten más de diez o quince personas, aunque desde luego hay excepciones y algunos invitados, en horarios privilegiados, llenan salas enteras.

A mi juicio, creo que sería más provechoso hacerlos desfilar en pasarela en traje de baño.

De cualquier manera, y para fines de hacer bulto, todas las actividades fracasadas o exitosas terminarán figurando en un volumen conmemorativo con un número tan alto de “realizaciones” que no dejará de asombrar o sorprender a los incautos.

Es puro bulto, repito. Por eso hay personas que hablan con propiedad de la Secretaría de Estado de Bultura.

Otro motivo de orgullo, con el que se confirma el éxito de la Feria, es el número de visitantes.

Miles de visitantes acuden efectivamente a la Feria, pero una gran mayoría, con sus uniformes escolares, denuncia la condición de estudiantes cautivos a quienes les brindan la oportunidad de abandonar las aulas para pasearse alegremente por el recinto, sin mostrar interés más que en el aspecto físico de los pabellones, amén de bebidas y comidas.

Ellos también son parte del bulto de la Secretaría de Bultura.

Pero los libros, los libros que deberían ser los protagonistas de la flamante Feria del libro, son los mismos de siempre, son simplemente los libros que se venden en todas las librerías.

¿Qué sentido tiene, pues, una Feria del libro que reproduce la misma rutina literaria? En cualquiera de las grandes librerías de Madrid o Nueva York la oferta de libros supera con creces todo lo que ofrece nuestra flamante Feria internacional del libro.

El dinero que se destina a la Feria del libro emana al parecer de un cuerno de la abundancia, un chorro inagotable, como si saliera de un grifo, pero poco o nada se emplea, como de costumbre, en lo esencial.

Los grandes ausentes de nuestra Feria internacional del libro son los libros y los compradores de libros.

El dinero se emplea en todo lo que es superfluo, en el derroche, el dispendio, y lo celebran como un éxito.

Eso es lo triste. El gobierno y la Secretaría de Cultura celebran como un éxito el despilfarro en una Feria del libro dedicada paradójicamente a Juan Bosch.

Y mientras lo celebran y se celebran a sí mismos, nosotros pagamos de nuestros bolsillos, pagamos incluso con lágrimas de rabia este pomposo, magno, gigantesco acontecimiento cultural, o por lo menos bultural. Bultural de bulto, puro bulto.

elcaribe.com.do
25 de abril, 2009

Puntuación: 5 / Votos: 3

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *