Archivo por meses: marzo 2010

Comercio equitativo

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Cafe El Palto

Muy pocos podrán identificar y muchos menos conocer la localidad El Palto. En la margen derecha del río Marañón, en la provincia de Utcubamba dos distritos: Yamón y Lonya Grande forman la localidad El Palto integrada por 9 caseríos y dos centros poblados. Todos ellos con una excelente producción de café orgánico que los lleva a exportar su producto a través del mercado justo a Estados Unidos y Canadá, bajo la certificación del FLO CERT.
En El Palto, 135 familias cafetaleras han aprendido a trabajar sus tierras cuidando el medio ambiente, el agua, la biodiversidad y los bosques para lograr estándares de calidad. La meta de cada uno de ellos es aplicar buenas prácticas agrícolas para conseguir comercializar su producto en el exterior.
Los agricultores se han agrupado en la Asociación de Productores Cafetaleros Juan Marco El Palto (JUMARP) y en corto tiempo lograron capacitar a los campesinos en una agricultura sostenible y conseguir la participación de las mujeres con los mismos derechos para producir y comercializar el café.

El PaltoEl Palto es una comunidad de la provincia Utcubamba en Amazonas, cuyas tierras son bendecidas por el café. Prueba de ello son los 25 quintales de este fruto que obtienen por hectárea, la nueva meta de producción que han alcanzado los Productores Cafetaleros de Juan Marco El Palto (JUMARP), cantidad que duplica los 12 quintales que obtenían tan sólo un año atrás.
Gracias a este aumento de producción y, sobre todo, a su calidad actualmente exportan a Estados Unidos y Canadá, un total de 7,500 quintales de café al año 4 veces más que la cantidad que comercializan en Perú.
Pero este granito de café no podría pasar fronteras si no fuera por el protagonismo de las 135 familias cafetaleras que han aprendido a trabajar de manera responsable, cuidando su medio ambiente y haciendo de él un medio en dónde vivir y de quién vivir.
Compañía Energética Veracruz realizará estudios de factibilidad de Central Hidroeléctrica de 730 MW
El Ministerio de Energía y Minas (MEM) otorgó una concesión temporal a favor de la Compañía Energética Veracruz para desarrollar los estudios a nivel de factibilidad relacionados a la actividad de generación de energía eléctrica en la futura Central Hidroeléctrica Veracruz que tendrá una capacidad de 730 megavatios (MW).
Los estudios se realizarán en los distritos de Cujillo, La Ramada, Pión, Chimbán, Choropampa, Cortegana, Chumuch, Yamón, Lonya Grande, Camporredondo, Providencia, Ocumal y Pisuquia, ubicadas en las provincias de Cutervo, Chota, Celendín, Luya y Utcubamba, en los departamentos de Cajamarca y Amazonas.
Según una resolución ministerial del MEM, los estudios se realizarán por un plazo de 24 meses contados a partir de la vigencia de la norma.
El concesionario está obligado a realizar los estudios, respetando las normas técnicas y de seguridad, preservando el medio ambiente y salvaguardando el Patrimonio Cultural de la Nación, así como el cumplimiento de las obligaciones establecidas en la Ley de Concesiones Eléctricas, su reglamento y demás normas legales pertinentes.
Si vencido el plazo para la realización de los estudio, el concesionario no cumpliera con las obligaciones contraídas en su solicitud, respecto a la ejecución de los estudios y al cumplimiento del Cronograma de Ejecución de Estudios, la Dirección General de Electricidad del MEM ejecutará la garantía otorgada.
El Gobierno Regional de Amazonas, en su labor de facilitador de la inversión privada está impulsando y promoviendo los megaproyectos hidroeléctricos, es así que el Megaproyecto Veracruz, está realizando los estudios de impacto ambiental con el propósito de aprovechar el potencial hidroenergético del río Marañón, generando 730 MW de energía renovable.
Cabe destacar que esta Central Hidroeléctrica Veracruz proveería de energía a la población de la región e incluso cubriría toda la demandada del país o en todo caso se podría exportar energía a otros países generando canon hidroenergético a la región, manifestó el Presidente Regional, Oscar Altamirano Quispe.
El Megaproyecto Veracruz, hace ocho meses se encuentra realizando los estudios de impacto ambiental, actualmente están realizando los talleres informativos y se espera que en la quincena de marzo estén convocando a diversas audiencias públicas, por lo que, es importante que la población participe en estos eventos para poder informarse adecuadamente de este megaproyecto” así lo manifestó el Director Regional de Energía y Minas, Gilmer Trigoso.
Cabe destacar que dicho megaproyecto se desarrollará en los límites de las regiones Cajamarca (provincias de Cutervo, Chota y Celendín) y Amazonas (provincias de Utcubamba y Luya). La presa estará localizada sobre el río Marañón a unos dos kilómetros aguas abajo del caserío de Chiñuña, distrito de Yamón, provincia de Utcubamba. Según las proyecciones el costo estimado de la construcción de la Hidroeléctrica Veracruz sería de aproximadamente 1,200 millones de dólares que se llevaría a cabo con la inversión privada.
El Presidente Regional, Oscar Altamirano, destacó que la visita de la Embajadora de Canadá en el Perú Geneviève Des Rivières, así como del Cónsul General y Asesor Comercial de Australia en el Perú Dr. Nicholas Baker; y la presentación de los megaproyectos ante la Secretaría de Descentralización y Promoción de la Inversión Privada Descentralizada en Lima el 2008 ahora ya están dando sus frutos.
De igual forma recalcó el gran potencial hidroeléctrico que tiene la región, como por ejemplo, el del Pongo de Manseriche para la hidroenergía, que generaría 7,550 MW de energía, cuyo costo de inversión demandaría más de 9 mil millones de dólares que permitiría cubrir la necesidad de energía en el norte del País y para exportar el servicio a los vecinos países. De igual forma contamos con megaproyectos como la Central Hidroeléctrica de Rentema (1,525 MW), la Central Hidroeléctrica de Balsas (915MW), Central Hidroeléctrica de Cumba (825 MW) y Central Hidroeléctrica de Chadín (600MW).
Fuente: Radio Horizonte y Perú21.

Juan Julio Witch SJ, sacerdote católico ejemplar

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Juan Julio Wicht SJ

El sacerdote jesuita Juan Julio Witch nació en el distrito de Salaverry, el 18 de abril de 1932. Fue licenciado en filosofía, teología y economía; con doctorado en la Universidad de Harvard. Ejerció la docencia en la Universidad del Pacífico.
El 17 de diciembre de 1996, se llevó a cabo la toma de la residencia del embajador de Japón en Lima, por 14 miembros del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), durante el gobierno de Alberto Fujimori. A los pocos días, el Padre Witch se hizo conocido por su valiosa actuación al decidir quedarse como rehén voluntario a pesar de que los terroristas lo consideraron en la lista de quienes serían liberados. Todos los domingos, el Padre Juan Julio celebraba la Santa Misa para los secuestrados y sus captores.
Sus vivencias fueron volcadas en el libro Rehén voluntario: 126 días en la residencia del embajador del Japón; en el que narra todo lo ocurrido dentro de la sede japonesa.

Sacerdote jesuita Juan Julio Witch

Juan Julio Witch SJ nos dejó el siguiente mensaje: “El viejo dicho castellano dice: soy pobre pero honrado. La honradez de la persona tiene dimensiones: hay que ser honrado consigo mismo, con la familia, con la empresa, con la sociedad, con el Estado y con Dios… En estos tiempos hay toda una campaña contra la corrupción. Se han creado organizaciones internacionales y se organizan congresos para tratar el tema. Sin embargo, tenemos que señalar que las medidas extremas, como las denuncias, multas o la cárcel no evitan la corrupción. La única forma de combatirla es actuando con honradez.
Y actuar con honradez es proceder con integridad según nuestra conciencia. Si creemos en Dios debemos oír y obedecer sus preceptos, de diversos modos, el Señor siempre nos exige honradez”.
Falleció por un coma diabético en Lima, el 12 de marzo de 2010.
“Junto a su familia, damos gracias a Dios por la vida y el gigantesco ejemplo que como jesuita y peruano nos ha dejado Juan Julio en las múltiples facetas de su trabajo como académico y sacerdote, y como amigo. Ojalá que desde la vida en Jesús Resucitado nos inspire en el generoso servicio al país y a la Iglesia”, refiere el Padre Rómulo Franco SJ.
El Cardenal Juan Luis Cipriani expresó su dolor por el fallecimiento del padre Juan Julio Wicht y resaltó su actuación en la toma de la residencia del embajador de Japón, ocurrida en 1997: “Juntamente con la comunidad católica recordamos de manera especial a Juan Julio, un hombre polémico en tantas intervenciones y, por otro lado, esa actuación tan encomiable durante la captura de la embajada de Japón, donde pude conversar con él muchísimas veces durante esos largos cuatro meses”.

¿Qué es el Corán?

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Coran

El Corán es la Palabra de Dios y por lo tanto eterna e increada. Pero, como libro trasmitido por el Arcángel Gabriel y compuesto por letras y palabras, recitadas, tocadas y escuchadas, no es eterno.
En opinión de la mayoría de los eruditos, la palabra qur‘an, es un modo infinitivo del verbo QaRaA, que significa «leer» o «recitar». Por lo tanto, literalmente significa algo recitado añadiendo letras y palabras recíprocamente.
El verbo QaRaA posee otro modo infinitivo, qar‘u, que significa «reunir». Por lo tanto, ciertos estudiosos opinan a su vez que qur’an significa «lo que reúne». Ha sido narrado por ‘Abdullah ibn ‘Abbas que la palabra qur’an en el versículo En verdad nos incumbe a Nosotros reunirlo (en tu corazón) y permitirte recitarlo (de memoria) (75:17), significa reunirlo y establecerlo en el corazón. Por ello, algunos afirman que ya que el Corán reúne y contiene en sí mismo el «fruto» de las anteriores Escrituras y todo el conocimiento, es nombrado por lo tanto como Qur’an (Corán).
Otros eruditos afirman que la palabra qur’an no deriva de ninguna otra. Es el nombre propio concedido al Libro que Dios, ensalzada sea Su Majestad, envió a Su Último Mensajero, la paz y las bendiciones sean con él. Imam Shafi’i sostiene dicha opinión (Abu’l-Baqa, 287; Raghib al-Isfahani 402; as-Salih [traducido], 15-18).
El Corán es la Palabra de Dios y por lo tanto eterna e increada. Pero, como libro que fue trasmitido al Profeta por el Arcángel Gabriel y compuesto por letras y palabras, recitadas, tocadas y escuchadas, no es eterno (Çetin, 30-32).
La definición general del Corán es la siguiente: El Corán es la Palabra milagrosa de Dios revelada al profeta Muhammad, la paz y las bendiciones sean con él, anotado sobre hojas y transmitido a las generaciones sucesivas por numerosos canales de transmisión dignos de confianza, y cuya recitación es un acto de veneración y una obligación durante las Oraciones diarias (Karaman, 63).
El Corán describe algunas de sus características del modo siguiente:
El mes de Ramadán (es el mes) en el cual se hizo descender el Corán como guía para la humanidad y como verdades claras de la Guía y el Criterio (entre la verdad y la falsedad) (2:185).
Y este Corán no es tal que posiblemente pudiese haber sido inventado por alguien atribuyéndoselo a Dios, sino que es (un Libro Divino en) confirmación de (el origen Divino y de las verdades que aún contienen) las Revelaciones anteriores al mismo y una explicación de la Esencia de todos los Libros Divinos —en donde no hay lugar para la duda— proveniente del Señor de los mundos (10:37).
Lo hemos hecho descender como un «qur’an» (discurso) en lengua árabe para que podáis reflexionar (sobre sus significados y sus términos) y comprender (12:2).
Este Corán ciertamente guía (en todo asunto) a lo más justo y recto, y proporciona a los creyentes que obran bien y con rectitud buenas nuevas de que tendrán una enorme recompensa (17:9).
Y en verdad (revelándolo a través del lenguaje humano) hemos hecho fácil el Corán para la remembranza (de Dios, y prestar atención), entonces ¿hay alguien que recuerde y preste atención? (54:17)
Sin lugar a duda, es el más honorable Corán (recitado) bien guardado en un Libro (56:77-78).
El Corán posee otros títulos, cada uno de los cuales lo describe en uno u otro de sus aspectos y que por lo tanto puede ser considerado como uno de sus atributos. Algunos de estos títulos son: el Libro, el Criterio, la Remembranza, el Consejo, la Luz, la Guía, la Cura, el Noble, la Madre de los Libros, la Verdad, la Amonestación, la Buena Nueva, el Libro Paulatinamente Revelado, el Conocimiento, el Claro (Çetin, 32-36).
El Corán tiene como fin guiar a todas las personas hacia la verdad y alberga cuatro propósitos principales: demostrar la existencia de Dios y Su Unidad; establecer la Misión Profética; probar y dilucidar la vida después de la muerte en todos sus aspectos y dimensiones; y promulgar la devoción a Dios y los puntos esenciales de la justicia. Los versículos del Corán hacen hincapié principalmente en esos temas. En base a esos aspectos, en el Corán se dan: los principios de la creencia, las reglas que rigen la vida humana, información detallada sobre la Resurrección y la vida después de la muerte, preceptos relativos a la veneración a Dios, valores morales, información directa o indirecta sobre ciertos hechos científicos, los principios relativos al surgimiento y a la decadencia de las civilizaciones, esbozos sobre la historia de las naciones de antaño, etc. El Corán es asimismo una fuente de cura. Su aplicación en la vida proporciona un remedio para casi todas las enfermedades psicológicas y sociales. Es a su vez la base de diversos tratados del conocimiento: Contiene una cosmología, una epistemología, una ontología, una sociología, una psicología y una ley. Fue revelado para regular la vida humana en el mundo. No está limitado a una época, un lugar o un pueblo determinados. Es para todos los tiempos y gentes. El profeta Muhammad, la paz y las bendiciones sean con él, declaró: El Corán es más digno de alabanza para Dios que los Cielos y la Tierra, y aquellos que los habitan. La superioridad del Corán sobre el resto de las palabras y discursos es como la superioridad de Dios sobre Sus criaturas (at-Tirmizi, «Fadail al-Qur’an» 25).
El Corán es un decreto definitivo que discierne entre la verdad y la falsedad. No es un pasatiempo. Quienquiera que lo rechace a causa de su despotismo, Dios le humillará. Contiene la historia de las naciones del pasado, nuevas sobre aquellos que os sucederán en un futuro y un criterio sobre vuestros desacuerdos. Todo aquél que busque orientación y consejo en algo diferente del mismo, Dios le desviará. Es la más firme cuerda de Dios, la sabia instrucción, el Camino Recto. Es un Libro que los deseos no pueden desviar ni las lenguas pueden confundir; y del que los eruditos nunca se hastían. Nunca se derrocha ni se disipa al ser repetido, y contiene innumerables aspectos admirables. Se trata de un Libro del que no pudieron nada más que decir:
«Ciertamente, hemos escuchado un Corán maravilloso que guía hacia aquello que es correcto en la creencia y la acción y de este modo, hemos creído en él». Todo aquél que hable basándose en dicha Escritura dirá la verdad; quien juzgue por medio del Corán juzgará con justicia; y quien invite a él invitará a la verdad (at-Tirmizi, «Zawab al-Qur’an», 14).
Concluiremos este asunto con la definición del Corán por parte de Bediüzzaman Said Nursi, ilustre erudito musulmán que inició un movimiento de restauración islámico en Turquía durante la primera mitad del S. XX: El Corán es la traducción eterna del gran Libro del Universo y el traductor imperecedero de las diversas «lenguas» en las que las Leyes Divinas de la creación y el funcionamiento del Universo están «grabados»; el intérprete de los libros del mundo visible y material y del Mundo de Lo Oculto; el descubridor de los tesoros inmateriales de los Nombres Divinos ocultos en los Cielos y en la Tierra; la llave de las verdades que subyacen bajo los acontecimientos; la Palabra de la lengua del Mundo de Lo Oculto en el mundo visible y material; el tesoro de los favores del Misericordioso y el eterno discurso del Glorioso que proviene del Mundo de Lo Oculto a través del velo de este mundo visible; el Sol de los mundos espirituales e intelectuales del Islam, así como su fundamento y plan; el mapa sagrado de los mundos del Más Allá; el expositor, el lúcido intérprete, la prueba locuaz y el claro traductor de la Esencia, los Atributos, los Nombres y los Actos Divinos; el educador e instructor de los humanos así como agua y luz del Islam, que es la verdadera y más grande humanidad; la verdadera sabiduría de la humanidad y la verdadera guía hacia su felicidad.
Para la humanidad, es un Libro de leyes, de oración, de sabiduría, de veneración y servicio a Dios, mandamientos e invitación, invocación y reflexión. Es un Libro santo que contiene libros para todas nuestras necesidades espirituales; un Libro celestial que, como una biblioteca sagrada, contiene numerosos fascículos de los que todos los santos, eminentemente veraces, eruditos puros y discernidores y todos los bien versados en el conocimiento de Dios han derivado sus propias sendas particulares, iluminando cada camino y respondiendo a las necesidades. Proveniente del Supremo Trono de Dios, originado en Su Grandioso Nombre y emanado del rango más completo de cada Nombre, el Corán es la Palabra de Dios en cuanto que es el Señor de los Mundos, y Su Decreto en cuanto que es Poseedor del título de Deidad de todas las criaturas. Es un discurso en el Nombre del Creador de los Cielos y la Tierra; una disertación desde la perspectiva del absoluto Señorío Divino; y un sermón eterno en nombre de la universal Soberanía del Supremo Glorificado. Es también un registro de los favores del Misericordioso desde el punto de vista de la Misericordia que todo lo abarca; una colección de mensajes, algunos de los cuales comienzan con una cifra; y un libro santo que habiendo descendido desde el círculo envolvente del Supremo Nombre Divino, vigila y vela por el círculo que envuelve Su Supremo Trono. Por todo ello, el título de «Palabra de Dios» ha sido (y siempre será) otorgado al Corán. Tras el Corán, vienen las Escrituras y las Páginas (o Manuscritos arrollados) enviados a otros Mensajeros. Al igual que el resto de incontables Palabras Divinas, algunas de ellas son conversaciones en forma de inspiraciones que llegan como manifestación de un aspecto particular de la Misericordia Divina, la Soberanía y el Señorío bajo un título determinado y con un sentido particular. Las inspiraciones que tienen los ángeles, los humanos y los animales varían en gran medida respecto a su universalidad o particularidad.
El Corán es un libro celestial que contiene en síntesis las Escrituras reveladas a los anteriores Profetas en distintas épocas; el contenido de los tratados de todos los santos con sus diferentes temperamentos; los libros de los purificados eruditos, cada uno de ellos siguiendo una senda propia; y los seis aspectos por los cuales son brillantes y absolutamente libres de oscuras dudas e ideas fantásticas; cuyo punto de apoyo es, con certeza, la Revelación Divina y la eterna Divina Palabra, cuyo propósito es evidentemente la eterna felicidad y cuyo interior es ostensiblemente la pura guía. Está rodeado y sustentado: desde arriba, por las luces de la fe; desde abajo, por la prueba y la evidencia; a la derecha por la sumisión del corazón y la consciencia; y a la izquierda por el reconocimiento de la razón y otras facultades del intelecto. Su fruto es, con toda certeza, la misericordia del Misericordioso y el Paraíso. Y ha sido aceptado y promovido por los ángeles y por innumerables personas y genios («yinn») a lo largo de los siglos [The Words, («Las Palabras»), «La 25ª Palabra», págs. 388-389].

Fuente: www.webislam.com

Osama Bin Laden

Osama Bin Laden
Nada de montañas lejanas ni cuevas en tierra nadie. Casi diez años después de la ofensiva terrorista del 11 de setiembre, una operación de comandos encabezada por la CIA ha conseguido eliminar a Osama Bin Laden en una exclusiva mansión situada a unos 65 kilómetros de la capital paquistaní de Islamabad. El presidente Obama ha confirmado la muerte del terrorista más buscado en el mundo a través de un discurso especial desde la Casa Blanca, en torno a la cual se ha congregado una espontánea multitud de miles de personas.
De acuerdo a las explicaciones ofrecidas por Obama, los servicios de inteligencia de Estados Unidos llevaban desde el mes de agosto siguiendo una pista sobre el paradero del líder de Al Qaida. Tras una serie de indicios confirmados la semana pasada, un pequeño grupo de agentes americanos asaltó la vivienda ubicada en la localidad paquistaní de Abbottabad. Durante la incursión en la casa valorada en más de un millón de dólares, Osama Bin Laden habría recibido al menos un disparo en la cabeza.
La eliminación del líder de Al Qaida es el desenlace más cómodo y deseado por el gobierno de Estados Unidos. Sobre todo ante todos los enormes problemas y críticas que viene arrastrando tanto la prisión extrajudicial de Guantánamo como el sistema de juicios militares especiales contra terroristas instituido por la Administración Bush tras el 11 de setiembre.
El presidente Obama ha destacado los esfuerzos para evitar bajas civiles durante esta selectiva operación. Además de alabar “la extraordinaria valentía y capacidad” demostrada por los comandos de Estados Unidos, cuyos miembros no han sufrido ninguna baja. Según ha señalado Obama, los efectivos americanos “después de un tiroteo, mataron a Osama Bin Laden y tomaron custodia de su cadáver“.
De acuerdo a los detalles facilitados por altos cargos del gobierno de Estados Unidos, la operación “de precisión quirúrgica” ha demorado cuarenta minutos. La incursión ha sido realizada con ayuda de helicópteros y efectivos especializados. Además de la muerte de Bin Laden, han perdido la vida otros tres adultos, incluido uno de los hijos del líder.
El complejo que ocupaba Osama Bin Laden en la zona de Abbottabad, una especie de adinerado enclave residencial a las afueras de Islamabad, contaba con dos puertas de seguridad y muros de tres metros de alto recubiertos por alambres de espino. Pero sin embargo, la mansión carecía de líneas de teléfono o servicio de internet. Para su localización habría resultado clave el rastro de un correo de confianza utilizado por el líder de Al Qaida, quien desde su salida de Afganistán venía evitando por razones obvias el uso de medios de comunicación electrónicos.
La operación en curso no había sido compartida con ningún país aliado, ni si quiera con el gobierno de Pakistán para evitar filtraciones. Una vez completada con éxito, Washington sí que ha informado al gobierno de Islamabad, convertido desde el 11 de setiembre en uno de los mayores perceptores de ayuda exterior de Estados Unidos para incentivar su colaboración en la lucha contra Al Qaida. Con un presupuesto estimado en 20,000 millones de dólares.
Las tropas especiales de Estados Unidos a cargo de la incursión se han llevado el cuerpo de Bin Laden. A partir de ahora, los esfuerzos de la CIA se van a concentrar en el “número dos” de Al Qaida, el egipcio Ayman al-Zawahri.
El presidente Obama ha recordado que al poco de llegar a la Casa Blanca insistió a los servicios de inteligencia de Estados Unidos para que la captura de Osama Bin Laden -vivo o muerto- se convirtiera en una prioridad de la lucha contra Al Qaida. Entre implícitos reproches políticos de que ese objetivo había sido relegado a un segundo plano por la invasión de Irak.
Obama también ha justificado este desenlace como un merecido final a la impunidad de la que ha venido disfrutando el líder de Al Qaida, a pesar de su responsabilidad en el 11 de setiembre. Ofensiva terrorista que el presidente ha calificado como “el peor ataque en nuestra historia contra el pueblo de Estados Unidos“, con el resultado de 3,000 muertos que han dejado “un enorme vacío en nuestros corazones“.
El presidente Obama también ha sido el primero en argumentar que el final de Osama Bin Laden, a pesar de su valor como líder y símbolo terrorista, no debe interpretarse como el final de la amenaza del integrismo islámico. Según Obama: “La muerte de Bin Laden supone el logro más significativo hasta la fecha de los esfuerzos de nuestra nación para derrotar a Al Qaida. Pero su muerte no supone el final de nuestros esfuerzos. No hay duda de que Al Qaida continuará intentando ataques contra nosotros“.
Recordando las advertencias realizadas en su día por el presidente Bush, Obama ha reiterado que “Estados Unidos no se encuentra -y nunca se encontrará- en guerra contra el Islam“. Según el actual ocupante de la Casa Blanca, “Osama Bin Laden no era un líder musulmán, era un asesino en masa de musulmanes” y su desaparición “debe ser bienvenida por todos los que creen en la paz y la dignidad humana“.
Ante el temor a posibles represalias, la Administración Obama está ordenando un aumento de sus niveles de seguridad dentro y fuera de Estados Unidos. El Departamento de Estado ha advertido específicamente a los ciudadanos americanos en el extranjero sobre una potencial multiplicación de “violencia anti-americana”
Al Qaida: «La guerra santa continuará»
Un comunicado colgado en un foro yihadista cercano a la red terrorista Al Qaeda aseguró que la guerra santa contra los infieles continuará y que la muerte de su líder, Osama bin Laden, no será llorada. La nota ha sido colgada en la página web “Ansar al Muyahidín“, en la que suelen aparecer comunicados de Al Qaeda y grupos afines.
Decimos a (Barack) Obama que no vamos a llorar a Osama, no vamos a estar tristes por su muerte, no vamos a aceptar el luto por él, no vamos a escribir elegías y os vamos a dejar algunos días para celebrarlo y después reanudaremos la guerra islámica contra la herejía“, afirma el comunicado, firmado por Husein bin Mahmoud, un seguidor de Al Qaeda.
Fuente: Diario ABC Internacional.
Pensamiento único
El concepto de pensamiento único fue descrito por primera vez por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en 1819 como aquel pensamiento que se sostiene a sí mismo, constituyendo una unidad lógica independiente – por más amplio y complejo que sea – sin tener que hacer referencia a otras componentes de un sistema de pensamiento. En 1964 el filósofo freudomarxista y miembro de la corriente crítica denominada escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse describió un concepto similar que él denominó pensamiento unidimensional, en el contexto la crítica de la ideología de la sociedad tecnológica avanzada. Para Marcuse este tipo de pensamiento es el resultante del «cierre del universo del discurso» impuesto por la clase política dominante y los medios suministradores de información de masas: «Su universo del discurso está poblado de hipótesis que se autovalidan y que, repetidas incesante y monopolísticamente, se tornan en definiciones hipnóticas o dictados» (1).
En el mismo sentido y con un significado similar al de Marcuse, pero volviendo al adjetivo de original de «único», el concepto es reintroducido en la última década por el periodista español Ignacio Ramonet, quien lo define partiendo de una idea de izquierda anticapitalista: «¿Qué es el pensamiento único? La traducción a términos ideológicos de pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en especial las del capital internacional» (2).
Su uso se ha extendido posteriormente como fórmula retórica para descalificar las ideas del oponente ideológico, con independencia de su orientación, sugiriendo que el así tachado es «cerrado de espíritu», frente a la «apertura» de quien aplica el calificativo. Esto ha llevado que desde la derecha se haya en ocasiones utilizado contra la izquierda (3).
El término en la obra de Schopenhauer
El primero en definir pensamiento único como unidad conceptual fue el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en su obra cumbre y una de las más relevantes del romanticismo alemán: Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación). En el sentido que él da al término, «único» más bien denota «unidad» o «integración». Partiendo de la Crítica de la razón pura de Kant Schopenhauer llega a la conclusión de que nuestras representaciones de la diversidad del mundo son la expresión de una unidad, la que Schopenhauer engloba en el concepto de «voluntad». Un pensamiento único es, en el ideario de Schopenhauer, aquel que se autosustenta, que se hace integral en la voluntad: «Un sistema de pensamientos debe tener siempre una trabazón arquitectónica, de suerte que una parte soporte a la otra, más no a la inversa; el fundamento soporta al resto sin ser soportado por él, y la cima es soportada sin que ella soporte ya nada más. En cambio, un pensamiento único, por amplio que sea, debe conservar la más perfecta unidad. Incluso si uno se ve obligado a dividir este pensamiento en partes, se ha de tener buen cuidado en que cada una de esas partes contenga al todo al igual que el todo la contiene a ella, que ninguna parte sea la primera ni ninguna la última, que, para cada una, el todo sea completamente distinto, pero que la más pequeña de ellas no pueda ser plenamente comprendida sin que previamente lo sea el todo» (4).
El concepto en la obra de Herbert Marcuse
Marcuse no se refirió directamente a un «pensamiento único», pero describió un concepto claramente emparentado con el uso más actual del término: el «pensamiento unidimensional».
En su ensayo El hombre unidimensional Marcuse realiza una crítica profunda del estado de la sociedad tecnológica de su tiempo. Describe los mecanismos a través de los cuales en el discurso público y en el quehacer de la ciencia, validada exclusivamente por la tecnología, se ha impuesto un pensamiento positivista. Esta forma de pensamiento, positivo y operacional, es lo que Marcuse denominó “pensamiento unidimensional“. En este esquema de pensamiento, la reflexión acerca de la complejidad y la contradicción, cuestiones que implicarían elementos cualitativos, carecen absolutamente de importancia o no encuentra lugar en el espacio discursivo.
El abordaje de Marcuse incorpora elementos nuevos de análisis del capitalismo, a los que los marxistas hasta entonces no habían prestado mayor atención. Principalmente destaca el factor manipulación e instrumentalización por el consumo, la publicidad y la propaganda. En este contexto, aquello que Marcuse designa como «pensamiento unidimensional» redefiniría categorías: «Por ejemplo, ‘libres’ son las instituciones que funcionan (y que se hacen funcionar) en los países del mundo libre; otros modos trascendentes de libertad son por definición el anarquismo, el comunismo o la propaganda. ‘Socialistas’ son todas las intrusiones en empresas privadas no llevadas a cabo por la misma empresa privada (o por contratos gubernamentales), tales como el seguro de enfermedad universal y comprensivo, la protección de los recursos naturales contra una comercialización devastadora, o el establecimiento de servicios públicos que puedan perjudicar el beneficio privado. Esta lógica totalitaria del hecho cumplido tiene su contrapartida en el Este. Allí, la libertad es el modo de vida instituido por un régimen comunista, y todos los demás modos trascendentes de libertad son o capitalistas, o revisionistas, o sectarismo izquierdista. En ambos campos las ideas no operacionales son no-conductistas y subversivas. El movimiento del pensamiento se detiene en barreras que parecen ser los límites mismos de la Razón».
Herbert Marcuse se muestra esencialmente pesimista respecto de la posibilidad de contrarrestar el pensamiento unidimensional y expresa su convencimiento de su triunfo e imposición. Propone, sin embargo alguna alternativa consistente en la incorporación de la negación (la «negatividad»), principalmente referida al aporte de una segunda dimensión (la crítica), pero que incluye también el «acto de negarse» a participar de la manipulación.
La re-creación o reintroducción del término por Ignacio Ramonet
La reintroducción de esta expresión se atribuye al sociólogo, periodista de izquierdas y presidente honorario de ATTAC Ignacio Ramonet, acuñada en enero de 1995 en un editorial de Le Monde Diplomatique donde es editor (5). En este artículo Ramonet aludía críticamente al paisaje ideológico posterior a la caída del muro de Berlín, en el que, según su opinión, el economicismo neoliberal se había erigido en el único pensamiento aceptable, monopolizando todos los foros académicos e intelectuales. Esta preeminencia exclusiva, a su juicio hacía sentir a los ciudadanos de los países avanzados que estaban envueltos en algo viscoso y sofocante, que impedía cualquier debate ajeno a sus estrechos límites. Para Ramonet, esta ideología era la expresión intelectual y con pretensión universalizante de los intereses del capital financiero internacional. Sus principales rasgos eran la preeminencia de la instancia económica sobre la política y la consideración del mercado como el único medio para una asignación eficaz de los recursos. Como corolarios de estos dos pilares, Ramonet citaba la globalización (desaparición de fronteras económicas), la competitividad (para sobrevivir en el mercado), la división internacional del trabajo (para bajar los costes salariales), la moneda fuerte (consecuencia de la disciplina monetaria) y en general una reducción tendencial del Estado en todas sus formas. Ramonet vaticinaba que se derivarán funestas consecuencias de la adopción generalizada de esta ideología y enumeraba una serie de fenómenos contemporáneos al artículo que a su juicio desmentían la idea de que fuera una época de prosperidad provocada por la generalización de las creencias que él había englobado en la expresión “pensamiento único”.
Una vez recuperado por Ramonet, el término alcanzó una gran difusión en la izquierda y los movimientos antiglobalización (6) que encontraron en él una forma de concentrar en una sola expresión el conjunto de sobreentendidos, paradigmas y supuestos que, a su juicio, impedían el debate ideológico. El término evocaba para ellos lo que se conocía en los ámbitos académicos como el Consenso de Washington. Su difusión trajo consigo una cierta vulgarización y empezó a ser utilizado de forma peyorativa contra cualquier política percibida como anti-social. Curiosamente en los ámbitos ideológicos que defendían el Consenso de Washington (e incluso posiciones más extremas del liberalismo), también se aludía a esta ideología como a la única posible, tal como expresó Margaret Thatcher con su famoso «There Is No Alternative» (no hay alternativa) que luego sería imitada por otros políticos como el ex-canciller socialdemócrata alemán Gerhard Schröder quien utilizó la expresión germana «Es gibt keine Alternativen» (7).
Su uso se ha extendido posteriormente como fórmula retórica para descalificar las ideas del oponente ideológico, con independencia de su orientación, sugiriendo que el así tachado es «cerrado de espíritu», frente a la «apertura» de quien aplica el calificativo. Esto ha llevado que desde la derecha se haya en ocasiones utilizado contra la izquierda. Nicolas Sarkozy lo usa con frecuencia en este sentido. Lo hizo por ejemplo en el discurso tras su victoria electoral en las presidenciales francesas de mayo de 2007: El pensamiento único, que es el pensamiento de quienes lo saben todo, de quienes se creen no sólo intelectualmente sino también moralmente por encima de los demás, ese pensamiento único había denegado a la política la capacidad para expresar una voluntad (8).
También en una entrevista en el periódico Libération: Hablo de este pensamiento único que ha llevado a varias personas a la exasperación. Pero el debate no es ese. Usted, puede deleitarse con alianzas con el Partido Comunista, con la extrema izquierda, acudir a todos los extremistas de la creación. ¡Eso es Bueno, ya que este es el pensamiento único! No podemos decir nada en nuestro país sin que uno no sea inmediatamente acusado de segundas intenciones nauseabundas. Este es el pensamiento único intolerable (9).
El historiador francés Pierre Rigoulot, uno de los autores de El libro negro del comunismo, denomina pensamiento único al consenso antiestadounidense que, a su juicio, atraviesa el mainstream francés (10). Fuera del ámbito francófono, tanto el estadounidense afincado en Europa Bruce Bawer (11) como el sueco Johan Norberg opinan que el consenso socialdemócrata de la clase dirigente es un rasgo característico de la sociedad europea occidental y lo denominan «el estado de la idea única» (one-idea state), expresión que utilizan como equivalente de pensée unique: El estado de idea única […], el riesgo que el poder de los socialdemócratas sobre nuestras mentes, autoridades, universidades y medios de comunicación pone en marcha un proceso de adaptación desde todos los flancos, incluido el de la oposición, de tal modo que se arrincona y se excluye a los individualistas y a los innovadores (12).
Un ejemplo de uso de la expresión en el ámbito hispanohablante es el que hizo Esperanza Aguirre a propósito de las elecciones francesas ganadas por Nicolas Sarkozy, afirmando que «Francia se ha rebelado contra el pensamiento único, que es el de la izquierda» (13). En su reseña del Diccionario políticamente incorrecto, de Carlos Rodríguez Braun, Gorka Echevarría señala: «Carlos Rodríguez Braun ha escrito un manual […] un manifiesto en contra del pensamiento único de izquierdas» (14).
Por su parte, el eurodiputado del Partido Popular, Alejo Vidal-Quadras lo empleó aplicado al nacionalismo catalán como «pensamiento único nacionalista».
Notas:
1. Marcuse, Herbert (1964), El hombre unidimensional. Título original One-Dimensional Man, Ariel, 2ª edición (2009), p. 44.
2. Chomski, Noam; Ramonet, Ignacio (1995), Cómo nos venden la moto. Información, poder y concentración de medios, Barcelona: Icaria, p. 52.
3. El pensamiento utópico, por Rafael Termes, donde explica este consenso.
4. Schopenhauer, Arthur (2006). El mundo como voluntad y representación. Akal Ediciones. ISBN 978-8446003977.Arthur Schopenhauer (1819). Die Welt als Wille und Vorstellung.
5. La pensée unique editorial de Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique en 1995.
6. José Seoane. Sociólogo. Coordinador del programa Observatorio Social de América Latina (OSAL) del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Profesor de FLACSO, Universidad de Buenos Aires, cita en su artículo Rebelión, dignidad, autonomía y democracia: Su emergencia y difusión regional e internacional exorcizaban los intentos del “pensamiento único” de rendir inútil la resistencia, ineficaz la acción colectiva y arcaico todo deseo de cambio…. En un plano más amplio, el levantamiento zapatista se convertiría en referencia del naciente movimiento antimundialización neoliberal que lentamente iba tomando cuerpo tanto en el norte como en el sur. En este camino la realización del Primer Encuentro por la Humanidad y contra el Neoliberalismo (1996), en muchos sentidos, marcaría el primer paso en la construcción de este movimiento de movimientos, de carácter internacional, que tuviera su “bautismo de fuego” en la batalla de Seattle (1999) y su espacio de encuentro más amplio en la experiencia del Foro Social Mundial.
7. SPD-Archiv – archiv.spd.de – News-Archiv.
8. Discours de Nicolas Sarkozy (en francés): Discurso de Bercy, 29 de abril de 2007.
9. Entrevista a Sarkozy en Libération, décembre 2005.
10. The Anti-Anti-Americans, The New Republican, 21-11-2005.
11. Bruce Bawer, Mientras Europa duerme, Gota a Gota, Madrid, 2007, págs. 85-90.
12. Intermission, Johan Norberg.
13. Aguirre cree que Francia “se ha rebelado contra el pensamiento único de la izquierda” y señala que es “un día de alegría”, Europa Press, 7-05-2007.
14. Contra el pensamiento único. Diccionario políticamente incorrecto, LD, Gorka Echevarría.

El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (I)

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Fundacion Ebert
Prologo de Carlos Marx a la segunda edición de 1869
Mi malogrado amigo José Weydemeyer, proponíase editar en Nueva York, a partir del 1 de enero de 1852, un semanario político. Me invitó a mandarle para dicho semanario la historia del coup d’état. Le escribí, pues, un artículo cada semana, hasta mediados de febrero, bajo el título de “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”. Entre tanto, el plan primitivo de Weydemeyer fracasó. En cambio, comenzó a publicar en la primavera de 1852 una revista mensual titulada “Die Revolution”, cuyo primer cuaderno estaba formado por mi “Dieciocho Brumario”. Algunos cientos de ejemplares de este cuaderno salieron camino de Alemania, pero sin llegar a entrar en el comercio de libros propiamente dicho. Un librero alemán que se las daba de tremendamente radical, a quien le propuse encargarse de la venta, rechazó con verdadera indignación moral tan «inoportuna pretensión».
Como se ve por estos datos, la presente obra nació bajo el impulso inmediato de los acontecimientos, y sus materiales históricos no pasan del mes de febrero de 1852. La actual reedición se debe, en parte, a la demanda de la obra en el mercado librero, y, en parte, a instancias de mis amigos de Alemania.
Entre las obras que trataban en la misma época del mismo tema, sólo dos son dignas de mención: “Napoléon le Petit”, de Víctor Hugo y “Coup d’Etat”, de Proudhon.
Víctor Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor responsable del golpe de Estado. En cuanto el acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo. No advierte que lo que hace es engrandecer a este individuo en vez de empequeñecerlo, al atribuirle un poder personal de iniciativa que no tenía paralelo en la historia universal. Por su parte, Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de un desarrollo histórico anterior. Pero, entre las manos, la construcción histórica del golpe de Estado se le convierte en una apología histórica del héroe del golpe de Estado.
Cae con ello en el defecto de nuestros pretendidos historiadores objetivos. Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe.
Una reelaboración de la presente obra la habría privado de su matiz peculiar. Por eso, me he limitado simplemente a corregir las erratas de imprenta y a tachar las alusiones que hoy ya no se entenderían.
La frase final de mi obra: «Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de Bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la Columna de Vendôme, es ya una realidad.
El coronel Charras abrió el fuego contra el culto napoleónico en su obra sobre la campaña de 1815. Desde entonces, y sobre todo en estos últimos años, la literatura francesa, con las armas de la investigación histórica, de la crítica, de la sátira y del sainete, ha dado el golpe de gracia a la leyenda napoleónica. Fuera de Francia, se ha apreciado poco y se ha comprendido aún menos esta violenta ruptura con la fe tradicional del pueblo, esta formidable revolución espiritual.
Finalmente, confío en que mi obra contribuirá a eliminar ese tópico del llamado cesarismo, tan corriente, sobre todo actualmente, en Alemania. En esta superficial analogía histórica se olvida lo principal: en la antigua Roma, la lucha de clases sólo se ventilaba entre una minoría privilegiada, entre los libres ricos y los libres pobres, mientras la gran masa productiva de la población, los esclavos, formaban un pedestal puramente pasivo para aquellos luchadores. Se olvida la importante sentencia de Sismondi: el proletariado romano vivía a costa de la sociedad, mientras que la moderna sociedad vive a costa del proletariado. La diferencia de las condiciones materiales, económicas, de la lucha de clases antigua y moderna es tan radical, que sus criaturas políticas respectivas no pueden tener más semejanza las unas con las otras que el arzobispo de Canterbury y el pontífice Samuel.
Publicado en la segunda edición de la obra de Carlos Marx “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, publicada en Hamburgo en julio de 1869. Se publica de acuerdo con el texto de la edición de 1869. Traducido del alemán.
Prologo de Federico Engels a la tercera edición alemana de 1885
El que se haya hecho necesaria una nueva edición del “Dieciocho Brumario”, treinta y tres años después de publicada la primera, demuestra que esta obra no ha perdido nada de su valor.
Y fue, en realidad, un trabajo genial. Inmediatamente después del acontecimiento que sorprendió a todo el mundo político como un rayo caído de un cielo sereno, condenado por unos con gritos de indignación moral y aceptado por otros como tabla salvadora contra la revolución y como castigo por sus extravíos, pero contemplado por todos con asombro y por nadie comprendido, inmediatamente después de este acontecimiento, se alzó Marx con una exposición breve, epigramática, en que se explicaba en su concatenación interna toda la marcha de la historia de Francia desde las jornadas de febrero, se reducía el milagro del 2 de diciembre a un resultado natural y necesario de esta concatenación, y no se necesitaba siquiera tratar al héroe del golpe de Estado más que con el desprecio que se tenía tan bien merecido. Y tan de mano maestra estaba trazado el cuadro, que cada nueva revelación hecha pública desde entonces no ha hecho más que suministrar nuevas pruebas de lo fielmente que estaba reflejada allí la realidad. Esta manera eminente de comprender la historia viva del momento, esta penetración profunda en los acontecimientos, al mismo tiempo que se producen, es, en realidad, algo que no tiene igual.
Mas para ello había que poseer también el conocimiento tan exacto que Marx poseía de la historia de Francia. Francia es el país en el que las luchas históricas de clase se han llevado siempre a su término decisivo más que en ningún otro sitio y donde, por tanto, las formas políticas sucesivas dentro de las que se han movido estas luchas de clase y en las que han encontrado su expresión los resultados de las mismas, adquieren también los contornos más acusados. Centro del feudalismo en la Edad Media y país modelo de la monarquía unitaria estamental desde el Renacimiento, Francia pulverizó al feudalismo en la gran revolución e instauró la dominación pura de la burguesía bajo una forma clásica como ningún otro país de Europa. También la lucha del proletariado cada vez más vigoroso contra la burguesía dominante reviste aquí una forma aguda, desconocida en otras partes.
He aquí por qué Marx no sólo estudiaba con especial predilección la historia pasada de Francia, sino que seguía también en todos sus detalles la historia contemporánea, reuniendo los materiales para emplearlos ulteriormente, razón por la cual jamás se veía sorprendido por los acontecimientos.
Pero a esto vino a añadirse otra circunstancia. Fue precisamente Marx el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia, y por tanto también los choques de estas clases, están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el carácter y el modo de su producción y de su cambio, condicionado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía para las Ciencias Naturales, fue también la que le dio aquí la clave para comprender la historia de la Segunda República francesa. Esta historia le sirvió de piedra de toque para contrastar su ley, e incluso hoy, a la vuelta de treinta y tres años, tenemos que reconocer que la prueba arroja un resultado brillante.
Capítulo I
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del 18 Brumario!
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante al aprender un idioma nuevo lo traduce mentalmente a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal.
Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo resucitado: los Brutos, los Gratos, los Publícolas, los tribunos, los senadores y hasta el mismo César. Con su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política. Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos.
Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República Romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc.
En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.
En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast, le républicain en gants jaunes, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos (entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo. La nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam que creía vivir en tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto -suspira el loco- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!» «¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro. Los franceses, mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse al recuerdo napoleónico, como demostraron las elecciones del 10 de diciembre. Ante los peligros de la revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto, y la respuesta fue el 2 de diciembre de 1851. No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura, tal como necesariamente tiene que aparecer a mediados del siglo XIX.
La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase.
La revolución de febrero cogió desprevenida, sorprendió a la vieja sociedad, y el pueblo proclamó este golpe de mano inesperado como una hazaña de la historia universal con la que se abría la nueva época. El 2 de diciembre, la revolución de febrero es escamoteada por la voltereta de un jugador tramposo, y lo que parece derribado no es ya la monarquía, sino las concesiones liberales que le habían sido arrancadas por seculares luchas. Lejos de ser la sociedad misma la que se conquista un nuevo contenido, parece como si simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la dominación desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así contesta al coup de main de febrero de 1848 el coup de tête de diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue. Sin embargo, el intervalo no ha pasado en vano. Durante los años de 1848 a 1851, la sociedad francesa asimiló, y lo hizo mediante un método abreviado, por ser revolucionario, las enseñanzas y las experiencias que en un desarrollo normal, lección tras lección, por decirlo así, habrían debido preceder a la revolución de febrero, para que ésta hubiese sido algo más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la revolución moderna.
Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias, como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: ¡Hic Rhodus, hic salta! ¡Aquí está la rosa, baila aquí!
Por lo demás, cualquier observador mediano, aunque no hubiese seguido paso a paso la marcha de los acontecimientos en Francia, tenía que presentir que esperaba a la revolución una inaudita vergüenza. Bastaba con escuchar los engreídos ladridos de triunfo con que los señores demócratas se felicitaban mutuamente por los efectos milagrosos que esperaban del segundo domingo de mayo de 1852. El segundo domingo de mayo de 1852 habíase convertido en sus cabezas en una idea fija, en un dogma, como en las cabezas de los quiliastas el día en que había de reaparecer Cristo y comenzar el reino milenario. La debilidad había ido a refugiarse, como siempre, en la fe en el milagro: creía vencer al enemigo con sólo descartarlo mágicamente con la fantasía, y perdía toda la comprensión del presente ante la glorificación pasiva del futuro que le esperaba y de las hazañas que guardaba in petto, pero que aún no consideraba oportuno revelar. Esos héroes que se esforzaban en refutar su probada incapacidad prestándose mutua compasión y reuniéndose en un tropel, habían atado su hatillo, se embolsaron sus coronas de laurel a crédito y se disponían precisamente a descontar en el mercado de letras de cambio sus repúblicas in partibus para las que, en el secreto de su ánimo poco exigente, tenían ya previsoramente preparado el personal de gobierno. El 2 de diciembre cayó sobre ellos como un rayo en cielo sereno, y los pueblos, que en épocas de malhumor pusilánime gustan de dejar que los voceadores más chillones ahoguen su miedo interior, se habrán convencido quizás de que han pasado ya los tiempos en que el graznido de los gansos podía salvar al Capitolio.
La Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos azules y los rojos, los héroes de Africa, el trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa diaria, toda la literatura, los nombres políticos y los renombres intelectuales, la ley civil y el derecho penal, la liberté, égalité, fraternité y el segundo domingo de mayo de 1852; todo ha desaparecido como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio universal sólo pareció sobrevivir un instante para hacer su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder declarar, en nombre del propio pueblo: «Todo lo que existe merece perecer».
No basta con decir, como hacen los franceses, que su nación fue sorprendida. Ni a la nación ni a la mujer se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero ha podido abusar de ellas por la fuerza. Con estas explicaciones no se aclara el enigma; no se hace más que presentarlo de otro modo. Quedaría por explicar cómo tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir al cautiverio, sin resistencia, a una nación de 36 millones de almas.
Recapitulemos, en sus rasgos generales, las fases recorridas por la revolución francesa desde el 24 de febrero de 1848 hasta el mes de diciembre de 1851.
Hay tres períodos capitales que son inconfundibles: el período de febrero; del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849, período de constitución de la república o de la Asamblea Nacional Constituyente; del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851, período de la república constitucional o de la Asamblea Nacional Legislativa.
El primer período, desde el 24 de febrero, es decir, desde la caída de Luis Felipe, hasta el 4 de mayo de 1848, fecha en que se reúne la Asamblea Constituyente, el período de febrero, propiamente dicho, puede calificarse como el prólogo de la revolución. Su carácter se revelaba oficialmente en el hecho de que el Gobierno por él improvisado se declarase a sí mismo provisional, y, como el Gobierno, todo lo que este período sugirió, intentó o proclamó, se presentaba también como algo puramente provisional. Nada ni nadie se atrevía a reclamar para sí el derecho a existir y a obrar de un modo real. Todos los elementos que habían preparado o determinado la revolución, la oposición dinástica, la burguesía republicana, la pequeña burguesía democrático-republicana y los obreros socialdemócratas encontraron su puesto provisional en el Gobierno de Febrero.
No podía ser de otro modo. Las jornadas de febrero proponíanse primitivamente como objetivo una reforma electoral, que había de ensanchar el círculo de los privilegiados políticos dentro de la misma clase poseedora y derribar la dominación exclusiva de la aristocracia financiera. Pero cuando estalló el conflicto real y verdadero, el pueblo subió a las barricadas, la Guardia Nacional se mantuvo en actitud pasiva, el ejército no opuso una resistencia seria y la monarquía huyó, la república pareció la evidencia por sí misma. Cada partido la interpretaba a su manera. Arrancada por el proletariado con las armas en la mano, éste le imprimió su sello y la proclamó república social. Con esto se indicaba el contenido general de la moderna revolución, el cual se hallaba en la contradicción más peregrina con todo lo que por el momento podía ponerse en práctica directamente, con el material disponible, el grado de desarrollo alcanzado por la masa y bajo las circunstancias y relaciones dadas. De otra parte, las pretensiones de todos los demás elementos que habían cooperado a la revolución de febrero fueron reconocidas en la parte leonina que obtuvieron en el Gobierno. Por eso, en ningún período nos encontramos con una mezcla más abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y desamparo efectivos, de aspiraciones más entusiastas de innovación y de imperio más firme de la vieja rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad y más profunda discordancia entre sus elementos. Mientras el proletariado de París se deleitaba todavía en la visión de la gran perspectiva que se había abierto ante él y se entregaba con toda seriedad a discusiones sobre los problemas sociales, las viejas fuerzas de la sociedad se habían agrupado, reunido, vuelto en sí y encontrado un apoyo inesperado en la masa de la nación, en los campesinos y los pequeños burgueses, que se precipitaron todos de golpe a la escena política, después de caer las barreras de la monarquía de Julio.
El segundo período, desde el 4 de mayo de 1848 hasta fines de mayo de 1849, es el período de la constitución, de la fundación de la república burguesa. Inmediatamente después de las jornadas de febrero no sólo se vio sorprendida la oposición dinástica por los republicanos, y éstos por los socialistas, sino toda Francia por París. La Asamblea Nacional, que se reunió el 4 de mayo de 1848, salida de las elecciones nacionales, representaba a la nación. Era una protesta viviente contra las pretensiones de las jornadas de febrero y había de reducir al rasero burgués los resultados de la revolución. En vano el proletariado de París, que comprendió inmediatamente el carácter de esta Asamblea Nacional, intentó el 15 de mayo, pocos días después de reunirse ésta, descartar por la fuerza su existencia, disolverla, descomponer de nuevo en sus distintas partes integrantes la forma orgánica con que le amenazaba el espíritu reaccionante de la nación. Como es sabido, el único resultado del 15 de mayo fue alejar de la escena pública durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, es decir, a los verdaderos jefes del partido proletario.
A la monarquía burguesa de Luis Felipe sólo puede suceder la república burguesa; es decir, que si en nombre del rey, había dominado una parte reducida de la burguesía, ahora dominará la totalidad de la burguesía en nombre del pueblo. Las reivindicaciones del proletariado de París son paparruchas utópicas, con las que hay que acabar. El proletariado de París contestó a esta declaración de la Asamblea Nacional Constituyente con la insurrección de junio, el acontecimiento más gigantesco en la historia de las guerras civiles europeas. Venció la república burguesa. A su lado estaban la aristocracia financiera, la burguesía industrial, la clase media, los pequeños burgueses, el ejército, el lumpenproletariado organizado como Guardia Móvil, los intelectuales, los curas y la población del campo. Al lado del proletariado de París no estaba más que él solo. Más de 3,000 insurrectos fueron pasados a cuchillo después de la victoria y 15,000 deportados sin juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa al fondo de la escena revolucionaria. Tan pronto como el movimiento parece adquirir nuevos bríos, intenta una vez y otra pasar nuevamente a primer plano, pero con un gasto cada vez más débil de fuerzas y con resultados cada vez más insignificantes. Tan pronto como una de las capas sociales superiores a él experimenta cierta efervescencia revolucionaria, el proletariado se enlaza a ella y así va compartiendo todas las derrotas que sufren unos tras otros los diversos partidos. Pero estos golpes sucesivos se atenúan cada vez más cuanto más se reparten por toda la superficie de la sociedad. Sus jefes más importantes en la Asamblea Nacional y en la prensa van cayendo unos tras otros, víctimas de los tribunales, y se ponen al frente de él figuras cada vez más equívocas. En parte, se entrega a experimentos doctrinarios, Bancos de cambio y asociaciones obreras, es decir, a un movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo, con ayuda de todos los grandes recursos propios de este mundo, e intenta, por el contrario, conseguir su redención a espaldas de la sociedad, porla vía privada, dentro de sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa. Parece que no puede descubrir nuevamente en sí mismo la grandeza revolucionaria, ni sacar nuevas energías de los nuevos vínculos que se ha creado, mientras todas las clases con las que ha luchado en junio no estén tendidas a todo lo largo a su lado mismo. Pero, por lo menos, sucumbe con los honores de una gran lucha de alcance histórico-universal; no sólo Francia, sino toda Europa tiembla ante el terremoto de junio, mientras que las sucesivas derrotas de las clases más altas se consiguen a tan poca costa, que sólo la insolente exageración del partido vencedor puede hacerlas pasar por acontecimientos, y son tanto más ignominiosas cuanto más lejos queda del proletariado el partido que sucumbe.
Ciertamente, la derrota de los insurrectos de junio había preparado, allanado, el terreno en que podía cimentarse y erigirse la república burguesa; pero, al mismo tiempo, había puesto de manifiesto que en Europa se ventilaban otras cuestiones que la de «república o monarquía». Había revelado que aquí república burguesa equivalía a despotismo ilimitado de una clase sobre otras. Había demostrado que en países de vieja civilización, con una formación de clase desarrollada, con condiciones modernas de producción y con una conciencia intelectual, en la que todas las ideas tradicionales se hallan disueltas por un trabajo secular, la república no significa en general más que la forma política de la subversión de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida, como, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde si bien existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes, en movimiento continuo; donde los medios modernos de producción, en vez de coincidir con una superpoblación crónica, suplen más bien la escasez relativa de cabezas y brazos, y donde, por último, el movimiento febrilmente juvenil de la producción material, que tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión para eliminar el viejo mundo fantasmal.
Durante las jornadas de junio, todas las clases y todos los partidos se habían unido en un partido del orden frente a la clase proletaria, como partido de la anarquía, del socialismo, del comunismo. Habían «salvado» a la sociedad de «los enemigos de la sociedad». Habían dado a su ejército como santo y seña los tópicos de la vieja sociedad:
«Propiedad, familia, religión y orden», y gritado a la cruzada contrarrevolucionaria: «¡Bajo este signo, vencerás!». Desde este instante, tan pronto como uno cualquiera de los numerosos partidos que se habían agrupado bajo aquel signo contra los insurrectos de junio, intenta situarse en el palenque revolucionario en su propio interés de clase, sucumbe al grito de «¡Propiedad, familia, religión y orden!» La sociedad es salvada cuantas veces se va restringiendo el círculo de sus dominadores y un interés más exclusivo se impone al más amplio. Toda reivindicación, aun de la más elemental reforma financiera burguesa, del liberalismo más vulgar, del más formal republicanismo, de la más trivial democracia, es castigada en el acto como un «atentado contra la sociedad» y estigmatizada como «socialismo». Hasta que, por último, los pontífices de «la religión y el orden» se ven arrojados ellos mismos a puntapiés de sus sillas píticas, sacados de la cama en medio de la noche y de la niebla, empaquetados en coches celulares, metidos en la cárcel o enviados al destierro; de su templo no queda piedra sobre piedra, sus bocas son selladas, sus plumas rotas, su ley desgarrada, en nombre de la religión, de la propiedad, de la familia y del orden.
Burgueses fanáticos del orden son tiroteados en sus balcones por la soldadesca embriagada, la santidad del hogar es profanada y sus casas son bombardeadas como pasatiempo, en nombre de la propiedad, de la familia, de la religión y del orden. La hez de la sociedad burguesa forma por fin la sagrada falange del orden; y el héroe Krapülinski se instala en las Tullerías como «salvador de la sociedad».
Capítulo II
Reanudemos el hilo de los acontecimientos. La historia de la Asamblea Nacional Constituyente desde las jornadas de junio es la historia de la dominación y de la disgregación de la fracción burguesa republicana, de aquella fracción que se conoce por los nombres de republicanos tricolores, republicanos puros, republicanos políticos, republicanos formalistas, etc.
Bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe, esta fracción había armado la oposición republicana oficial y era, por tanto, parte integrante reconocida del mundo político de la época. Tenía sus representantes en las Cámaras y un considerable campo de acción en la prensa. Su órgano parisino, el “National” era considerado, a su modo, un órgano tan respetable como el “Journal des Débats”; a esta posición que ocupaba bajo la monarquía constitucional correspondía su carácter. No se trata de una fracción de la burguesía mantenida en cohesión por grandes intereses comunes y deslindada por condiciones peculiares de producción, sino de una pandilla de burgueses, escritores, abogados, oficiales y funcionarios de ideas republicanas, cuya influencia descansaba en las antipatías personales del país contra Luis Felipe, en los recuerdos de la antigua república, en la fe republicana de un cierto número de soñadores y sobre todo en el nacionalismo francés, cuyo odio contra los Tratados de Viena y contra la alianza con Inglaterra atizaba constantemente esta fracción. Una gran parte de los partidarios que tenía el “National” bajo Luis Felipe los debía a este imperialismo recatado, que más tarde, bajo la república, pudo enfrentarse, por tanto, con él, como un competidor aplastante, en la persona de Luis Bonaparte. Combatía a la aristocracia financiera, como lo hacía todo el resto de la oposición burguesa. La polémica contra el presupuesto, que en Francia se hallaba directamente relacionada con la lucha contra la aristocracia financiera, brindaba una popularidad demasiado barata y proporcionaba a los leading articles puritanos materia demasiado abundante, para que no se la explotase. La burguesía industrial le estaba agradecida por su defensa servil del sistema proteccionista francés, que él, sin embargo, acogía por razones más bien nacionales que nacional-económicas; la burguesía, en conjunto, le estaba agradecida por sus odiosas denuncias contra el comunismo y el socialismo. Por lo demás, el partido del “National” era puramente republicano, exigía que el dominio de la burguesía adoptase formas republicanas en vez de monárquicas, y exigía sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a las condiciones de esta transformación, no veía absolutamente nada claro. Lo que, en cambio, veía claro como la luz del sol y lo que se declaraba públicamente en los banquetes de la reforma en los últimos tiempos del reinado de Luis Felipe, era su impopularidad entre los pequeños burgueses demócratas y sobre todo entre el proletariado revolucionario. Estos republicanos puros -los republicanos puros son así- estaban completamente dispuestos a contentarse por el momento con una regencia de la Duquesa de Orleáns, cuando estalló la revolución de febrero y asignó a sus representantes más conocidos un puesto en el Gobierno provisional.
Poseían, de antemano, naturalmente, la confianza de la burguesía y la mayoría dentro de la Asamblea Nacional Constituyente. De la Comisión ejecutiva, que se formó en la Asamblea Nacional al reunirse ésta, fueron inmediatamente excluidos los elementos socialistas del Gobierno provisional, y el partido del “National” se aprovechó del estallido de la insurrección de junio para dar el pasaporte a la Comisión ejecutiva, y desembarazarse así de sus rivales más afines, los republicanos pequeñoburgueses o republicanos demócratas (Ledru-Rollin, etc.). Cavaignac, el general del partido republicano burgués, que había dirigido la batalla de junio, sustituyó a la Comisión ejecutiva con una especie de poder dictatorial. Marrast, antiguo redactor jefe del “National”, se convirtió en el presidente perpetuo de la Asamblea Nacional Constituyente, y los ministerios y todos los demás puestos importantes cayeron en manos de los republicanos puros.
La fracción burguesa republicana, que había venido considerándose desde hacia mucho tiempo como la legítima heredera de la monarquía de Julio vio así superadas sus esperanzas más audaces, pero no llegó al poder como soñara bajo Luis Felipe, por una revuelta liberal de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección, sofocada a cañonazos, del proletariado contra el capital. Lo que ella se había imaginado como el acontecimiento más revolucionario resultó ser, en realidad, el más contrarrevolucionario.
Le cayó el fruto en el regazo, pero no cayó del árbol de la vida, sino del árbol del conocimiento.
La exclusiva dominación de los republicanos burgueses sólo duró desde el 24 de junio hasta el 10 de diciembre de 1848. Esta etapa se resume en la redacción de una Constitución republicana, y en la proclamación del estado de sitio en París.
La nueva Constitución no era, en el fondo, más que una reedición republicanizada de la Carta Constitucional, de 1830. El censo electoral restringido de la monarquía de Julio, que excluía de la dominación política incluso a una gran parte de la burguesía, era incompatible con la existencia de la república burguesa. La revolución de febrero había proclamado inmediatamente el sufragio universal y directo para remplazar el censo restringido. Los republicanos burgueses no podían deshacer este hecho. Tuvieron que contentarse con añadir la condición restrictiva de un domicilio mantenido durante seis meses en el punto electoral. La antigua organización administrativa, municipal, judicial, militar, etc. se mantuvo intacta, y allí donde la Constitución la modificó, estas modificaciones afectaban al índice y no al contenido; al nombre, no a la cosa.
El inevitable Estado Mayor de las libertades de 1848, la libertad personal, de prensa, de palabra, de asociación, de reunión, de enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme constitucional, que hacía a éstas invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades es proclamada como el derecho absoluto del ciudadano francés, pero con un comentario adicional de que estas libertades son ilimitadas en tanto en cuanto no son limitadas por los «derechos iguales de otros y por la seguridad pública», o bien por «leyes» llamadas a armonizar estas libertades individuales entre sí y con la seguridad pública. Así, por ejemplo: «Los ciudadanos tienen derecho a asociarse, a reunirse pacíficamente y sin armas, a formular peticiones y a expresar sus opiniones por medio de la prensa o de otro modo. El disfrute de estos derechos no tiene más limite que los derechos iguales de otros y la seguridad pública» (cap. II de la Constitución francesa, art. 8). «La enseñanza es libre. La libertad de enseñanza se ejercerá según las condiciones que determina la ley y bajo el control supremo del Estado» (art. 9). «El domicilio de todo ciudadano es inviolable, salvo en las condiciones previstas por la ley (cap. II, art. 3), etc. Por tanto, la Constitución se remite constantemente a futuras leyes orgánicas, que han de precisar y poner en práctica aquellas reservas y regular el disfrute de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la seguridad pública. Y estas leyes orgánicas fueron promulgadas más tarde por los amigos del orden, y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía no chocase en su disfrute con los derechos iguales de las otras clases. Allí donde veda completamente «a los otros» estas libertades, o consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas celadas policíacas, lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la «seguridad pública», es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y como lo ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas partes invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los amigos del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al reivindicarlas todas. Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su propia antítesis, su propia cámara alta y su propia cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese su aplicación real y efectiva —por la vía legal se entiende—, la existencia constitucional de la libertad permanecía íntegra, intacta, por mucho que se asesinase su existencia común y corriente.
Sin embargo, esta Constitución, convertida en inviolable de un modo tan sutil, era, como Aquiles, vulnerable en un punto; no en el talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en las dos cabezas en que culminaba: la Asamblea Legislativa, de una parte, y, de otra, el presidente. Si se repasa la Constitución, se verá que los únicos artículos absolutos, positivos, indiscutibles y sin tergiversación posible, son los que determinan las relaciones entre el presidente y la Asamblea Legislativa. En efecto, aquí se trataba, para los republicanos burgueses, de asegurar su propia posición. Los artículos 45-70 de la Constitución están redactados de tal forma, que la Asamblea Nacional puede eliminar al presidente de un modo constitucional, mientras que el presidente sólo puede eliminar a la Asamblea Nacional inconstitucionalmente, desechando la Constitución misma. Aquí, ella misma provoca, pues, su violenta supresión. No sólo consagra la división de poderes, como la Carta Constitucional de 1830, sino que la extiende hasta una contradicción insostenible.
El juego de los poderes constitucionales, como Guizot llamaba a las camorras parlamentarias entre el poder legislativo y el ejecutivo, juega en la Constitución de 1848 constantemente va banque. De un lado, 750 representantes del pueblo, elegidos por sufragio universal y reelegibles, que forman una Asamblea Nacional no fiscalizable, indisoluble e indivisible, una Asamblea Nacional que goza de omnipotencia legislativa, que decide en última instancia acerca de la guerra, de la paz y de los tratados comerciales, la única que tiene el derecho de amnistía y que con su permanencia ocupa constantemente el primer plano de la escena. De otro lado, el presidente, con todos los atributos del poder regio, con facultades para nombrar y separar a sus ministros, independientemente de la Asamblea Nacional, con todos los medios del poder ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye todos los puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de más de millón y medio de existencias, que dependen de los 500 mil funcionarios y oficiales de todos los grados. Tiene bajo su mando todo el poder armado. Goza del privilegio de indultar a delincuentes individuales, de dejar en suspenso a los guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el Consejo de Estado, los consejos generales y cantonales y los ayuntamientos elegidos por los mismos ciudadanos. La iniciativa y la dirección de todos los tratados con el extranjero son facultades reservadas a él. Mientras que la Asamblea Nacional actúa constantemente sobre las tablas, expuesta a la luz del día y a la crítica pública, el presidente lleva una vida oculta en los Campos Elíseos y, además, teniendo siempre clavado en los ojos y en el corazón el artículo 45 de la Constitución, que le grita un día tras otro «frère, il faut mourir!» ¡Tu poder acaba el segundo domingo del hermoso mes de mayo del cuarto año de tu elección! ¡Y entonces, todo este esplendor se ha acabado y la función no puede repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo te las arreglas para saldarlas con los 600 mil francos que te asigna la Constitución, si es que acaso no prefieres dar con tus huesos en Clichy al segundo lunes del hermoso mes de mayo! A la par que asigna al presidente el poder efectivo, la Constitución procura asegurar a la Asamblea Nacional el poder moral. Aparte de que es imposible atribuir un poder moral mediante los artículos de una ley, la Constitución aquí vuelve a anularse a sí misma, al disponer que el presidente será elegido por todos los franceses mediante sufragio universal y directo.
Mientras que los votos de Francia se dispersan entre los 750 diputados de la Asamblea Nacional, aquí se concentran, por el contrario, en un solo individuo. Mientras que cada uno de los representantes del pueblo sólo representa a este o a aquel partido, a esta o aquella ciudad, a esta o aquella cabeza de puente o incluso a la mera necesidad de elegir a uno cualquiera que haga el número de los 750, sin parar mientes minuciosamente en la cosa ni en el hombre, él es el elegido de la nación, y el acto de su elección es el gran triunfo que se juega una vez cada cuatro años el pueblo soberano. La Asamblea Nacional elegido está en una relación metafísica con la nación, mientras que el presldente elegido está en una relación personal. La Asamblea Nacional representa sin duda, en sus distintos diputados, las múltiples facetas del espíritu nacional, pero en el presidente se encarna este espíritu. El presidente posee frente a ella una especie de derecho divino, es presidente por la Gracia del Pueblo.
Tetis, la diosa del mar, había profetizado a Aquiles que moriría en la flor de la juventud. La Constitución, que tiene su punto vulnerable, como Aquiles, tenía también como éste el presentimiento de que moriría de muerte prematura. A los republicanos puros constituyentes les bastaba con echar desde el reino de nubes de su república ideal una mirada al mundo profano, para darse cuenta de cómo a medida que se iban acercando a la consumación de su gran obra de arte legislativo, crecía por días la insolencia de los monárquicos, de los bonapartistas, de los demócratas, de los comunistas, y su propio descrédito, sin que, por tanto, Tetis necesitase abandonar el mar y confiarles el secreto.
Intentaron salir astutamente al paso de la fatalidad con un ardid constitucional, mediante el artículo 111 de la Constitución, según el cual toda propuesta de revisión constitucional ha de votarse en tres debates sucesivos, con un intervalo de un mes entero entre cada debate, por las tres cuartas partes de votantes, por lo menos, y siempre y cuando que, además, voten no menos de 500 diputados de la Asamblea Nacional. Con esto no hacían más que el pobre intento de ejercer como minoría —porque ya se veían proféticamente como tal— un poder que en aquel momento, en que disponía de la mayoría parlamentaria y de todos los resortes del poder del Gobierno se les iba escapando por días de las débiles manos.
Finalmente, en un artículo melodramático, la Constitución se confía «a la vigilancia y al patriotismo de todo el pueblo francés y de cada francés por separado», después que en otro artículo anterior había entregado ya los «vigilantes» y «patriotas» a los tiernos y criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo, Haute Cour, creado expresamente por ella.
Tal era la Constitución de 1848, que no fue derribada el 2 de diciembre de 1851 por una cabeza, sino que se vino a tierra al contacto de un simple sombrero; cierto es que este sombrero era el tricornio napoleónico.
Mientras los republicanos burgueses de la Asamblea se ocupaban en cavilar, discutir y votar esta Constitución, Cavaignac mantenía, fuera de la Asamblea, el estado de sitio en París. El estado de sitio en París fue el comadrón de la Constituyente en sus dolores republicanos del parto. Si más tarde la Constitución fue muerta por las bayonetas, no hay que olvidar que también había sido guardada en el vientre materno y traída al mundo por las bayonetas, por bayonetas vueltas contra el pueblo. Los antepasados de los «republicanos honestos» habían hecho dar a su símbolo, la bandera tricolor, la vuelta por Europa. Ellos, a su vez, hicieron también un invento que se abrió por sí mismo paso por todo el continente, pero retornando a Francia con amor siempre renovado, hasta que acabó adquiriendo carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el estado de sitio.
¡Magnífico invento, aplicado periódicamente en cada una de las crisis sucesivas en el curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el vivac, puestos así, periódicamente, por encima de la sociedad francesa para aplastarle el cerebro y convertirla en un ser tranquilo; el sable y el mosquetón, que periódicamente regentaban la justicia y la administración, ejercían tutela y censura, hacían funciones de policía y oficio de serenos; el bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad, ¿no tenían necesariamente el cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrera, que dar por último en la ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad de una vez para siempre, proclamando su propio régimen como el más alto de todos y descargando por completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por sí misma?
El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrera tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con tanta mayor razón cuanto que de este modo podían esperar también una mejor recompensa por sus altos servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente el estado de sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos y heridos y de algunas muecas amistosas de burgueses. ¿Por qué el elemento militar no podía jugar por fin de una vez al estado de sitio en su propio interés y para su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas burguesas? Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada, que el coronel Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión militar que bajo Cavaignac ayudó a mandar a la deportación, sin juicio, a 15 mil insurrectos, vuelve a hallarse en este momento a la cabeza de las Comisiones militares que actúan en París.
Si los republicanos «honestos», los republicanos puros, plantaron con el estado de sitio de París el vivero en que habían de criarse los pretorianos del 2 de diciembre de 1851 merecen en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el sentimiento nacional como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora, cuando disponen del poder de la nación, se arrastran a los pies del extranjero, y en vez de liberar a Italia, hacen que vuelvan a ocuparla los austríacos y los napolitanos. La elección de Luis Bonaparte como presidente, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y a la Constituyente.
En el artículo 44 de la Constitución se dice: «El presidente de la República Francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía francesa». El primer presidente de la República Francesa, Luis Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era incluso un suizo naturalizado.
Ya he expuesto en otro lugar la significación de las elecciones del 10 de diciembre. No he de volver aquí sobre esto. Baste observar que fue una reacción de los campesinos, que habían tenido que pagar el coste de la revolución de febrero, contra las demás clases de la nación, una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción encontró gran eco en el ejército, al que los republicanos del “National” no habían dado fama ni aumento de sueldo; entre la gran burguesía, que saludó en Bonaparte el puente hacia la monarquía; entre los proletarios y los pequeños burgueses, que le saludaron como un azote para Cavaignac. Más adelante he de tener ocasión de examinar más en detalle el papel de los campesinos en la revolución francesa.
La época que va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente en mayo de 1849, abarca la historia del ocaso de los republicanos burgueses.
Después de haber creado una república para la burguesía, de haber expulsado del campo de lucha al proletariado revolucionario y de reducir provisionalmente al silencio a la pequeña burguesía democrática, se ven ellos mismos puestos al margen por la masa de la burguesía, que con justo derecho embarga a esta república como cosa de su propiedad. Pero esta masa burguesa era realista. Una parte de ella, los grandes propietarios de tierras, había dominado bajo la Restauración y era, por tanto, legitimista. La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes industriales, habían dominado bajo la monarquía de Julio, y era, por consiguiente, orleanista. Los altos dignatarios del Ejército, de la Universidad, de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de la Prensa se repartían entre ambos campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en la república burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón ni el nombre de Orleáns, sino el nombre de Capital, habían encontrado la forma de gobierno bajo la cual podían dominar conjuntamente. Ya la insurrección de junio los había unido en las filas del «partido del orden». Ahora, se trataba ante todo de eliminar a la pandilla de los republicanos burgueses que ocupaban todavía los escaños de la Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos puros habían tenido de brutales para abusar de la fuerza física contra el pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, de tímidos, de alicaídos, de incapaces de luchar para mantener su republicanismo y su derecho de legisladores frente al poder ejecutivo y los realistas. No tengo por qué relatar aquí la historia ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se acabaron. Su historia ha terminado para siempre, y en el período siguiente ya sólo figuran, lo mismo dentro que fuera de la Asamblea, como recuerdos, recuerdos que parecen revivir de nuevo tan pronto como se trata del mero nombre de República y cuantas veces el conflicto revolucionario amenaza con descender hasta el nivel más bajo. Diré de pasada que el periódico que dio su nombre a este partido, el “National”, se pasó en el período siguiente al socialismo.
Antes de terminar con este período, tenemos que echar todavía una ojeada retrospectiva a los dos poderes, uno de los cuales anuló al otro el 2 de diciembre de 1851, mientras que desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente vivieron en relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a Luis Bonaparte y, de otro lado, al partido de los realistas coligados, al partido del orden, al partido de la gran burguesía. Al tomar posesión de la presidencia, Bonaparte formó inmediatamente un ministerio del partido del orden, al frente del cual puso a Odilon Barrot, que era, nótese bien, el antiguo dirigente de la fracción más liberal de la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor Barrot había cazado la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía desde 1830, y más aún, la presidencia del ministerio; pero no como lo había soñado bajo Luis Felipe, como el jefe más avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la misión de matar un parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después de que ésta había sido ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido actuaba por él.
Ya en el primer consejo de ministros se acordó la expedición a Roma, que se convino en realizar a espaldas de la Asamblea Nacional y arrancándole a ésta los medios financieros bajo un pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando a la Asamblea Nacional y con una conspiración secreta con las potencias absolutistas extranjeras contra la república revolucionaria romana. Del mismo modo y con la misma maniobra, Bonaparte preparó su golpe del 2 de diciembre contra la Asamblea Legislativa realista y su república constitucional. No olvidemos que el mismo partido, que el 20 de diciembre de 1848 formaba el ministerio de Bonaparte, formaba el 2 de diciembre de 1851 la mayoría de la Asamblea Nacional Legislativa.
La Constituyente había acordado en agosto no disolverse hasta después de elaborar y promulgar toda una serie de leyes orgánicas complementarias de la Constitución. El partido del orden le propuso el 6 de enero de 1849, por medio del diputado Rateau, no tocar las leyes orgánicas y acordar más bien su propia disolución. No sólo el ministerio, con el señor Odilon Barrot a la cabeza, sino todos los diputados realistas de la Asamblea Nacional le hicieron saber en este momento, en tono imperativo, que su disolución era necesaria para restablecer el crédito, para consolidar el orden, para poner fin a aquella indefinida situación provisional y crear un estado de cosas definitivo; se le dijo que entorpecía la actividad del nuevo Gobierno y sólo procuraba alargar su vida por rencor, que el país estaba cansado de ella. Bonaparte tomó nota de todas estas invectivas contra el poder legislativo, se las aprendió de memoria y, el 2 de diciembre de 1851, demostró a los realistas parlamentarios que había aprovechado sus lecciones. Repitió contra ellos sus propios tópicos.
El ministerio Barrot y el partido del orden fueron más allá. Hicieron que de toda Francia se dirigiesen solicitudes a la Asamblea Nacional pidiendo a ésta muy amablemente que se retirase. De este modo, lanzaron a la batalla contra la Asamblea Nacional, expresión constitucionalmente organizada del pueblo, sus masas no organizadas. Enseñaron a Bonaparte a apelar ante el pueblo contra las asambleas parlamentarias. Por fin, el 29 de enero de 1849 llegó el día en que la Constituyente había de resolver el problema de su propia disolución. La Asamblea Nacional se encontró con el edificio en que se celebraban sus sesiones ocupado militarmente; Changarnier, el general del partido del orden, en cuyas manos se concentraba el mando supremo de la Guardia Nacional y las tropas de línea, celebró en París una gran revista de tropas, como en vísperas de una batalla, y los realistas coligados declararon conminatoriamente a la Constituyente, que si no se mostraba sumisa se emplearía la fuerza. Se mostró sumisa y regateó únicamente un plazo brevísimo de vida.
¿Qué fue el 29 de enero sino el coup d’état del 2 de diciembre de 1851, sólo que ejecutado por los realistas juntamente con Bonaparte contra la Asamblea Nacional republicana? Esos señores realistas no advirtieron o no quisieron advertir que Bonaparte se valió del 29 de enero de 1849 para hacer que desfilase ante él, por las Tullerías, una parte de las tropas y se agarró ávidamente a esta primera demostración pública del poder militar contra el poder parlamentario, para hacer alusión a Calígula. Claro está que ellos no veían más que a su Changarnier.
El motivo que llevó especialmente al partido del orden a acortar violentamente la vida de la Constituyente fueron las leyes orgánicas complementarias de la Constitución, como la ley de enseñanza, la ley de cultos, etc. A los realistas coligados les interesaba en extremo hacer ellos mismos estas leyes y no dejar que las hiciesen los republicanos ya recelosos. Entre estas leyes orgánicas figuraba también, sin embargo, una ley sobre la responsabilidad del presidente de la república. En 1851, la Asamblea Legislativa se ocupaba precisamente de la redacción de esta ley, cuando Bonaparte paró este coup con el coup del 2 de diciembre. ¡Qué no hubieran dado los realistas coligados, en su campaña parlamentaria del invierno de 1851, por haberse encontrado ya hecha, la ley sobre la responsabilidad presidencial! ¡Y hecha, además, por una Asamblea desconfiada, rencorosa, republicana!
Después de que la misma Constituyente había roto el 29 de enero de 1849 su última arma, el ministerio Barrot y los amigos del orden la acosaron a muerte, no dejaron por hacer nada que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad y a su falta de confianza en sí misma leyes que le costaron el último residuo de respeto de que aún gozaba entre el público. Bonaparte, con su idea fija napoleónica, fue lo suficientemente audaz para explotar públicamente esta degradación del poder parlamentario. En efecto, cuando el 8 de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da un voto de censura al Gobierno por la ocupación de Civitavecchia por Oudinot y ordena que se reduzca la expedición romana a su supuesta finalidad, Bonaparte publica en el “Moniteur”, en la tarde del mismo día, una carta a Oudinot en la que le felicita por sus heroicas hazañas, y se presenta ya, por oposición a los escritorcillos parlamentarios, como el generoso protector del ejército. Los realistas, al ver esto, se sonrieron, creyendo sencillamente que habían logrado embaucarle. Por fin, cuando Marrast, presidente de la Constituyente, creyó en peligro por un momento la seguridad de la Asamblea Nacional, y, apoyándose en la Constitución, requirió a un coronel con su regimiento, el coronel se negó a obedecer, invocó la disciplina y remitió a Marrast a Changarnier, quien le despidió sardónicamente, diciéndole que no le gustaban las baïonnettes intelligentes. En noviembre de 1851, cuando los realistas coligados quisieron comenzar la lucha decisiva contra Bonaparte, intentaron, con su célebre proyecto de ley sobre los cuestores, lograr que se adoptara el principio de la requisición directa de las tropas por el presidente de la Asamblea Nacional. Uno de sus generales, Le Flô, había suscrito el proyecto de ley. Fue inútil que Changarnier votase en favor de la propuesta y que Thiers rindiese homenaje a la circunspecta sabiduría de la antigua Constituyente. El ministro de la Guerra, St. Arnaud, le contestó como Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre los gritos de aplauso de la Montaña!
Así fue cómo el mismo partido del orden, cuando todavía no era Asamblea Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen parlamentario. ¡Y pone el grito en el cielo, cuando, el 2 de diciembre de 1851, este régimen es desterrado de Francia! ¡Le deseamos feliz viaje!
Capítulo III
El 28 de mayo de 1849 se reunió la Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de diciembre de 1851 fue disuelta por la fuerza. Este período abarca la vida de la república constitucional o parlamentaria.
En la primera revolución francesa, a la dominación de los constitucionales le sigue la dominación de los girondinos, y a la dominación de los girondinos, la de los jacobinos.
Cada uno de estos partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos para poder encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más intrépido, que está detrás de él. La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional.
En la revolución de 1848 es al revés. El partido proletario aparece como apéndice del pequeño burgués-democrático. Este le traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril, el 15 de mayo y en las jornadas de junio. A su vez, el partido democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los hombros del partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos burgueses dando volteretas y salta, a su vez, a los hombros del poder armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que empuja hacia adelante y se apoya en las espaldas del partido que impulsa para atrás. No es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio y se venga a tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De este modo, la revolución se mueve en sentido descendente. En este movimiento de retroceso se encuentra todavía antes de desmontarse la última barricada de febrero y de constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria.

El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (II)

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Capítulo IV
A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación de un nuevo ministerio. Jamás se ha arrojado a lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte a sus ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los recibían, por el momento, Barrot y Compañía.
El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas y orleanistas, era un ministerio del partido del orden. Bonaparte había necesitado de él para disolver la Constituyente republicana, poner por obra la expedición contra Roma y destrozar el partido democrático. El se había eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando el poder del Gobierno en manos del partido del orden y poniéndose la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los periódicos, la careta del homme de paille. Ahora se quitó la máscara, que no era va velo sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara de hierro que le impedía mostrar una fisonomía propia. Había constituido el ministerio Barrot para hacer saltar, en nombre del partido del orden, la Asamblea Nacional republicana; y lo destituyó para declarar a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido del orden.
Pretextos plausibles para esta destitución no faltaban. El ministerio Barrot descuidaba incluso las formas de decoro que habrían hecho aparecer al presidente de la república como un poder al lado de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones parlamentarias Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar Ney en la que parecía desaprobar la actuación iliberal del Papa, del mismo modo que había publicado, en oposición a la Constituyente, otra carta en la que elogiaba a Oudinot por su ataque contra la República de Roma. Al votarse en la Asamblea Nacional el presupuesto de la expedición romana, Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión esa carta. El partido del orden ahogó entre exclamaciones despectivamente incrédulas la ocurrencia de que las ocurrencias de Bonaparte pudieran tener la menor importancia política. Ninguno de los ministros recogió el guante en su favor. En otra ocasión, Barrot, con su conocido patetismo vacuo, dejó escapar desde la tribuna palabras de indignación contra los «manejos abominables» en que, según su testimonio, andaban las personas más cercanas al presidente. Por último, el ministerio, a la par que hacía aprobar por la Asamblea Nacional una pensión de viudedad para la Duquesa de Orleáns, rechazaba todas las propuestas para aumentar la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte, el pretendiente imperial se fundía tan íntimamente con el caballero de industria arruinado, que una gran idea, la de su misión de restaurador del imperio, se complementaba siempre con otra: la de que el pueblo francés tenía la misión de saldar sus deudas.
El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje decisivo. Con él, el partido del orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto indispensable para afirmar el régimen parlamentario, el asidero del poder ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de más de medio millón de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su dependencia más incondicional a una masa inmensa de intereses y existencias, donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia hasta la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario adquiere, por medio de una centralización extraordinaria, una ubicuidad, una omnisciencia, una capacidad acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo encuentran correspondencia en la dependencia desamparada, en el carácter caóticamente informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en un país semejante, al perder la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la administración del Estado, no reducía todo lo posible el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la sociedad civil y a la opinión pública crearse sus órganos propios, independientes del poder del Gobierno. Pero, el interés material de la burguesía francesa está precisamente entretejido del modo más íntimo con la conservación de esa extensa y ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra parte, su interés político la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar recelosamente los órganos independientes de movimiento de la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por completo. De este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por su situación de clase, de una parte, a destruir las condiciones de vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio, y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.
El nuevo ministerio llamábase el ministerio d’Hautpoul. No porque el general d’Hautpoul hubiese obtenido el rango de presidente del Consejo. Con Barrot, Bonaparte había suprimido prácticamente esta dignidad, que condenaba al presidente de la república, ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional, pero de un rey constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin espada, sin atributo de la irresponsabilidad, sin la posesión imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y, lo más fatal de todo, sin lista civil. En el ministerio de d’Hautpoul no había más que un hombre de fama parlamentaria, el prestamista Fould, uno de los miembros de peor reputación de la alta finanza. Le tocó en suerte la cartera de Hacienda. Consúltense las cotizaciones de la Bolsa de París y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los fondos franceses suben y bajan con las subidas y bajadas de las acciones bonapartistas. Habiendo encontrado así su aliado en la Bolsa, Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo, de la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto de la policía de París.
Sin embargo, las consecuencias del cambio de ministerios sólo podían revelarse conforme fuesen desarrollándose las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo había dado un paso adelante para luego verse empujado hacia atrás de un modo tanto más visible. A su agrio mensaje, siguió la declaración más servil de sumisión a la Asamblea Nacional.
Cuantas veces los ministros hacían el tímido intento de presentar como proyectos de ley sus caprichos personales, ellos mismos parecían cumplir a regañadientes un mandato grotesco, obligados tan sólo por su posición y convencidos de antemano de la falta de éxito. Cuantas veces Bonaparte, a espaldas de sus ministros, se iba de la lengua hablando de sus intenciones y jugando con sus idées napoléoniennes, sus mismos ministros le desautorizaban desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía como si sus apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las risas malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado, considerado por el mundo entero como un bobo. Jamás fue objeto del desprecio de todas las clases de un modo más completo que durante este período. Jamás la burguesía dominó de un modo más incondicional, jamás hizo una ostentación más jactanciosa de las insignias de su dominación.
No me propongo escribir aquí la historia de sus actividades legislativas, que se resume, durante este período, en dos leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley de enseñanza, que suprime la incredulidad religiosa. Si a los franceses se les ponían obstáculos para beber vino, en cambio se les servía con tanta mayor abundancia el agua de la vida justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino la burguesía declaraba intangible el antiguo odioso sistema fiscal francés, con la ley de enseñanza intentaba asegurar el antiguo estado de ánimo de las masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a los orleanistas, a los burgueses liberales, estos viejos apóstoles del volterianismo y de la filosofía ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios, los jesuitas, la administración del espíritu francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen en lo que se refería al pretendiente a la corona, comprendían que su dominación coligada exigía unir los medios de opresión de dos épocas, que los medios de sojuzgamiento de la monarquía de Julio debían completarse y fortalecerse con los medios de sojuzgamiento de la Restauración.
Los campesinos, defraudados en todas sus esperanzas, oprimidos más que nunca, de una parte, por el bajo nivel de los precios de los cereales y, de otra parte, por la carga de las contribuciones y por el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron a agitarse en los departamentos. Se les contestó con una batida furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos al cura, contra los alcaldes, que fueron sometidos al prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron sometidos todos. En París y en las grandes ciudades, la reacción misma presenta la fisonomía de su época y provoca más de lo que reprime. En el campo, se hace baja, vulgar, mezquina, agobiante, vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se comprende hasta qué punto tres años de régimen del gendarme, bendecido por el régimen del cura, tenía que desmoralizar a masas incultas.
Por grande que fuese la suma de pasión y declamación que el partido del orden derrochase desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional contra la minoría, sus discursos eran monosilábicos, como los del cristiano, que ha de decir: sí, sí; no, no.
Monosilábicos en la tribuna y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los acertijos cuya solución se sabe de antemano. Ya se trate del derecho de petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad de prensa o de la libertad de comercio, de los clubs o del reglamento municipal, de la protección de la libertad personal o de la regulación del presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está siempre preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo!» Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista la ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera burguesa. Era socialista construir un ferrocarril donde había ya un canal y socialista defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con la espada.
Y esto no era mera retórica, moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban contra su propia civilización, de que todos los dioses que había creado la abandonaban.
Comprendía que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política, a su dominación de clase, y por tanto se habían convertido en «socialistas». En esta amenaza y en este ataque veía con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el cual no puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal, ya chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de todas las clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía era la consecuencia de que su mismo régimen parlamentario, de que su dominación política en general tenía que caer también bajo la condenación general, como socialista. Mientras la dominación de la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente, no hubiese adquirido su verdadera expresión política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha contra el capital. Cuando en cada manifestación de vida de la sociedad veía un peligro para la «tranquilidad», ¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza de la sociedad el régimen de la intranquilidad, su propio régimen, el régimen parlamentario, este régimen que, según la expresión de uno de sus oradores, vive en la lucha y merced a la lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión; ¿cómo, pues, va a prohibir que se discuta? Todo interés, toda institución social se convierten aquí en ideas generales, se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún interés, alguna institución van a situarse por encima del pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los oradores en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el club de debates del parlamento se complementa necesariamente con los clubs de debates de los salones y de las tabernas, los representantes que apelan continuamente a la opinión del pueblo autorizan a la opinión del pueblo para expresar en peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas de Estado tocan el violín, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?
Por tanto, cuando la burguesía excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba como «liberal», confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de su Gobierno propio, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que imponérsela ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su poder social tiene que quebrantar su poder político; que los individuos burgueses sólo pueden seguir explotando a otras clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión y el orden bajo la condición de que su clase sea condenada con las otras clases a la misma nulidad política; que para salvar la bolsa, hay que renunciar a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada de Damocles.
En el campo de los intereses generales de la burguesía, la Asamblea Nacional se mostró tan improductiva, que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón, comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado todavía el 2 de diciembre de 1851. Donde no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente, estaba condenada a una esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes en el espíritu del partido del orden, y en parte exageraba todavía más su severidad en la ejecución y manejo de las mismas, el propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente necias, ganar popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la Asamblea Nacional y apuntar al designio secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos, designio cuya ejecución sólo impedían provisionalmente las circunstancias. Así, la proposición de decretar un aumento de cuatro sous diarios para los sueldos de los suboficiales. Así, la proposición de crear un Banco para conceder créditos de honor a los obreros. Obtener dinero regalado y prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que las masas picasen en el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la ciencia financiera del lumpenproletariado, lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se limitaban los resortes que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un pretendiente ha especulado más simplemente sobre la simpleza de las masas.
La Asamblea Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables de ganar popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que este aventurero, al que le espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de perder ninguna reputación adquirida osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el partido del orden y el presidente había adoptado ya un carácter amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió a echar a éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a las elecciones parciales del 10 de marzo de 1850. Estas elecciones se celebraron para cubrir los puestos de diputados que la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del 13 de junio. París sólo eligió a candidatos socialdemócratas. Concentró incluso la mayoría de los votos en un insurrecto de junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de París, aliada al proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio de 1849. Parecía como si sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el momento de peligro para volver a pisarlo, con una masa mayor de fuerzas combativas y con una consigua de guerra más audaz, al presentarse la ocasión propicia. Una circunstancia parecía aumentar el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó en París por el insurrecto de junio, contra La Hitte, un ministro de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran parte por los «montañeses», que también aquí, aunque no de un modo tan decisivo como en París, afirmaron la supremacía sobre sus adversarios.
Bonaparte se vio, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el 29 de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850 desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó, pidió pusilánimemente perdón, se brindó a nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers, a los Berryer, a los Broglie, a los Mole, en una palabra, a los llamados «burgraves» a que empuñasen ellos mismos el timón del Estado. El partido del orden no supo aprovechar este momento único.
En vez de tomar audazmente el poder que le ofrecían, no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante el perdón y con incorporar al ministerio d’Hautpoul al señor Baroche. Este Baroche había vomitado furia como acusador público, una vez contra los revolucionarios del 15 de mayo y otra contra los demócratas del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo de Bourges, ambas veces por atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros de Bonaparte había de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea Nacional, y después del 2 de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien instalado y espléndidamente retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido en la sopa de los revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte.
Por su parte, el Partido Socialdemócrata sólo parecía acechar pretextos para poner de nuevo en tela de juicio su propia victoria y mellarla. Vidal, uno de los diputados recién elegidos en París había salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron de que rechazase el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez de dar a su victoria en el terreno electoral un carácter definitivo, obligando con ello al partido del orden a discutírsela inmediatamente en el parlamento; en vez de empujar así al adversario a la lucha en el momento de entusiasmo popular y aprovechando el estado de espíritu favorable del ejército, el partido democrático aburrió a París durante los meses de marzo y abril con una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las pasiones populares excitadas se extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que la energía revolucionaria se saciase con éxitos constitucionales, se gastase en pequeñas intrigas, hueras declamaciones y movimientos aparentes, que la burguesía se concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente, que la significación de las elecciones de marzo encontrase, en la votación parcial de abril, con la elección de Eugenio Sue, un comentario sentimental suavizador. En una palabra, le hizo al 10 de marzo una broma de 1 de abril.
La mayoría parlamentaria comprendió la debilidad de su adversario. Sus diecisiete burgraves -pues Bonaparte les había entregado la dirección y la responsabilidad del ataque- elaboraron una nueva ley electoral, cuyo proyecto se confió al señor Faucher, quien recabó para sí este honor. La ley fue presentada por él el 8 de mayo; en ella, se abolía el sufragio universal, se imponía como condición que el elector llevase tres años domiciliado en el punto electoral, y finalmente, a los obreros se les condicionaba la prueba de este domicilio al testimonio de su patrono.
Toda la excitación y toda la furia revolucionaria de los demócratas durante la lucha constitucional de las elecciones se convirtieron en prédicas constitucionales, recomendando, ahora que se trataba de probar con las armas en la mano que aquellos triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma mayestática (calme majestueux), actitud legal, es decir, sumisión ciega a la voluntad de la contrarrevolución, que se imponía insolentemente como ley. Durante el debate, la Montaña avergonzó al partido del orden, haciendo valer contra su pasión revolucionaria la actitud desapasionada del hombre de bien que no se sale del terreno legal y fulminándole con el espantoso reproche de que se comportaba revolucionariamente. Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran quienes los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una victoria revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley electoral. La Montaña se contentó con meter de contrabando una protesta en el bolsillo del presidente. A la ley electoral le siguió una nueva ley de prensa, con la que quedaba suprimida de raíz toda la prensa diaria revolucionaria.
Era la suerte que se había merecido. “El National” y “La Presse” -dos órganos burgueses-, quedaron después de este diluvio como la avanzada más extrema de la revolución.
Vimos que los jefes democráticos hicieron, durante los meses de marzo y abril, todo lo posible por embrollar al pueblo de París en una lucha ficticia y que después del 8 de mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha real. No debemos, además, olvidar que el año 1850 fue uno de los años más brillantes de prosperidad industrial y comercial, y que, por tanto, el proletariado de París tenía trabajo en su totalidad. Pero la ley electoral del 31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención en el poder político. Lo aislaba hasta del propio campo de la lucha. Volvía a precipitar a los obreros a la situación de parias en que vivían antes de la revolución de febrero. Al dejarse guiar por los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar el interés revolucionario de su clase ante un bienestar momentáneo, renunciaron al honor de ser una potencia conquistadora, se sometieron a su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848 los había incapacitado para luchar durante muchos años y que, por el momento, el proceso histórico tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas. En cuanto a la democracia pequeño burguesa, que el 13 de junio había gritado: «¡Ah, pero si tocan al sufragio universal, ah, entonces!», se consolaba ahora pensando que el golpe contrarrevolucionario que se había descargado sobre ella no era tal golpe y que la ley del 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo francés comparecerá en el palenque electoral, empuñando en una mano la papeleta de voto y en la otra la espada. Esta profecía le servía de satisfacción. Finalmente, el ejército volvió a ser castigado por sus superiores por las elecciones de marzo y abril de 1850, como lo había sido por las del 28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La revolución no nos engañará por tercera vez!»
La ley del 31 de mayo de 1850 era el coup d’état de la burguesía. Todas sus victorias anteriores sobre la revolución tenían un carácter meramente provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones se retiraba de la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia de las elecciones desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma proporción en que se desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre las masas del pueblo. El 10 de marzo, el sufragio universal se pronunció directamente en contra de la dominación de la burguesía; la burguesía contestó proscribiendo el sufragio universal. La ley del 31 de mayo era, pues, una de las necesidades impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que la elección del presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos millones de votos. Si ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta votación mínima, la Asamblea Nacional debería elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen más votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el censo electoral diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella bastaba con los votos de una quinta parte del censo para que la elección del presidente fuese válida. La ley del 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, no obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente. Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley del 31 de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de la república al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.
Capítulo V
Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600,000 francos. No había pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600,000 francos para los llamados gastos de representación. Después del 13 de junio, Bonaparte había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento favorable e hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo le había dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos de debilidad en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos que le han estafado después de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el presidente de la República, en un momento en que había roto fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, que lo concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal, pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros, en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en contra de la revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este rival.
Cuando la Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre de 1850, parecía inevitable que estallase, en vez de sus escaramuzas anteriores con el presidente, una gran lucha implacable, una lucha a vida o muerte entre los dos poderes.
Lo mismo que en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de este año, el partido del orden se había dispersado en sus distintas fracciones, cada cual ocupada con sus propias intrigas restauradoras, a las que la muerte de Luis Felipe daba nuevo pábulo. El rey de los legitimistas, Enrique V, había llegado incluso a nombrar un ministerio formal, que residía en París y del que formaban parte miembros de la comisión permanente. Bonaparte quedaba, pues, autorizado para emprender a su vez jiras por los departamentos franceses y dejar escapar, recatada o abiertamente, según el estado de ánimo de la ciudad a la que regalaba con su presencia, sus propios planes de restauración, reclutando votos para sí. En estas giras, que el gran “Moniteur” oficial y los pequeños «monitores» privados de Bonaparte, tenían, naturalmente, que celebrar como cruzadas triunfales, le acompañaban constantemente afiliados de la Sociedad del 10 de Diciembre. Esta sociedad data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpenproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème; con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpenproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase. Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes disfraces y las frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. Así, en su expedición a Estrasburgo, el buitre suizo amaestrado desempeñó el papel de águila napoleónica. Para su incursión en Boulogne, embute a unos cuantos lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos representan el ejército. En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió a 10,000 miserables del lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick Bottom representaba el león. En un momento en que la misma burguesía representaba la comedia más completa, pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas condiciones de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias engañada y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones y representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia. Sólo después de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel imperial y cree representar, con su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino su comedia por la historia universal. Lo que para los obreros socialistas habían sido los talleres nacionales y para los republicanos burgueses los gardes mobiles, era para Bonaparte la Sociedad del 10 de Diciembre: la fuerza combativa de partido propia de él. Las secciones de esa sociedad, enviadas por grupos a las estaciones, debían improvisarle en sus viajes un público, representar el entusiasmo popular, gritar Vive l’Empereur!, insultar y apalear a los republicanos, naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de regreso a París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las contramanifestaciones o dispersarlas. La Sociedad del 10 del Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su idea más privativa. Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de las circunstancias, en todos sus hechos actúan por él las circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros; pero el Bonaparte que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las frases oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad, y detrás de él la sociedad secreta de los Schufterle y los Spiegelberg, la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es el propio Bonaparte como autor original, y la historia de la Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia. Se había dado el caso de que representantes del pueblo pertenecientes al partido del orden habían sido apaleados por los decembristas. Más aun. El comisario de policía Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y encargado de la vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión permanente, basándose en el testimonio de un tal Alais, que una sección de decembristas había acordado asesinar al general Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional, estando ya elegidos los individuos encargados de ejecutar este acuerdo. Se comprenderá el terror del señor Dupin. Parecía inevitable una investigación parlamentaria sobre la Sociedad del 10 de Diciembre, es decir, la profanación del mundo secreto bonapartista. Por eso, precisamente, antes de que volviera a reunirse la Asamblea Nacional, Bonaparte disolvió prudentemente su sociedad, claro está que sólo sobre el papel, pues todavía a fines de 1851, el prefecto de policía Carlier, en una extensa memoria, intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre había de seguir siendo el ejército privado de Bonaparte mientras éste no consiguiese convertir el ejército público en una Sociedad del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada a esto poco después de suspenderse las sesiones de la Asamblea Nacional, y la hizo con el dinero que acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista que es, abriga la convicción de que hay ciertos poderes superiores, a los que el hombre y sobre todo el soldado no se puede resistir. Entre estos poderes incluye, en primer término, los cigarros y el champagne, las aves frías y el salchichón adobado con ajo. Por eso, en los salones del Elíseo, empieza obsequiando a los oficiales y suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y salchichón adobado con ajo.
El 3 de octubre repite esta maniobra con las masas de tropa en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a repetirla en una escala todavía mayor en la revista militar de Satory. El tío se acordaba de las campañas de Alejandro en Asia, el sobrino se acuerda de las cruzadas triunfales de Baco en las mismas tierras. Alejandro era, ciertamente, un semidiós, pero Baco era un dios completo. Y, además, el dios tutelar de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Después de la revista del 3 de octubre, la comisión permanente llamó a comparecer ante ella al ministro de la Guerra, d’Hautpoul. Este prometió que no volverían a repetirse aquellas infracciones de la disciplina. Sabido es cómo Bonaparte cumplió el 10 de octubre la palabra dada por d’Hautpoul. En ambas revistas había llevado el mando Changarnier, como comandante en jefe del ejército de París. Changarnier, que era a la vez miembro de la comisión permanente, jefe de la Guardia Nacional, el «salvador» del 29 de enero y del 13 de junio, el «baluarte de la sociedad», candidato del partido del orden para la dignidad presidencial, el presunto Monk de dos monarquías, no se había reconocido jamás hasta entonces subordinado al ministro de la Guerra, se había burlado siempre abiertamente de la Constitución republicana y había perseguido a Bonaparte con una arrogante protección equívoca. Ahora, se desvivía por la disciplina contra el ministro do la Guerra y por la Constitución contra Bonaparte. Mientras que el 10 de octubre una parte de la caballería dejó oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les saucissons!, Changarnier hizo que por lo menos la infantería, que desfilaba al mando de su amigo Neumayer, guardase un silencio glacial. Como castigo, el ministro de la Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó al general Neumayer de su puesto en París con el pretexto de entregarle el alto mando de la 14ª y la 15ª divisiones. Neumayer rehusó este cambio de destino y se vio obligado así a pedir el retiro. Por su parte, Changarnier publicó el 2 de noviembre una orden de plaza en la que prohibía a las tropas gritos ni ninguna clase de manifestaciones políticas estando bajo las armas. Los periódicos elíseos atacaron a Changarnier; los periódicos del partido del orden, a Bonaparte; la comisión permanente celebraba una sesión secreta tras otra, en las que se presentaba reiteradamente la proposición de declarar a la patria en peligro; el ejército parecía estar dividido en dos campos enemigos, con dos Estados Mayores enemigos, uno en el Elíseo, donde moraba Bonaparte, y otro en las Tullerías, donde moraba Changarnier.
Sólo parecía faltar la reanudación de las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de la lucha. Al público francés estos rozamientos entre Bonaparte y Changarnier le merecían el mismo juicio que a aquel periodista inglés que los caracterizó en las siguientes palabras: «Las criadas políticas de Francia barren la ardiente lava de la revolución con las viejas escobas, y se tiran del moño mientras ejecutan su faena».
Entretanto, Bonaparte se apresuró a destituir al ministro de la Guerra, d’Hautpoul, expidiéndolo precipitadamente a Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de ministro de la Guerra al general Schramm. El 12 de noviembre mandó a la Asamblea Nacional un mensaje de prolijidad norteamericana, recargado de detalles, oliendo a orden, ávido de reconciliación, lleno de resignación constitucional, en el que se trataba de todo lo divino y lo humano, menos de las questions brûlante del momento. Como de pasada, dejaba caer las palabras de que con arreglo a las normas expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí solo del ejército. El mensaje terminaba con estas palabras altisonantes: «Francia exige ante todo tranquilidad… Soy el único ligado por un juramento, y me mantendré dentro de los estrictos límites que me traza… Por lo que a mí se refiere, elegido por el pueblo y no debiendo más que a éste mi poder me someteré siempre a su voluntad legalmente expresada. Si en este período de sesiones acordáis la revisión constitucional, una Asamblea Constituyente reglamentará la posición del poder ejecutivo. En otro caso, el pueblo declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero, cualesquiera que sean las soluciones del porvenir, lleguemos a una inteligencia, para que jamás la pasión, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran nación… Lo que sobre todo me preocupa no es saber quién va a gobernar a Francia en 1852, sino emplear el tiempo de que dispongo de modo que el período restante pase sin agitación y sin perturbaciones. Os he abierto sinceramente mi corazón, contestad vosotros a mi franqueza con vuestra confianza, a mi buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se encargará del resto».
El lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes de la burguesía, descubre su más profundo sentido en labios de autócrata de la Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de las meriendas de St. Maur y Satory.
Los burgraves del partido del orden no se dejaron engañar ni un solo instante en cuanto al crédito que se podía dar a esa efusión cordial. Acerca de los juramentos estaban ya desde hacía mucho tiempo al cabo de la calle; entre ellos había veteranos, virtuosos del perjurio político, y el pasaje dedicado al ejército no se les pasó desapercibido. Observaron con desagrado que, en la prolija e interminable enumeración de las leyes recientemente promulgadas, el mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más importante de todas, la ley electoral, y más aun, que en caso de no revisión constitucional se dejaba al arbitrio del pueblo, para 1852, la elección del presidente. La ley electoral era el grillete atado a los pies del partido del orden, que le impedía andar, y no digamos lanzarse al asalto.
Además, con la disolución oficial de la Sociedad del 10 de Diciembre y la destitución del ministro de la Guerra, d’Hautpoul, Bonaparte había sacrificado por su propia mano en el altar de la patria a las víctimas propiciatorias. Quitó la espina al choque que se esperaba.
Finalmente, el mismo partido del orden procuró rehuir, atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el poder ejecutivo. Por miedo a perder las conquistas hechas contra la revolución dejó que su rival cosechase los frutos de ellas. «Francia exige ante todo tranquilidad». Así le venía gritando desde febrero el partido del orden a la revolución, así le gritaba al partido del orden el mensaje de Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad». Bonaparte cometía actos encaminados a la usurpación, pero el partido del orden provocaba «agitación» si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo hipocondríaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios si nadie hablaba de ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad». Es decir Bonaparte exigía que se le dejase hacer tranquilamente lo que quería, y el partido parlamentario sentíase paralizado por un doble temor: por el temor de provocar la agitación revolucionaria y por el temor de aparecer como el perturbador de la tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía. Por tanto que Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no se atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de «paz», a contestar con «guerra». El público, que ya se relamía pensando en las grandes escenas de escándalo que se iban a producir al reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional, viese defraudado en sus esperanzas. Los diputados de la oposición que exigían que se presentasen las actas de la comisión permanente acerca de los acontecimientos de octubre fueron arrollados por los votos de la mayoría. Se rehuyeron por principio todos los debates que pudieran excitar los ánimos. Los trabajos de la Asamblea Nacional durante los meses de noviembre y diciembre de 1850 carecieron de interés.
Por último, hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a unas u otras prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió en minucias alrededor de las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición del sufragio universal, se hubo desembarazado por el momento de la lucha de clases.
Se había ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, una sentencia judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro de Justicia, Rouher, declaró que podía dictarse sin más trámites mandato de arresto contra el deudor. Mauguin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al conocer el atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma tarde mandó a su greffier a que le sacase por la fuerza de Clichy. Sin embargo, para testimoniar su fe en la santidad de la propiedad privada y con la segunda intención de abrir, en caso de necesidad, un asilo para «montañeses» molestos, declaró válida la prisión por deudas de representantes del pueblo, previa autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar que también se podría meter en la cárcel por deudas al presidente de la República. Destruyó la última apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los miembros de su propia corporación.
Recuérdese que el comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose en el testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una sección de decembristas. Ya en la primera sesión los cuestores presentaron en relación con esto la propuesta de crear una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto privado de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del prefecto de policía. El ministro del Interior, Baroche, protestó contra esta ingerencia en sus atribuciones. En vista de esto se llegó a una mísera transacción, según la cual el comisario de policía de la Asamblea sería pagado de su presupuesto privado y nombrado y destituido por sus cuestores, pero previo acuerdo con el ministro del Interior. Entre tanto, Alais había sido entregado por el Gobierno a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones como falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de ridículo sobre Dupin, Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29 de diciembre el ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la destitución de Yon. La Mesa de la Asamblea Nacional, acuerda no destituirle, pero ésta, asustada de la violencia de su proceder en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder ejecutivo le devolviera dos golpes por uno, no lo sanciona.
Destituye a Yon en recompensa por el celo con que le había servido y se despoja de una prerrogativa parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la noche para ejecutar por el día, sino que decide por el día y ejecuta por la noche.
Hemos visto que la Asamblea Nacional, durante los meses de noviembre y diciembre, rehuyó, ahogó, en grandes y decisivas ocasiones la lucha contra el poder ejecutivo. Ahora la vemos obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos. En el asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas de los representantes de la nación, pero se reserva la posibilidad de aplicarla solamente a los representantes que no le sean gratos, y regatea por este infame privilegio con el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse del supuesto plan de asesinato para abrir una investigación sobre la Sociedad del 10 de Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte ante Francia y ante Europa, presentándolo en su verdadera faz, como la cabeza del lumpenproletariado de París, deja que la colisión descienda a un punto en que ya lo único que se ventila entre ella y el ministro del Interior es quién tiene competencia para nombrar y separar a un comisario de la policía. Así, vemos al partido del orden, durante todo este período, obligado por su posición equívoca, a convertir su lucha contra el poder ejecutivo en mezquinas discordias de competencias, minucias, leguleyerías, litigios de linderos, y a tomar como contenido de sus actividades las más insípidas cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento en que éste tiene una significación de principio, en que el poder ejecutivo se ha comprometido realmente y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la causa de toda la nación. Con ello daría a la nación una orden de marcha, y nada teme tanto como el que la nación se mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha las proposiciones de la Montaña y pasa al orden del día. Después de abandonarse así la cuestión litigiosa en sus grandes dimensiones, el poder ejecutivo espera tranquilamente el momento en que pueda volver a plantearla por motivos fútiles e insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por decirlo así, un interés parlamentario puramente local. Y entonces estalla la ira contenida del partido del orden, entonces rasga el telón que oculta los bastidores, entonces denuncia al presidente, entonces declara a la república en peligro; pero entonces su patetismo pierde también todo sabor y el motivo de la lucha aparece como un pretexto hipócrita e indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad parlamentaria se convierte en una tempestad en un vaso de agua, la lucha en intriga, el choque en escándalo. Mientras la malignidad de las clases revolucionarias se ceba en la humillación de la Asamblea Nacional, pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas parlamentarias de aquélla tanto como ella por las libertades públicas, la burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía de dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas y comprometer la tranquilidad con tan míseras rivalidades con el presidente. La mete en confusión una estrategia que sella la paz en los momentos en que todo el mundo espera batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree que se ha sellado la paz.
El 20 de diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro del Interior sobre la lotería de los lingotes de oro. Esta lotería era una «hija del Elíseo». Bonaparte la había traído al mundo con sus leales, y el prefecto de policía, Carlier, la había tomado bajo la protección oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe toda clase de loterías, fuera de los sorteos hechos para fines de beneficencia. Siete millones de billetes por valor de un franco cada uno, y la ganancia destinada, al parecer, a embarcar a vagabundos de París para California.
De una parte se quería que los sueños dorados desplazasen los sueños socialistas del proletariado parisino, la tentadora perspectiva del premio gordo desplazase el derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente, los obreros de París no reconocieron en el brillo de los lingotes de oro de California los opacos francos que les habían sacado del bolsillo con engaños. Pero, en lo fundamental, tratábase de una estafa directa. Los vagabundos que querían encontrar minas de oro californianas sin moverse de París, eran el propio Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que formaban su Tabla redonda. Los tres millones concedidos por la Asamblea Nacional se los habían gastado ya alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese. En vano había abierto Bonaparte una suscripción nacional para construir las llamadas cités ouvriéres, a cuya cabeza figuraba él mismo, con una suma considerable. Los burgueses, duros de corazón, aguardaron a que desembolsase el capital suscrito, y como, naturalmente, el desembolso no se efectuó, la especulación sobre aquellos castillos socialistas en el aire se vino chabacanamente a tierra. Los lingotes de oro dieron mejor resultado. Bonaparte y consortes no se contentaron con embolsarse una parte del remanente de los siete millones que quedaba después de cubrir el valor de las barras sorteadas, sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos del mismo número.
¡Operaciones financieras en el espíritu de la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea Nacional no tenía enfrente al ficticio presidente de la República, sino al Bonaparte de carne y hueso. Aquí, podía cogerle in fraganti, transgrediendo no ya la Constitución, sino el Code pénal. Si ante la interpelación de Duprat la Asamblea pasó al orden del día, no fue solamente porque la enmienda de Girardin de declararse satisfait traía a la memoria del partido del orden su corrupción sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués hinchado en estadista, complementa su vileza práctica con su grandilocuencia teórica. Como estadista, se convierte, al igual que el poder del Estado que tiene enfrente, en un ser superior, al que sólo se le puede combatir de un modo superior, solemne.
Bonaparte, que precisamente como bohémien, como lumpemproletario principesco, le llevaba al truhán burgués la ventaja de que podía librar la lucha con medios rastreros, vio ahora, después de que la propia Asamblea le había ayudado a cruzar, llevándole de la mano, el suelo resbaladizo de los banquetes militares, de las revistas, de la Sociedad del 10 de Diciembre y, por último, del Code pénal, llegado el momento en que podía pasar de la aparente defensiva a la ofensiva. Las pequeñas derrotas del ministro de Justicia, del ministro de la Guerra, del ministro de Marina, del ministro de Hacienda, que se le atravesaban en el camino y con las que la Asamblea Nacional hacía manifiesto su descontento gruñón, no le molestaban gran cosa. No sólo impidió que los ministros dimitiesen, reconociendo con ello la subordinación del poder ejecutivo al parlamento, sino que ahora pudo llevar ya a efecto la obra que había comenzado durante las vacaciones de la Asamblea Nacional; desgajar del parlamento el poder militar, destituir a Changarnier.
Un periódico elíseo publicó una orden de plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al parecer, a la primera división del ejército y procedente, por tanto, de Changarnier, en la que se recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación, no dar cuartel a los traidores dentro de sus propias filas, fusilarlos inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional las tropas, si ésta llegaba a requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló al Gobierno acerca de esta orden de plaza. Para examinar este asunto pide primero tres meses, luego una semana y por último sólo veinticuatro horas de reflexión. La Asamblea insiste en que se dé una explicación inmediata. Changarnier se levanta y declara que aquella orden de plaza jamás ha existido. Añade que se apresurará en todo momento a atender a los requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso de colisión, ésta puede contar con él. La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles aplausos y le concede un voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna sus poderes, decreta su propia impotencia y la omnipotencia del ejército, al colocarse bajo la protección privada de un general; pero el general se equivoca, poniendo a disposición de la Asamblea, contra Bonaparte, un poder que sólo tiene en precario del propio Bonaparte y esperando, a su vez, protección de este parlamento, de su protegido, necesitado él mismo de protección. Pero Changarnier cree en el poder misterioso de que la burguesía le ha dotado desde el 29 de enero de 1849. Se considera como el tercer poder al lado de los otros dos poderes del Estado. Comparte la suerte de los demás héroes, o, mejor dicho, santos de esta época, cuya grandeza consiste precisamente en la gran opinión interesada que sus partidos se forman de ellos y que quedan reducidos a figuras mediocres tan pronto como las circunstancias los invitan a hacer milagros. El descreimiento es siempre el enemigo mortal de estos héroes supuestos y santos reales. De aquí su noble indignación moral contra los bromistas y burlones carentes de entusiasmo.
Aquella misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución, el “Moniteur” anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza con la formación de un ejército parlamentario bajo el mando de Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales para dar este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad. Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba todavía realmente al frente del ejército y de la Guardia Nacional de París y sólo acechaba el momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista no se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en aquellas circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar por fin a dos generales -Baraguay d’Hilliers y Saint-Jean d’Angely-, que se declararan dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo más verosímil que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea Nacional. En cambio, es más que dudoso que el partido del orden hubiera encontrado en sus propias filas y en el parlamento el número de votos necesario para este acuerdo, si se advierte que ochodías después se separaron de él 286 votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851, en la hora final de la decisión. No obstante, quizá, los burgraves hubiesen conseguido todavía arrastrar a la masa de su partido a un heroísmo que consistía en sentirse seguros detrás de un bosque de bayonetas y en aceptar los servicios de un ejército que había desertado a su campo. En vez de hacer esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la noche del 6 de enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y reparos de ingeniosos estadistas, de la destitución de Changarnier. Cuando se trata de convencer a alguien, es porque se le reconoce como el dueño de la situación. Bonaparte, asegurado por este paso, nombra el 12 de enero un nuevo ministerio, en el que continúan los jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean d’Angely es nombrado ministro de la Guerra, el “Moniteur” publica el decreto de destitución de Changarnier, y su mando se divide entre Baraguay d’Hilliers, al que se le asigna la primera división, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia Nacional. Se le da el pasaporte al «baluarte de la sociedad», y si ninguna piedra cae de los tejados, suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa.
El partido del orden, dando una repulsa al ejército, que se pone a su disposición en la persona de Changarnier, y entregándoselo así de modo irrevocable al presidente, declara que la burguesía ha perdido la vocación de gobernar. Ya no existía un Gobierno parlamentario. Al perder el asidero del ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué medio de fuerza le quedaba para afirmar a un mismo tiempo el poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder constitucional contra el presidente? Ninguno. Sólo le quedaba la apelación a estos principios inermes que él mismo había interpretado siempre como meras reglas generales y que se prescribían a otros para poder uno moverse con mayor libertad.
Con la destitución de Changarnier y la entrega del poder militar a Bonaparte, termina la primera parte del período que estamos examinando, el período de la lucha entre el partido del orden y el poder ejecutivo. La guerra entre ambos poderes se declara ahora abiertamente, se libra abiertamente, pero cuando ya el partido del orden ha perdido sus armas y soldados. Sin ministerio, sin ejercito, sin pueblo, sin opinión pública, sin ser ya, desde su ley electoral del 31 de mayo, representante de la nación soberana, sin ojos, sin oídos, sin dientes, sin nada, la Asamblea Nacional va convirtiéndose poco a poco en un antiguo parlamento francés, que debe entregar la iniciativa al Gobierno y contentarse por su parte con gruñidos de recriminación post festum.
El partido del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha de indignación. El general Bedeau evoca en el recuerdo la benignidad de la comisión permanente durante las vacaciones y los excesivos miramientos con que había renunciado a la publicación de las actas de sus sesiones. Por su parte, el ministro del Interior insiste en la publicación de estas actas que son ya, naturalmente, tan sosas como agua estancada, que no descubren ningún hecho nuevo y no producen el menor efecto al público hastiado. A propuesta de Rémusat, la Asamblea Nacional se retira a sus despachos y nombra un «Comité de medidas extraordinarias». París no se sale de los carriles de su orden cotidiano, con tanta mayor razón, cuanto que en este momento el comercio prospera, las manufacturas trabajan, los precios del trigo están bajos, los víveres abundan, en las cajas de ahorros ingresan todos los días cantidades nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan estrepitosamente anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un voto de desconfianza contra los ministros, sin que se mencione siquiera el nombre del tal general Changarnier. El partido del orden se vio obligado a dar al voto este giro para asegurarse los votos de los republicanos, ya que de todas las medidas del ministerio, éstos sólo aprobaban la destitución de Changarnier, mientras que el partido del orden no podía en realidad censurar los demás actos ministeriales, dictados por él mismo.
El voto de desconfianza del 18 de enero se decidió por 415 votos contra 286. Por tanto, sólo pudo sacarse adelante mediante una coalición de los legitimistas y orleanistas extremados con los republicanos puros y la Montaña. Este voto probaba, pues, que el partido del orden no sólo había perdido el ministerio y el ejército, sino que en los conflictos con Bonaparte había perdido también su mayoría parlamentaria independiente, que un tropel de diputados había desertado de su campo por el espíritu de componendas llevado al fanatismo, por miedo a la lucha, por cansancio, por consideraciones de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan entrañables para ellos, especulando con las vacantes de ministros (Odilon Barrot), por ese mezquino egoísmo con que el burgués corriente se inclina siempre a sacrificar a este o al otro motivo privado el interés general de su clase. Desde el principio, los diputados bonapartistas sólo se unían al partido del orden en la lucha contra la revolución. El jefe del partido católico, Montalembert, había puesto ya por entonces su influencia en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba de la vitalidad del partido parlamentario. Finalmente, los caudillos de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el legitimista, se vieron obligados a proclamarse abiertamente republicanos, a reconocer que, aunque su corazón era monárquico, su cabeza abrigaba ideas republicanas y que la república parlamentaria era la única forma posible para la dominación de toda la burguesía.
De este modo se vieron obligados a estigmatizar ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como una intriga tan peligrosa como descabellada, los planes de restauración que seguían urdiendo impertérritos a espaldas del parlamento.
El voto de desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los ministros y no contra el presidente. Pero no había sido el ministerio, sino el presidente quien había destituido a Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un acta de acusación contra Bonaparte? ¿Por sus veleidades de restauración? Estas no eran más que el complemento de las suyas propias. ¿Por su conspiración en las revistas militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre? Hacía ya mucho tiempo que se habían enterrado estos temas bajo simples órdenes del día. ¿Por la destitución del héroe del 29 de enero y del 13 de junio, del hombre que en mayo de 1850 amenazaba en caso de revuelta con pegar fuego a París por los cuatro costados? Sus aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera sostener al caído «baluarte de la sociedad» mediante una manifestación oficial de condolencia. Los del partido del orden no podían discutir al presidente la facultad constitucional de destituir a un general. Sólo se enfurecían porque habían hecho un uso no parlamentario de su derecho constitucional. ¿No habían hecho ellos constantemente un uso inconstitucional de sus prerrogativas parlamentarias, sobre todo al abolir el sufragio universal? Estaban obligados, pues, a moverse estrictamente dentro de los límites parlamentarios.

El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (III)

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Capítulo VI
La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos esfuerzos por retener el poder militar y reconquistar la suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido su mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para su completa desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida de la Asamblea Nacional. Esta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía o de la democracia pequeño burguesa, democracia o anarquía proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que quería decir también Orleáns o Borbón. Con esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses que dividían el partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la revisión creó la temperatura política que descompuso el producto en sus elementos originarios.
El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar el artículo 45, que prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Estos rechazaban incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por todas partes contra la república. Y como disponían de más de la cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes para acordar válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de triunfar.
Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se hallaba metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la anarquía revolucionaria, con un presidente que había perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba por la revisión constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos fracasarían necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si, anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión constitucional y del propio partido del orden. Una revisión puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría el camino a la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase la vida de la república, planteaba un conflicto inevitable entre las pretensiones dinásticas, pues las condiciones para una restauración borbónica y para una restauración orleanista no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.
La república parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la condición inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en que su interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad. Como realistas, volvían a caer en su antiguo antagonismo, en la lucha por la supremacía de la propiedad territorial o la del dinero, y la expresión suprema de este antagonismo, su personificación, eran sus mismos reyes, sus dinastías. De aquí la resistencia del partido del orden contra la vuelta de los Borbones.
El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente, en 1849, 1850, 1851, la proposición de derogar el decreto de destierro contra las familias reales. Y el parlamento daba, con la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea de realistas que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la puerta por la que podían retornar a la patria. Ricardo III había asesinado a Enrique VI con la observación de que era demasiado bueno para este mundo y estaba mejor en el cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia no merecía volver a poseer sus reyes. Obligados por la fuerza de las circunstancias, se habían convertido en republicanos y sancionaban repetidamente la decisión del pueblo que expulsaba a sus reyes de Francia.
La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban a tomarla en cuenta) ponía en tela de juicio, a la par que la república, la dominación en común de las dos fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo, con la posibilidad de una restauración de la monarquía, la rivalidad de intereses que ésta había representado alternativamente y con preferencia, resucitaba la lucha por la supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos del partido del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas dinastías, mediante una llamada fusión de los partidos realistas y de sus casas reales. La verdadera fusión de la restauración y de la monarquía de Julio era la república parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanista y legitimista y las especies burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el burgués como género. Pero ahora se trataba de que el orleanista se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se quería que la monarquía, encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que la expresión de sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de su interés común de clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y había hecho la abolición de dos monarquías, la República.
Era la piedra filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la cabeza los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía legítima pudiera convertirse nunca en la monarquía del burgués industrial o la monarquía burguesa en la monarquía de la aristocracia tradicional de la tierra! ¡Como si la propiedad territorial y la industria pudiesen hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta sólo podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con la propiedad territorial, mientras ésta no se decide a hacerse industrial! Aunque Enrique V muriese mañana, el conde de París no se convertiría por ello en rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los orleanistas. Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se engreían a medida que el problema de la revisión iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée Nationale su órgano diario oficial y gua incluso vuelven a laborar en ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las dificultades en la resistencia y la rivalidad de ambas dinastías. Los intentos de reconciliar a la familia de Orleáns con Enrique V, intentos que comenzaron desde la muerte de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas, solamente se representaban, en general, durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, en los entreactos, entre bastidores, más por coquetería sentimental con la vieja superstición que como un propósito serio, se convirtieron ahora en acciones dramáticas, representadas por el partido del orden en la escena pública, en vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los correos volaban de París a Venecia, de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El conde de Chambord lanza un manifiesto en el que «con la ayuda de todos los miembros de su familia», anuncia, no su restauración, sino la restauración «nacional». El orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano los jefes legitimistas Berryer, Benoist d’Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación a Claremont, a convencer a los Orleáns. Los fusionistas se dan cuenta demasiado tarde de que los intereses de ambas fracciones burguesas no pierden en exclusivismo ni ganan en transigencia por agudizarse bajo la forma de intereses de familia, de los intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V reconociese al Conde de París como su sucesor (único éxito que, en el mejor de los casos, podía conseguir la fusión), la casa de Orleáns no ganaba con ello ningún derecho que no le garantizase ya la falta de hijos de Enrique V y en cambio perdía todos los derechos que le había conquistado la revolución de julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos que, en una lucha casi secular, había ido arrancando a la rama más antigua de los Borbones, cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la monarquía moderna, por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por tanto, la fusión no sería más que la abdicación voluntaria de la casa de Orleáns, su resignación legitimista, la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la católica. Una retirada que, además, no la llevaría siquiera al trono que había perdido, sino a las gradas del trono en que había nacido. Los antiguos ministros orleanistas, Guizot, Duchâtel, etc., que se fueron también corriendo a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad la resaca que había dejado la revolución de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en la monarquía de los burgueses, la fe supersticiosa en la legitimidad como último amuleto contra la anarquía. Creyéndose mediadores entre los Orleáns y los Borbón, sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y como tales los recibió el príncipe de Joinville. En cambio, el sector viable y batallador de los orleanistas, Thiers, Baze, etc., convenció con tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de que si toda restauración monárquica inmediata presuponía la fusión de ambas dinastías y ésta, a su vez, la abdicación de la casa de Orleáns, correspondía por entero a la tradición de sus antepasados el reconocer provisionalmente la república esperando a que los acontecimientos permitiesen convertir el sillón presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la candidatura de Joinville a la presidencia, manteniéndose en suspenso la curiosidad pública, y algunos meses más tarde, en septiembre, después de rechazarse la revisión constitucional, fue públicamente proclamada.
De este modo, no sólo había fracasado el intento de una fusión realista entre orleanistas y legitimistas, sino que había roto su fusión parlamentaria, su forma común republicana volviendo a desdoblar el partido del orden en sus primitivos elementos; pero, cuanto más crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más se rompía su avenencia y más se iba extendiendo la agitación a favor de Joinville, más acuciantes y más serias se hacían las negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.
La descomposición del partido del orden no se detuvo en sus elementos primitivos. Cada una de las dos grandes fracciones se descompuso a su vez de nuevo. Era como si volviesen a revivir todos los viejos matices que antiguamente se habían combatido dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista; como ocurre con los infusorios secos al contacto con el agua; como si hubiesen recuperado la suficiente energía vital para formar grupos propios y antagonismos independientes. Los legitimistas se veían transpuestos en sueños a los litigios entre las Tullerías y el Pabellón Marsan, entre Villèle y Polignac. Los orleanistas volvían a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé, Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde también en cuanto a los límites de la revisión, integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado, y de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar, bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barrot, llegó a un acuerdo con los representantes bonapartistas acerca de la siguiente vaga y amplia proposición: «Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a la nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan la moción de que la Constitución sea revisada».
Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no tenía derecho a pedir la abolición de la república, que este derecho sólo correspondía a la cámara encargada de la revisión. Que, por lo demás, la Constitución sólo podía revisarse por la vía «légal», es decir, cuando votasen por la revisión las tres cuartas partes de los votos constitucionalmente prescritas.
Tras 6 días de turbulentos debates, el 19 de julio, fue rechazada, como era de prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en contra 278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etc., votaron con los republicanos y la Montaña.
La mayoría del parlamento se declaraba así en contra de la Constitución, pero ésta se declaraba, de por sí, a favor de la minoría y declaraba su acuerdo como obligatorio. Pero, ¿acaso el partido del orden no había supeditado la Constitución a la mayoría parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba toda su política anterior en la supeditación de los artículos constitucionales a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? ¿No había dejado a los demócratas y castigado en ellos la superstición bíblica por la letra de la ley? Pero en este momento la revisión constitucional no significaba más que la continuación del poder presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución sólo significaba la destitución de Bonaparte. El parlamento se había declarado a favor de él, pero la Constitución se declaraba en contra del parlamento. Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar la Constitución, y en un sentido constitucional al disolver el parlamento.
El parlamento había declarado a la Constitución, y con ella su propia dominación, «fuera de la mayoría», con su acuerdo había derogado la Constitución y prorrogado los poderes presidenciales, declarando al mismo tiempo que ni aquélla podía morir ni éstos vivir mientras él mismo persistiese. Los que habían de enterrarlo estaban ya a la puerta.
Mientras el parlamento discutía la revisión, Bonaparte retiró al general Baraguay d’Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de las jornadas de diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se había comprometido más o menos por él con motivo de la expedición de Boulogne.
El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la revisión, que no sabía gobernar ni servir, ni vivir ni morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener la Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con el presidente ni romper con él. ¿De quién esperaba la solución de todas las contradicciones? Del calendario, de la marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos a que se impusiesen por la fuerza, retando con ello al poder, al que, en su lucha contra el pueblo, había ido cediendo un atributo tras otro, hasta reducirse a la impotencia frente a él. Para que el jefe del poder ejecutivo pudiese trazar el plan de lucha contra él con mayor desembarazo, fortalecer sus medios de ataque, elegir sus armas, consolidar sus posiciones, acordó, precisamente en este momento crítico, retirarse de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de agosto al 4 de noviembre.
El partido parlamentario no sólo se había desdoblado en sus dos grandes fracciones y cada una de éstas no sólo se había subdividido, sino que el partido del orden dentro del parlamento se había divorciado del partido del orden fuera del parlamento. Los portavoces y escribas de la burguesía, su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos de la burguesía y la burguesía misma, los representantes y los representados aparecían divorciados y ya no se entendían más.
Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su ilimitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos parlamentarios, Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista y de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada creía en el pecado original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente más funesta y más decisiva era la ruptura de la burguesía comercial con sus políticos. Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los suyos, el haber desertado de un principio, sino, por el contrario, el aferrarse a principios ya superfluos.
Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould en el Gobierno, el sector de la burguesía comercial que se había llevado la parte del león en el Gobierno de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se había hecho bonapartista. Fould no sólo representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo los intereses de la Bolsa cerca de Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera la pinta del modo más palmario una cita tomada de su órgano europeo, el “Economist” de Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista publica la siguiente correspondencia de París: «Por todas partes hemos podido comprobar que Francia exige ante todo tranquilidad. El presidente lo declara en su mensaje a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito, lo demuestran la sensibilidad de los valores del Estado ante la menor perspectiva de desorden y su firmeza tan pronto como triunfa el poder ejecutivo».
En su número del 29 de noviembre de 1851, el “Economist” declara en su propio nombre:«En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al presidente como el guardián del orden».
Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha parlamentaria del partido del orden contra el poder ejecutivo como una alteración del orden y festejaba todos los triunfos del presidente sobre los supuestos representantes de ella como un triunfo del orden. Por aristocracia financiera hay que entender aquí no sólo los grandes empresarios de los empréstitos y los especuladores en valores del Estado, cuyos intereses coinciden, por razones bien comprensibles, con los del poder público. Todo el moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria, se halla entretejida del modo más íntimo con el crédito público. Una parte de su capital activo se invierte, necesariamente, en valores del Estado que dan réditos y son rápidamente convertibles. Sus depósitos, el capital puesto a su disposición y distribuido por ellos entre los comerciantes e industriales, afluye en parte de los dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas la estabilidad del poder público es el alfa y el omega para todo el mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastrar junto a los viejos Estados las viejas deudas del Estado?
También a la burguesía industrial, en su fanatismo por el orden, le irritaban las querellas del partido parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después de su voto del 18 de enero con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglès, Sainte-Beuve, etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes precisamente de sus mandantes de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba sobre todo su coalición con la Montaña como un delito de alta traición contra el orden. Si bien hemos visto que las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se manifestaba la lucha del partido del orden contra el presidente no merecían mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia el poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un pretendiente aventurero, no era siquiera digno de las intrigas que se malgastaban en su interés. Demostraba que la lucha por defender su interés público, su propio interés de clase, su poder político, no hacía más que molestarle y disgustarle como una perturbación de su negocio privado.
Durante las jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las ciudades departamentales, los magistrados, los jueces comerciales, etc., le recibían en todas partes, casi sin excepción, del modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden.
Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún a comienzos de 1851, la burguesía comercial se enfurecía contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por miedo a que el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba mal, como ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851, acusaba a las luchas parlamentarias de ser la causa del estancamiento y clamaba por que aquellas luchas se acallasen para que el comercio pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional coincidieron precisamente con esta época mala. Como aquí se trataba del ser o no ser de la forma de gobierno existente, la burguesía se sintió tanto más autorizada a reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora situación provisional y que se mantuviese el statu quo. Esto no era ninguna contradicción. Por poner fin a esta situación provisional ella entendía precisamente su perpetuidad el aplazar hasta un remoto porvenir el momento de tomar una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse por dos caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte o hacer que éste dimitiese constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba la segunda solución y no supo dar a sus representantes mejor consejo que callar, no tocar el punto candente. Creía que si sus representantes no hablaban, Bonaparte se abstendría de obrar. Quería un parlamento avestruz, que escondiese la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón presidencial, continuase sentado en él, para que todo siguiese igual. Y le sublevaba que su parlamento no violase abiertamente la Constitución y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos generales de los departamentos, representaciones provinciales de la gran burguesía, reunidos durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de agosto, se declararon casi unánimemente en pro de la revisión, es decir, en contra del parlamento y a favor de Bonaparte.
Más inequívocamente todavía que el divorcio con sus representantes parlamentarios, ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados burgueses castigaban todo ataque de los periodistas burgueses contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte de la prensa de defender los derechos políticos de la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban el asombro no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía, destruyendo por su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación política, para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación.
Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había rebelado ya contra la lucha puramente parlamentaria y literaria en pro de la dominación de su propia clase y traicionado a los caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar a posteriori al proletariado por no haberse lanzado por ella a una lucha sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella, que en todo momento sacrificó su interés general de clase, su interés político, al más mezquino y sucio interés privado, exigiendo a sus representantes este mismo sacrificio, ¡se lamenta ahora de que el proletariado sacrifique a sus intereses materiales, los intereses políticos ideales de ella! Se presenta como una alma cándida a quien el proletariado, extraviado por los socialistas, no ha sabido comprender y ha abandonado en el momento decisivo. Y encuentra un eco general en el mundo burgués. No me refiero, naturalmente, a los politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me remito, por ejemplo, al mismo “Economist“, que todavía el 29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días antes del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el «guardián del orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas», y que el 27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había reducido a la tranquilidad a aquellos «anarquistas», clama acerca de la traición cometida por las «ignorantes, incultas y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, los conocimientos, la disciplina, la influencia espiritual, los recursos intelectuales y el peso moral de las capas medias y elevadas de la sociedad». La única masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie más que la propia masa burguesa.
Es cierto que en 1851 Francia había vivido una especie de pequeña crisis comercial. A fines de febrero se puso de manifiesto la disminución de las exportaciones respecto a 1850, en marzo se resintió el comercio y comenzaron a cerrarse las fábricas, en abril la situación de los departamentos industriales parecía tan desesperada como después de las jornadas de febrero, en mayo los negocios no se habían reavivado aún; todavía el 28 de junio, la cartera del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos y su descenso no menos grande de los descuentos de letras, revelaba el estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre no volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en los negocios. La burguesía francesa se explicaba este estancamiento del comercio con motivos puramente políticos, con la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, con la inestabilidad de una forma de gobierno puramente provisional, con la perspectiva intimidadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré que todas estas circunstancias ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas industriales en París y en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de las circunstancias políticas era una influencia meramente local y sin importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que el hecho de que la situación del comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre, en el momento en que la situación política empeoraba, en que el horizonte político se oscurecía, esperándose a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo demás, el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos, penetración espiritual y recursos intelectuales» no llegan más allá de su nariz, pudo dar con la nariz en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró la Exposición Industrial de Londres. Mientras en Francia se cerraban las fábricas, en Inglaterra estallaban las bancarrotas comerciales.
Mientras en abril y mayo el pánico industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y mayo el pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La industria lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa, y otro tanto ocurría con la manufactura de la seda. Y si las fábricas algodoneras inglesas seguían trabajando, no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había más diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial y en Inglaterra comercial; que, mientras en Francia las fábricas se cerraban, en Inglaterra se extendía su producción, pero bajo condiciones más desfavorables que en los años anteriores; que en Francia la que salía peor parada era la exportación y en Inglaterra la importación. La causa común que, naturalmente, no ha de buscarse dentro de los límites del horizonte político francés, era palmaria. Los años de 1849 y 1850 fueron años de la mayor prosperidad material y de una superproducción que sólo se manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos de este año, aún se la fomentó de un modo especial con vistas a la Exposición Industrial. Como circunstancias peculiares, hay que añadir: primero, la mala cosecha de algodón de 1850 y 1851; luego, la seguridad de una cosecha algodonera más abundante que la que se esperaba, el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las oscilaciones de los precios del algodón. La cosecha de seda en bruto había sido todavía inferior, por lo menos en Francia, a la cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había extendido tanto, desde 1848, que la producción de lana no podía darle abasto y el precio de la lana en bruto subió muy desproporcionadamente en relación con el precio de los artículos de lana. Aquí, en la materia prima de tres industrias del mercado mundial, tenemos, pues, ya triple material para un estancamiento del comercio. Prescindiendo de estas circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851 no era más que el alto que la superproducción y superespeculación hacen cada vez que recorren el ciclo industrial, antes de reunir todas sus fuerzas para recorrer con vertiginosidad febril la última etapa del ciclo y llegar de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial general. En estos intervalos de la historia del comercio, estallan en Inglaterra las bancarrotas comerciales, mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en parte obligada a retroceder por la competencia de los ingleses en todos los mercados, competencia que precisamente en esos momentos se agudiza hasta términos irresistibles, y en parte por ser una industria de lujo, que sufre preferentemente las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios. De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales, recorre sus propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo, están mucho más determinadas y condicionadas por el estado general del mercado mundial que por las influencias locales francesas. No carecerá de interés oponer al prejuicio del burgués de Francia el juicio del burgués de Inglaterra.
Una de las mayores casas de Liverpool escribe en su memoria comercial anual de 1851: «Pocos años han engañado más que éste en los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la gran prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó ser uno de los años más decepcionantes desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, naturalmente, a las clases mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo, al comenzar el año había indudablemente sus razones para pensar lo contrario, las reservas de mercancías eran escasas, el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba asegurado un otoño próspero; paz inalterada en el continente y ausencia de perturbaciones políticas o financieras en nuestro país realmente, nunca se habían visto más libres las alas del comercio… ¿A qué atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso de comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones. Si nuestros comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad límites más estrechos, nada podrá sujetarnos dentro de los carriles, más que un pánico cada tres años».
Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio de este pánico de los negocios, con su cerebro obsesionado por el comercio, torturado, aturdido por los rumores de golpe de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, por la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra de la Fronda de los orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones comunistas del Sur de Francia y las supuestas jacqueries de los departamentos del Nièvre y del Cher, por los reclamos de los distintos candidatos a la presidencia, por las consignas chillonas de los periódicos, por las amenazas de los republicanos de defender con las armas en la mano la Constitución y el sufragio universal, por los evangelios de los héroes emigrados in partibus, que anunciaban el fin del mundo para el segundo domingo de mayo de 1852, y comprenderemos que, en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión, revisión, pórroga de poderes, Constitución, conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución, el burgués, jadeante, gritase como loco a su república parlamentaria: «¡Antes un final terrible que un terror sin fin!»
Bonaparte supo entender este grito. Su capacidad de comprensión se aguzó por la creciente violencia de sus acreedores, que veían en cada crepúsculo que los iba acercando al día del vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852, una protesta del movimiento de los astros contra sus letras de cambio terrenales. Se habían convertido en verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había frustrado a Bonaparte toda esperanza en la prórroga constitucional de su poder y la candidatura del príncipe de Joinville no consentía más vacilaciones.
Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de si una sombra mucho tiempo antes de ocurrir, fue el golpe de Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849, cuando apenas había pasado un mes desde su elección, hizo una proposición en este sentido a Changarnier. Su propio primer ministro, Odilon Barrot, había denunciado veladamente en el verano de 1849, y Thiers abiertamente en el invierno de 1850, la política del golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny había intentado otra vez más ganar a Changarnier para el golpe y el “Messager de l’Assemblée” había hecho públicas estas negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más subían de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba todas las noches con la swell mob de ambos sexos, en cuanto se acercaba la media noche y las abundantes libaciones desataban las lenguas y calentaban la fantasía, se acordaba el golpe de Estado para la mañana siguiente. Se desenvainaban las espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían volando por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros de Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba al fantasma, y el asombrado París se enteraba, por las vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del peligro de que había escapado una vez más.
Durante los meses de septiembre y octubre se atropellaban los rumores sobre un coup d’état. La sombra cobraba al mismo tiempo color, como un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series de septiembre y octubre en las selecciones de los órganos de la prensa diaria europea, se encontrarán textualmente noticias de este tipo: «París está lleno de rumores de un golpe de Estado. Se dice que la capital se llenará de tropas durante la noche y que a la mañana siguiente aparecerán decretos disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el departamento del Sena en estado de sitio, restaurando el sufragio universal y apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte busca ministros para poner en práctica estos decretos ilegales». Las correspondencias que dan estas noticias terminan siempre con la palabra fatal «aplazado». El golpe de Estado fue siempre la idea fija de Bonaparte. Con esta idea en la cabeza volvió a pisar el territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído por ella, que la delataba y se le iba de la lengua a cada paso. Y era tan débil, que volvía a abandonarla también a cada paso. La sombra del golpe de Estado se había hecho tan familiar a los parisinos como espectro, que cuando por fin se les presentó en carne y hueso no querían creer en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por la Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado. Si triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél y a ciencia y conciencia de ésta, como resultado necesario e inevitable del proceso anterior.
El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su resolución de restaurar el sufragio universal; el 16 le presentaron la dimisión, y el 26 conoció París la formación del ministerio Thorigny. El prefecto de policía Carlier fue sustituido al mismo tiempo por Maupas y el jefe de la primera división, Magnan, concentró en la capital los regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que hacer más que repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso el curso que había acabado y probar que la habían enterrado sólo después de morir.
El primer puesto que había perdido en su lucha con el poder ejecutivo era el ministerio. Y no tuvo más remedio que confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como plenamente válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión permanente había recibido con risas al señor Giraud, cuando éste se presentó en nombre de los nuevos ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan fuertes como la restauración del sufragio universal! Pero se trataba precisamente de no sacar nada adelante en el Parlamento, sino de sacarlo todo contra el Parlamento.
El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea Nacional recibió el mensaje en que Bonaparte exigía la restauración del sufragio universal y la derogación de la ley de 31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el mismo día un decreto en este sentido. La Asamblea rechazó inmediatamente la proposición de urgencia de los ministros, y el 13 de noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra 348. De este modo, volvió a romper una vez más su mandato, volvió a confirmar una vez más que había dejado de ser la representación libremente elegido del pueblo, para convertirse en el parlamento usurpador de una clase, confesó una vez más que había cortado por su propia mano los músculos que unían la cabeza parlamentaria con el cuerpo de la nación.
Si el poder ejecutivo, con su propuesta de restauración del sufragio universal, apelaba de la Asamblea Nacional al pueblo, el poder legislativo, con su proyecto de ley sobre los cuestores, apelaba del pueblo al ejército. Esta ley de los cuestores había de fijar el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente el auxilio de las tropas, a crear un ejército parlamentario. Al erigir así al ejército en árbitro entre ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército como poder decisivo del Estado, tenía necesariamente que confirmar, de otra parte, que había abandonado ya desde hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre el ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las tropas, debatía sobre su derecho a requerirlas, revelaba la duda en su propio poder. Al rechazar la ley de los cuestores, confesaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada con una minoría de 108 votos; la Montaña decidió, por tanto, la votación. Se encontraba en la situación del asno de Buridán, no ciertamente entre dos sacos de pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre dos tandas de palos, sin saber cuál sería peor. De un lado, el miedo a Changarnier; de otro lado, el miedo a Bonaparte. Hay que reconocer que la situación no tenía nada de heroica.
El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las elecciones municipales presentada por el partido del orden, en la que se disponía que los electores municipales no necesitaran tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar. La enmienda se desechó por un solo voto, pero este voto resultó inmediatamente ser un error.
Escindido en sus fracciones enemigas, el partido del orden había perdido desde hacía ya mucho tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora ponía de manifiesto que en el parlamento no existía ya mayoría alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz para tomar acuerdos. Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos por ninguna fuerza de cohesión; había gastado su último hálito de vida, estaba muerta.
Finalmente, algunos días antes de la catástrofe, la masa extraparlamentaria de la burguesía había de confirmar solemnemente una vez más su ruptura con la burguesía dentro del parlamento. Thiers, que como héroe parlamentario estaba contagiado preferentemente de la enfermedad incurable del cretinismo parlamentario, había maquinado después de la muerte del parlamento una nueva intriga parlamentaria con el Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que se pretendía sujetar al presidente dentro de los límites de la Constitución. Así como el 15 de septiembre, en la fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo mercado de París, Bonaparte había fascinado a las damas des halles, a las pescaderas, como un segundo Masaniello (claro está que una de estas pescaderas valía en cuanto a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del mismo modo que, después de presentada la ley sobre los cuestores, entusiasmaba a los tenientes obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató a la burguesía industrial, congregada en el circo para recibir de sus manos las medallas de los premios por la Exposición Industrial de Londres. Reproduciré la parte significativa de su discurso, tomada del “Journal des Débats“.
«Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a decir cuán grande sería la República Francesa si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar sus instituciones, en vez de verse constantemente perturbada, de un lado, por los demagogos y, de otro lado, por las alucinaciones monárquicas. (Grandes, atronadores y repetidos aplausos de todas las partes del anfiteatro.) Las alucinaciones monárquicas entorpecen todo progreso y todo desarrollo industrial serio. En lugar de progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres que antes eran el más celoso sostén de la autoridad y de las prerrogativas reales y que hoy son partidarios de una Convención solamente para quebrantar la autoridad nacida del sufragio universal (Grandes y repetidos aplausos).
Vemos a hombres que han sufrido más que nadie de la revolución y la han deplorado más que nadie, y que provocan una nueva, sin más objeto que encadenar la voluntad de la nación… Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc., etc. ‘Bravo’, ‘bravo’, atronadores ‘Bravo’».
Así aplaude la burguesía industrial con su aclamación más servil el golpe de Estado del 2 de diciembre, la aniquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura de Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo su respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre, y la mayoría de las bombas fueron a estallar en la casa del señor Sallandrouze, en cuya garganta había estallado la mayoría de los vítores.
Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió solo al centro del salón de sesiones, sacó el reloj para que aquél no viviese ni un solo minuto más del plazo que le había señalado y fue arrojando del salón a los diputados uno por uno con insultos alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla que su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le leyó, aunque con voz entrecortada, su sentencia de muerte. El segundo Bonaparte, que por lo demás se hallaba en posesión de un poder ejecutivo muy distinto del de Cromwell o Napoleón, no fue a buscar su modelo en los anales de la historia universal, sino en los anales de la Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de la jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de francos, compra al general Magnan por un millón y a los soldados por 15 francos cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas por la noche con sus cómplices, como un ladrón, manda asaltar las casas de los parlamentarios más peligrosos, sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac, Lamoriciére, Le Flô, Changarnier, Charras, Thiers, Baze y otros, manda ocupar las plazas principales de París y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer, en todos los muros, carteles estridentes proclamando la disolución de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado, la restauración del sufragio universal y la declaración del departamento del Sena en estado de sitio. Y poco después, inserta en el “Moniteur” un documento falso, según el cual influyentes hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en un Consejo de Estado.
Los restos del parlamento, formados principalmente por legitimistas y orleanistas, se reúnen en el edificio de la alcaldía del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la república!» la destitución de Bonaparte, arengan en vano a la masa boquiabierta congregada delante del edificio y, por último, custodiados por tiradores africanos, son arrastrados primero al cuartel d’Orsay y luego empaquetados en caches celulares y transportados a las cárceles de Mazas, Ham y Vincennes. Así terminaron el partido del orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de febrero.
He aquí en breves rasgos, antes de pasar rápidamente a las conclusiones, el esquema de su historia:
I. Primer período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo. Farsa de confraternización general.
II. Segundo período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional Constituyente.
1. Del 4 de mayo al 25 de junio de 1848. Lucha de todas las clases contra el proletariado. Derrota del proletariado en las jornadas de junio.
2. Del 25 de junio al 10 de diciembre de 1848. Dictadura de los republicanos burgueses puros. Se redacta el proyecto de Constitución. Declaración del estado de sitio en París. El 10 de diciembre se elimina la dictadura burguesa con la elección de Bonaparte para presidente.
3. Del 20 de diciembre de 1848 al 28 de mayo de 1849. Lucha de la Constituyente contra Bonaparte y el partido del orden coligado con él. Caída de la Constituyente. Derrota de la burguesía republicana.
III. Tercer período. Período de la república constitucional y de la Asamblea Nacional Legislativa.
1. Del 28 de mayo al 13 de junio de 1849. Lucha de los pequeños burgueses contra la burguesía y contra Bonaparte. Derrota de la democracia pequeño burguesa.
2. Del 13 de junio de 1849 al 31 de mayo de 1850. Dictadura parlamentaria del partido del orden. Corona su dominación con la abolición del sufragio universal, pero pierde el ministerio parlamentario.
3. Del 31 de mayo de 1850 al 2 de diciembre de 1851. Lucha entre la burguesía parlamentaria y Bonaparte.
a) Del 31 de mayo de 1850 al 12 de enero de 1851. El parlamento pierde el alto mando sobre el ejército.
b) Del 12 de enero al 11 de abril de 1851. El parlamento sucumbe en sus tentativas por volver a adueñarse del poder administrativo. El partido del orden pierde su mayoría parlamentaria propia. Coalición del partido del orden con los republicanos y la Montaña.
c) Del 11 de abril al 9 de octubre de 1851. Intentos de revisión, de fusión, de prórroga de poderes. El partido del orden se descompone en los elementos que lo integran. Definitiva ruptura del parlamento burgués y de la prensa burguesa con la masa de la burguesía.
d) Del 9 de octubre al 2 de diciembre de 1851. Ruptura franca entre el parlamento y el poder ejecutivo. El parlamento consume su defunción y sucumbe, abandonado por su propia clase, por el ejército y por las demás clases. Hundimiento del régimen parlamentario y de la dominación burguesa. Triunfo de Bonaparte. Parodia de restauración imperial.
Capítulo VII
La república social apareció como frase, como profecía, en el umbral de la revolución de febrero. En las jornadas de junio de 1848, fue ahogada en sangre del proletariado de París, pero aparece en los restantes actos del drama como espectro. Se anuncia la república democrática. Se esfuma el 13 de junio de 1849, con sus pequeños burgueses dados a la fuga, pero en su huida arroja tras sí reclamos doblemente jactanciosos.
La república parlamentaria con la burguesía se adueña de toda la escena, apura su vida en toda la plenitud, pero el 2 de diciembre de 1851 la entierra bajo el grito de angustia de los realistas coligados: «¡Viva la república!»
La burguesía francesa, que se rebelaba contra la dominación del proletariado trabajador, encumbró en el poder al lumpemproletariado, con el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre a la cabeza. La burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante a los futuros espantos de la anarquía roja; Bonaparte descontó este porvenir cuando el 4 de diciembre hizo que el ejército del orden animado por el aguardiente, disparase contra los distinguidos burgueses del Boulevard Montmartre y del Boulevard des Italiens, que estaban asomados a las ventanas. La burguesía hizo las apoteosis del sable, y el sable manda sobre ella. Aniquiló la prensa revolucionaria, y ve aniquilada su propia prensa. Sometió las asambleas populares a la vigilancia de la policía; sus salones se hallan bajo la vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática y su propia Guardia Nacional ha sido disuelta. Decretó el estado de sitio, y el estado de sitio ha sido decretado contra ella.
Suplantó los jurados por comisiones militares, y las comisiones militares ocupan el puesto de sus jurados. Sometió la enseñanza del pueblo a los curas, y los curas la someten a ella a su propia enseñanza. Deportó a detenidos sin juicio, y ella es deportada sin juicio. Sofocó todo movimiento de la sociedad mediante el poder del Estado, y el poder del Estado sofoca todos los movimientos de su sociedad. Se rebeló, llevada del entusiasmo por su bolsa, contra sus propios políticos y literatos; sus políticos y literatos fueron quitados de en medio, pero su bolsa se ve saqueada después de amordazarse su boca y romperse su pluma. La burguesía gritaba incansablemente a la revolución como San Arsenio a los cristianos: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, sé tranquila! Y ahora es Bonaparte el que grita a la burguesía: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, sé tranquila!
La burguesía francesa había resuelto desde hacía mucho tiempo el dilema de Napoleón: Dans cinquante ans, l’Europe sera républicaine ou cosaque… Lo había resuelto en la république cosaque. Ninguna Circe ha desfigurado con su encanto maligno la obra dearte de la república burguesa, convirtiéndola en un monstruo. Esa república sólo perdió su apariencia de respetabilidad. La Francia actual se contenía ya íntegra en la república parlamentaria. Sólo hacía falta el arañazo de una bayoneta para que la vejiga estallase y el monstruo saltase a la vista. ¿Por qué el proletariado de París no se levantó después del 2 de diciembre?
La caída de la burguesía sólo estaba decretada; el decreto no se había ejecutado todavía. Cualquier alzamiento serio del proletariado habría dado a aquélla nuevos bríos, la habría reconciliado con el ejército y habría asegurado a los obreros una segunda derrota de junio.
El 4 de diciembre, el proletariado fue espoleado a la lucha por burguesas y tenderos. En la noche de este día prometieron comparecer en el lugar de la lucha varias legiones de la Guardia Nacional, armadas y uniformadas. En efecto, burgueses y tenderos habían descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de diciembre, Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba inscribir en los registros oficiales, detrás de sus nombres, un sí o un no. La resistencia del 4 de diciembre amedrentó a Bonaparte. Durante la noche mandó pegar en todas las esquinas de París carteles anunciando la restauración del voto secreto.
Burgueses y tenderos creyeron haber alcanzado su finalidad. Todos los que no se presentaron a la mañana siguiente eran tenderos y burgueses. Un golpe de mano de Bonaparte, dado durante la noche del 1 al 2 de diciembre, había privado al proletariado de París de sus guías, de los jefes de las barricadas. ¡Un ejército sin oficiales, al que los recuerdos de junio de 1848 y de 1849 y de mayo do 1850 inspiraban la aversión a luchar bajo la bandera de los montagnards, confió a su vanguardia, a las sociedades secretas, la salvación del honor insurreccional de París, que la burguesía entregó tan mansamente a la soldadesca, que Bonaparte pudo más tarde desarmar a la Guardia Nacional con el pretexto burlón de que temía que sus armas fuesen empleadas abusivamente contra ella misma por los anarquistas!
«C’est le triomphe complet et définitif du socialisme!». Así caracterizó Guizot el 2 de diciembre. Pero si la caída de la república parlamentaria encierra ya en germen el triunfo de la revolución proletaria, su resultado inmediato, tangible, era la victoria de Bonaparte sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre el poder legislativo, de la fuerza sin frases sobre la fuerza de las frases. En el parlamento, la nación elevaba su voluntad general a ley, es decir, elevaba la ley de la clase dominante a su voluntad general. Ante el poder ejecutivo, abdica de toda voluntad propia y se somete a los dictados de un poder extraño, de la autoridad. El poder ejecutivo, por oposición al legislativo, expresa la heteronomía de la nación por oposición a su autonomía. Por tanto, Francia sólo parece escapar al despotismo de una clase para reincidir bajo el despotismo de un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un individuo sin autoridad. Y la lucha parece haber terminado en que todas las clases se postraron de hinojos, con igual impotencia y con igual mutismo, ante la culata del fusil.
Pero la revolución es radical. Está pasando todavía por el purgatorio. Cumple su tarea con método. Hasta el 2 de diciembre de 1851 había terminado la mitad de su labor preparatoria; ahora, termina la otra mitad. Lleva primero a la perfección el poder parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto, lleva a perfección el poder ejecutivo, lo reduce a su más pura expresión, lo aisla, se enfrenta con él, como único blanco contra el que debe concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se levantará, y gritará jubilosa: ¡bien has hozado, viejo topo!
Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios retribuidos y el abigarrado mapamuestrario de las soberanías medievales en pugna en el plan reglamentado de un poder estatal cuya labor está dividida y centralizada como en una fábrica. La primera revolución francesa, con su misión de romper todos los poderes particulares locales, territoriales municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la nación, tenía necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número de servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta máquina del Estado. La monarquía legítima y la monarquía de Julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que crecía a medida que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la administración del Estado. Cada interés común (gemeinsame) se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad del Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viese obligada a fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios y la centralización del poder del Gobierno. Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación, consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín principal del vencedor.
Pero bajo la monarquía absoluta, durante la primera revolución, bajo Napoleón, la burocracia no era más que el medio para preparar la dominación de clase de la burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república parlamentaria, era el instrumento de la clase dominante, por mucho que ella aspirase también a su propio poder absoluto.
Es bajo el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber adquirido una completa autonomía. La máquina del Estado se ha consolidado ya de tal modo frente a la sociedad burguesa, que basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, un caballero de industria venido de fuera y elevado sobre el pavés por una soldadesca embriagada, a la que compró con aguardiente y salchichón y a la que tiene que arrojar constantemente salchichón. De aquí la pusilánime desesperación, el sentimiento de la más inmensa humillación y degradación que oprime el pecho de Francia y contiene su aliento. Francia se siente como deshonrada.
Y sin embargo, el poder del Estado no flota en el aire. Bonaparte representa a una clase, que es, además, la clase más numerosa de la sociedad francesa: los campesinos parcelarios. Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes terratenientes y los Orleáns la dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los campesinos, es decir, de la masa del pueblo francés. EI elegido de los campesinos no es el Bonaparte que se sometía al parlamento burgués, sino el Bonaparte que lo dispersó. Durante tres años consiguieron las ciudades falsificar el sentido de la elección del 10 de diciembre y estafar a los campesinos la restauración del imperio. La elección del 10 de diciembre de 1848 no se consumó basto el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo ni aplicación ninguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad de talentos, ni riqueza de relaciones sociales.
Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia.
Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquellas forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una Convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política de los campesinos parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad.
La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón le devolvería todo el esplendor. Y se encuentra un individuo que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code Napoléon ordena: «La recherche de la paternité est interdite». Tras 20 años de vagabundaje y una serie de grotescas aventuras, se cumple la leyenda, y este hombre se convierte en emperador de los franceses. La idea fija del sobrino se realizó porque coincidía con la idea fija de la clase más numerosa de los franceses.
Pero, se me objetará: ¿y los levantamientos campesinos de media Francia, las batidas del ejercito contra los campesinos y los encarcelamientos y deportaciones en masa de campesinos?
Desde Luis XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución semejante de campesinos «por manejos demagógicos».
Pero entiéndase bien. La dinastía de Bonaparte no representa al campesino revolucionario, sino al campesino conservador; no representa al campesino que pugna por salir de su condición social de vida, la parcela, sino al que, por el contrario, quiere consolidarla; no a la población campesina, que, con su propia energía y unida a las ciudades, quiere derribar el viejo orden, sino a la que, por el contrario, sombríamente retraída en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida, en unión de su parcela, por el espectro del imperio. No representa la ilustración, sino la superstición del campesino, no su juicio, sino su prejuicio, no su porvenir, sino su pasado, no sus Cévennes94 modernas, sino su moderna Vendée.
Los tres años de dura dominación de la república parlamentaria habían curado a una parte de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica y los habían revolucionado, aun cuándo sólo fuese superficialmente; pero la burguesía los empujaba violentamente hacia atrás cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república parlamentaria, la conciencia moderna de los campesinos franceses pugnó con la conciencia tradicional. El proceso se desarrolló bajo la forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela y los curas. La burguesía abatió a los maestros. Por vez primera los campesinos hicieron esfuerzos para adaptar una actitud independiente frente a la actividad del Gobierno. Esto se manifestó en el conflicto constante de los alcaldes con los prefectos. La burguesía destituyó a los alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades se levantaron durante el período de la república parlamentaria contra su propio engendro, el ejército. La burguesía los castigó con estados de sitio y ejecuciones. Y esta misma burguesía clama ahora acerca de la estupidez de las masas, de la vile multitude que la ha traicionado frente a Bonaparte.
Fue ella misma la que consolidó con sus violencias las simpatías de la clase campesina por el Imperio, la que ha mantenido celosamente el estado de cosas que forman la cuna de esta religión campesina. Claro está que la burguesía tiene necesariamente que temer la estupidez de las masas, mientras siguen siendo conservadoras, y su conciencia en cuanto se hacen revolucionarias.
En los levantamientos producidos después del coup d’état, una parte de los campesinos franceses protestó con las armas en la mano contra su propio voto del 10 de diciembre de 1848. La experiencia adquirida desde 1848 les había abierto los ojos. Pero habían entregado su alma a las fuerzas infernales de la historia, y ésta los cogía por la palabra, y la mayoría estaba aún tan llena de prejuicios, que precisamente en los departamentos más rojos la población campesina votó públicamente por Bonaparte. Según ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar. Ahora no había hecho más que romper las ligaduras que las ciudades habían puesto a la voluntad del campo. En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca de colocar, junto a un Napoleón, una Convención.

Terremoto en el país de la Estrella Solitaria

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Concepción

Terremoto habría alterado el eje de la Tierra según experto de la NASA
Richard Gross indicó que a raíz del sismo, los días son más cortos. Incluso algunas islas podrían revelar cambios en la superficie terráquea.

El terremoto de Chile cambió, probablemente, el eje de la Tierra, provocando una menor duración de los días, según informó hoy la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio (NASA) de los Estados Unidos.
Los sismos de esta naturaleza remueven cientos de kilómetros, lo cual transforma la distribución de la masa de la Tierra. Esto afecta la rotación planetaria, afirmó Richard Gross, un geofísico del Laboratorio de propulsión a chorro de la NASA.
“La extensión de los días se ha acortado 1.26 microsegundos” afirmó Gross. “El eje de la Tierra debe haberse desbalanceado y movido unos 2.7 milisegundos (cerca de 8 centímetros)”.
Estos cambios se pueden visualizar a través de modelos, pero son de difícil detección física por su reducido tamaño. Incluso algunas islas podrían haberse movido. La isla de Santa María en la costa de Concepción podría haberse elevado 2 metros como resultado del sismo.
Estado de emergenciaPor saqueos tras terremoto, Concepción fue tomada por 5000 militares
Alcaldesa de la ciudad de Concepción, Jacqueline van Rysselberghe, clamó por más ayuda para agitada localidad. Los comandos de la Infantería de Marina chilena desplegaron tanquetas en un intento por tomar el control de la urbe, devastada por el terremoto.
Diversos tiroteos sacuden las zonas periféricas de la ciudad entre bandas de asaltantes, civiles que defienden sus casas y los militares. Las Fuerzas Armadas, que tienen autorización para disparar a matar, pasaron de una estrategia de resguardo de la ciudad a otra de franca militarización de la urbe. Unas 25 tanquetas ocuparon por la céntrica calle Carrera rumbo a la sede del gobierno regional, cuyos alrededores estaban sin control.
En varias ciudades y pueblos aledaños el desorden es igualmente grave. Una académica de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, Claudia Lagos, contó que en la comuna de San Pedro de la Paz dos personas ya murieron por los tiros.
El avance de los vehículos blindados fue recibido por vítores por transeúntes que clamaban la reposición del orden.
Perú enviará tres aviones a Chile
Perú enviará en las próximas horas a Chile tres aviones con 30 toneladas de ayuda humanitaria, incluido un hospital de campaña, para colaborar con la atención a los damnificados por el terremoto de 8,8 grados en la escala de Richter.
El material de ayuda estará acompañado por una delegación de médicos especializados en cirugía, según anunció el presidente del Consejo de Ministros peruano, Javier Velásquez Quesquén.
Se tratará de dos aviones Hércules de la Fuerza Aérea Peruana (FAP), uno de los cuales se encargará de trasladar el hospital de campaña; y el otro de carpas y frazadas.
El Ejecutivo peruano también fletará un Boeing 737, donde se trasladará al personal médico.
Velásquez Quesquén señaló que este envío responde al pedido de ayuda médica realizado por el Gobierno chileno, por lo que descartó, por el momento, que se vaya a enviar personal de rescate.
Ayuda para peruanos damnificados
Los tres aviones llegarán hasta el aeropuerto Carriel Sur, en la ciudad de Concepción, y luego repatriarán a los peruanos residentes en Chile que hayan resultado damnificados y soliciten regresar al Perú.
“La sede diplomática comprará alimentos y lo que más se requiera para los 500 damnificados que ya han sido empadronados”. También se anunció que el Gobierno peruano ha destinado un millón de soles a su embajada en Santiago de Chile con el objetivo de asistir a los nacionales radicados en dicho país.