No he querido, ni he podido hasta ahora, escribir nada sobre los últimos acontecimientos ocurridos en la selva, pues he estado demasiado enojada como para decir algo. Comentarios y análisis hay muchos en la prensa y en la blogósfera, y de todo calibre. Basta darse una vueltita para encontrarlos, así que no los repetiré ni los enlazaré aquí.
Lo que quiero comentar ahora, simplemente, es la relación que veo entre lo que pasa en nuestro país y las experiencias que tienen muchos niños y niñas -los adultos del mañana- en los diferentes lugares en los que se educan y socializan, principalmente al interior de sus familias y en la escuela.
La toma de conciencia sobre el otro, el descentramiento (dejar la perspectiva egocéntrica y ver las cosas desde el punto de vista de otra persona) y el respeto mutuo (sincero, genuino) hacia los demás no aparecen de la noche a la mañana. Por el contrario, requieren de un largo proceso de construcción, y de un entorno social que facilite tal proceso. Uno de los problemas centrales del desarrollo social es la coordinación de los valores, la cooperación, a la que Piaget entendía como una co-operación, un modo de operar entre todos, colectivamente, articulando medios y finalidades. ¿Pero cómo llega el niño a coordinar sus valoraciones con las de otro individuo, de modo que pueda cooperar con él dejando de lado su perspectiva egocéntrica y sin agredirlo? Sin una socialización que ofrezca a los niños múltiples oportunidades para articular puntos de vista y “estar” con los otros -en el sentido más amplio del término, lo que implica dimensiones cognitivas y afectivas- esto no resulta posible. Experiencias de constante privilegio en las que no aparece nunca, o lo hace insuficientemente, la necesidad de coordinar las propias perspectivas con las de las demás personas, de ponerse en el lugar del otro y ceder los propios deseos frente a los de alguien más, de argumentar frente a otros haciendo explícitas las ideas propias y tomando en serio las de los demás son nefastas para este proceso de construcción y lo limitan tremendamente.
Ejemplos tengo muchos. He visto a padres de familia decirles abiertamente a sus hijos que tienen el derecho de maltratar a las personas que trabajan para ellos. “A ese cholo tú le pagas“, oí alguna vez que le decía un hombre a su hija, alentándola a no hacerle caso al chofer del bus escolar que la trasladaba si este por alguna razón le pedía que no hiciera ruidos molestos o que bajara los pies del respaldar del asiento de adelante. Conozco maestras que pueden quedarse mirando a dos niños que se golpean sin hacer ni decir nada, asumiendo que se trata de un juego de niños sobre el que es mejor no intervenir, y padres que incitan a sus hijos a devolver los golpes recibidos, (“si te pegan, pégale tú también, patealo más fuerte”, dicen), propiciando violencia e instaurando en sus hijos la idea de que la mejor manera de resolver los conflictos es la agresión.
Muchos adultos no ayudan nunca a los niños a reconocer las consecuencias de sus acciones para las demás personas, y pasan por alto conductas que deberían ser inaceptables sin señalarles cómo esos comportamientos dañan a los otros. De este modo, mantienen en los niños la falsa creencia de que ellos pueden hacer lo que deseen en el mundo, que su conducta es inocua y que no es su responsabilidad el preocuparse de cómo sus comportamientos afectan a los demás.
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