Cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo

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Yo soy el pan de vida

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
Corpus Christi es el Jueves Santo celebrado en olor de multitudes. Porque ciertamente son multitudes las que se reúnen hoy en torno a la eucaristía (misa y procesión) en todas las catedrales del mundo. Con alegría y gratitud al Señor por el regalo de su presencia real entre nosotros, Él, que al mismo tiempo está sentado a la derecha del Padre… Y como signo eucarístico y de unidad fraterna eclesial. Por feliz coincidencia, este año y en el atrio de la catedral, a los miles de cristianos de siempre, se unirán las muchas delegaciones de los países hermanos, que han venido a participar del I Congreso Internacional sobre cómo proteger el futuro de las Familias del siglo 21. Siendo la eucaristía el corazón de la familia, han querido tener la clausura en este hermoso Día de Corpus Christi y participar en su misa y procesión.
Estas multitudes, reunidas en torno a Jesús Eucaristía, son la continuación de aquellas muchedumbres que le seguían, buscando algún milagro que los sanase. Y a las que, para empezar, Jesús dio de comer multiplicando milagrosamente unos pocos panes, signo de la multiplicación de su cuerpo hecho pan de vida por nosotros. Es lo que nos cuenta el evangelio de hoy (Lc 9, 11b-17). El relato de la institución de la eucaristía -lo que siempre esperamos escuchar al celebrar Corpus Christi-, nos lo transmite Pablo (1Cor 11,23-26), con la observación de que es una tradición que ha recibido y que procede del Señor. En esta tradición Jesús ofrece pan y vino, que convierte en su cuerpo y en su sangre, y actúa como un sacerdote no aarónico sino según el orden de Melquisedec (Gen 14, 18-20).
El conjunto de las lecturas nos presenta un Corpus Christi muy humano, en el que priman el hambre del pueblo (milagro de la multiplicación de los panes), el amor misericordioso de Jesús (la compasión que le lleva a hacer el milagro), la participación de todos (alguien aporta unos panes, los apóstoles ayudan en el reparto, etc.), la expectativa que se origina (la gente pensando que proclamando Rey a Jesús está resuelto el problema del hambre, y Jesús entendiendo que ha llegado la hora de anunciar su gran e inimaginable promesa: la de darles a comer su cuerpo, pan de vida, que el que lo come nunca más tendrá hambre).
Es como, en gran medida, el evangelista Juan plantea y nos transmite la Última Cena, que con tanto amor preparó el Señor, y en la que el momento de suspenso es el lavatorio de los pies (la mutua ayuda) y el mandamiento nuevo del amor (amarnos como Jesús nos amó) (Jn 13, 4-15.34-35). Ciertamente Corpus Christi (la eucaristía) es Pan de Vida para el camino, momento de encuentro comunitario y personal, gozoso e íntimo, con el Señor, memorial de su pasión-muerte y resurrección, etc. Pero exigen de nosotros un compromiso verdadero: tener hambre y comer con provecho su pan de vida, vivir en solidaridad y comunión verdaderas con los hermanos, hacer que la misa del Señor sea nuestra misa dando nuestra vida hasta derramar la sangre por los demás…
LA EUCARISTÍA: SIGNO DE UNIDAD
Una de las cosas más bellas y emocionantes de la misa (eucaristía) es la gente que participa en ella. Damos por descontado que tiene que haber gente y nos alegra el corazón cuando vemos que hay mucha. Más aún, si participa activamente en la misma (cantando, respondiendo, guardando las posturas debidas de estar de pie, sentado o de rodillas). Pero lo bello y emocionante no es exactamente eso sino el hecho de que estén  unidos constituyendo una asamblea santa, presidida por el sacerdote. ¿Quién hace el milagro de ponerlos y estar  juntos, sin distingos ni diferencias sociales o de edad? El rico junto al pobre, el sabio junto al ignorante, el anciano junto al niño, etc. A la comunión, que luego recibiremos, nos estamos preparando con esta común-unión de los fieles en la misa (y antes en casa y en la ciudad).
Decididamente, la eucaristía es, como dice San Agustín, “signo de unidad”. Y es bella y significativa la iglesia-comunión que ahí se expresa, la unidad que ahí se vive: Jesucristo, el sacerdote y los fieles en y como Asamblea Santa. Por donde se la mire la eucaristía, que exige la unidad de los creyentes para poder celebrarla, es unidad y crea unión. Claro que produce otros muchos efectos -(nos da fuerza para el camino, perdona los pecados, es germen de resurrección, etc.)-, pero el de la unidad es el más valioso y decidor. Significativamente, los mismos pan y vino salen de la unión de muchos granos de trigo y de uva.
La primera y más querida unión que produce la eucaristía es con Jesucristo. Tanto que nos transforma en Él, que es lo que quiso, cuando al celebrar la Última Cena instituyó la eucaristía y el sacerdocio (para que nunca falte la eucaristía). La parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15, 1-6) y la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17, 21), se refieren a esta unión con Él. Pero también a la unión entre nosotros, tan requerida y sin embargo tan olvidada. “El cáliz de nuestra Acción de Gracias (eucaristía), ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, por eso nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan (1 Cor 10, 16-17)
Para los cristianos y, en especial para los que tanto comulgamos, saquemos dos aplicaciones prácticas. La primera se refiere a la importancia de la unidad, de vivir unidos entre nosotros. Es lo que más ha querido el Señor. Lamentablemente, pareciera que es lo que menos queremos nosotros. La unidad, que es la otra cara de la caridad, no parece ser virtud de nuestra devoción. ¡Tantas familias y vecindarios y confesiones religiosas y países divididos! ¡El mundo siempre dividido! La otra aplicación práctica tiene que ver con nuestra actitud ante la eucaristía. Hablando en general, somos individualistas y subjetivos. Muchos van a su misa y reciben su comunión, olvidando que la misa es asamblea y la comunión unión con los hermanos.
No podemos participar y/o recibir la eucaristía sin entrar en comunión con los hermanos y sin comprometernos a vivir en paz y con caridad. Al respecto es sintomático que la oración que la Iglesia nos pide rezar, como preparación inmediata para la comunión, termine pidiendo la paz y la unidad para la iglesia. Literalmente, “que no mire nuestros pecados sino la fe de su Iglesia y que, conforme a su palabra, le conceda la paz y la unidad”, que son condición para acercarnos a comulgar.

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