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Por Xavier Picaza.
Clodovis, hermano de Leonardo Boff, ha sido quizá el mayor “hermeneuta” de la teología de la liberación, en su libro: “Teología de lo político. Sus mediaciones”, Sígueme, Salamanca 1980. Algunos pensamos que se trata de uno de los libros de teología más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Su argumento es sencillo, pero decisivo.
(a) La tradición escolástica tomaba la teoría-filosofía como premisa menor de la teología; de esa manera, el argumento teológico, fundado en la Palabra de Dios (premisa mayor), tenía como base humana la Palabra racional de la filosofía, de tipo más bien ontológico (premisa menor), con un valor eterna. De esa forma se unían Razón de Dios (Logos encarnado) con la razón de los hombres.
(b) La nueva teología, en especial la Teología de la Liberación (TL) seguía tomando como premisa mayor la Palabra de Dios, pero la entendía en forma histórica, y colocaba a su lado la palabra de la historia, expresada en el análisis social, centrado en la vida de los pobres. Eso significa que la teología no se elabora desde el pensamiento abstracto, sino desde la realidad concreta de la vida de los hombres y mujeres.
Ahora, pasados los años, con ocasión de la Conferencia del CELAM de Aparecida, Clodovis Boff sigue afirmando lo mismo, pero añadiendo que esa “premisa menor” (la razón histórica, en análisis social, los pobres…) ha corrido el riesgo de destruir el valor de la revelación de Dios y que por eso es necesario “volver al fundamento”, de manera que la TL debe ser resituada (y en parte superada).
Su hermano, Leonardo Boff, le ha respondido en un trabajo “fraterno”, diciendo que lo que fue la TL eso debe ser (porque su fundamento es bueno). La discusión resulta fascinante. se trata de buscar el fundamento de la Teología de la Liberación y de la vida cristiana. Hoy presentamos el trabajo de Clodovis, mañana el de Leonardo. Esto nos permite dejar a un lado otros temas que llenan la discusión de estos días: la rehabilitación de Pagola (de la que hablaremos cuando se serenen la aguas), el nombramiento de D. A. Cañizares (del que también hablaré a su tiempo) y de la no renovación del contrato de Jiménez Losantos en la COPE (de lo que me alegro, pero que queda fuera de mi campo de diálogo).
Clodovis Boff: ¿Mea culpa y un réquiem a la TL?
El libro ya citado de Clodovis Boff, curiosamente descatalogado hace decenios, ha iluminado el pensamiento teológico de miles y miles de creyentes. Pues bien, sin renunciar a esa base, parece que C. Boff ha querido indicar los riesgos de una teología que se queda en ese análisis social, en la pura “premisa menor”, sin descubrir ni desarrollar el principio de la teología, que es la revelación de Dios en Cristo. En ese contexto se sitúa el trabajo que ahora presentamos, publicado en portugués en la Revista Eclesiástica Brasileira 268 (octubre de 2007); es un texto dedicado al análisis de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y Caribeño, celebrada en Aparecida, el año 2007.
Es un texto largo, muy largo. Por eso recomiendo paciencia a los lectores. No hace falta que lo lean todo, sino la síntesis… y algunos puntos más destacados.
Dirección de Clodovis Boff
Filósofo e Teólogo. Professor na Pontifícia Universidade Católica do Paraná
Dirección del autor: Rua Pedro Eloy de Souza, 04-Bairro Alto-82820-130 Curitiba-PR/BRASIL – E-mail: osmcwb@brturbo.com.br
Síntesis del propio Clodovis Boff, para personas con menos tiempo:
Clodovis quiere demostrar que la Teología de la Liberación (TL) inició bien pero, a causa de su ambigüedad epistemológica, terminó perdiendo el camino: colocó a los pobres en lugar de Cristo. De esa inversión fundamental derivó un segundo error: la instrumentalización de la fe “para” la liberación. Errores fatales que comprometieron los buenos frutos de esta oportuna teología. En la segunda parte se expone la lógica de la conferencia de Aparecida, que ayuda a la TL a “volver al fundamento“: tener a Cristo como punto de partida y, desde ahí, rescatar a los pobres.
En primer lugar, queremos hacer un cuestionamiento de fondo a la TL. La intención no es descalificarla, sino más bien definirla de manera más clara y refundarla sobre sus bases originales. Sólo así pueden garantizarse sus logros indiscutibles y su futuro.
En un segundo momento presentaremos la lógica que desarrolla el Documento de Aparecida, para mostrar la manera como la TL puede regresar a sus orígenes, ser incorporada en un horizonte más amplio y, así, reafirmar lo mejor que tiene.
Reconocemos que el análisis que haremos de la TL es un tanto laborioso y sinuoso, mientras que el de Aparecida es más fluido y directo. En ambos casos serán análisis generales, sin que podamos explicar todo ni detenernos en los detalles.
I. La TL y su funesta ambigüedad
La cuestión: ambigüedad epistemológica acerca del fundamento
Al hablar de la TL, no nos referimos a la TL ideal, tal como fue proyectada y propuesta por sus Padres fundadores, sobre todo por Gustavo Gutiérrez. Nos referimos más bien a la TL “que existe realmente“, la que tiene casi cuarenta años de camino y cuyo desarrollo deja ver aspectos que exigen crítica y rectificación.
Ahora, la actual TL confiere práctica y explícitamente la primacía (prioridad o centralidad) al pobre y su liberación, siendo su eje o centro epistemológico la “opción por los pobres“. También se dice que el pobre, o la realidad del pobre, es el “punto de partida” de esta teología, que adopta así la “óptica del pobre“. Todo esto se sabe y es, de hecho, lo que la caracteriza.
La prioridad del pobre y su liberación se convirtió, para la TL, en un presupuesto que es casi “evidente por sí mismo”. Sin embargo, aparece de una manera teóricamente indecisa y confusa, permitiendo ambigüedades, equívocos y reducciones.
Es indudable que en la TL la “opción por los pobres“, como tema fundamental, se basa teológicamente en la Biblia y la tradición. Sin embargo, como principio epistemológico particular, que confiere una perspectiva determinada, no ha sido reflexionada y discutida en los medios “liberadores“. Simplemente ahí está, sin advertencia epistemológica, generando confusión tanto en la teoría como en la práctica.
En este sentido, el mismo lenguaje “liberador” carece de rigor. Jon Sobrino, por ejemplo, habla de los pobres como la instancia que da la “dirección fundamental” a la fe y como su “lugar más decisivo“. Evidentemente estos dos calificativos, “fundamental” y “decisivo“, son empleados de manera descuidada, pues no corresponden en absoluto a los pobres, sino a la “fe apostólica transmitida por la Iglesia“, como recuerda de manera pertinente la “notificación” romana que cuestiona ciertos puntos de la cristología del mencionado teólogo (n. 2). A lo sumo se puede adivinar, y tal vez justificar, lo que quiere decir Sobrino con tales expresiones.
Ahora, cuando se cuestiona el pobre como principio y se pregunta si no es antes el Dios de Jesucristo, la TL suele retroceder y no lo niega. Y es que no podría hacerlo pues, por definición, Dios está en primer lugar. Razón y fe se unen para afirmarlo. En teología, esto es una “evidencia incuestionable” que, paradójicamente, se convierte en una “evidencia cegadora“. No es que la TL afirme “a pies juntillas” la primacía epistemológica de los pobres y su liberación; tampoco rechaza explícitamente la primacía de Dios y la fe. Lo que constituye el problema de la TL es su indefinición en una cuestión que es capital en el ámbito metodológico.
Si por “estatuto epistemológico” entendemos la base firme y el marco seguro que confieren a una disciplina científica el orden de su discurso (como lo indica el étimo “st” de e-st-atuto y de epi-st-emología), debemos decir que esto es justamente lo que hoy parece faltarle a la TL.
Y es de temerse que el uso del lenguaje analógico en esta teología (liberación: social y espiritual; pobre: económico y existencial; Reino: de justicia y de gracia, etc.) en vez de resolver la falta de definición teórica, la complique aún más, por el hecho de favorecer el carácter escurridizo del discurso. Esto permite que el teólogo, acosado en un plano semántico, se deslice de modo subrepticio hacia otro plano, y la analogía deja de ser un instrumento indispensable de articulación teológica para convertirse en un “subterfugio de indecisión“.
Podemos entonces decir que la TL vive el siguiente “drama teórico“: lo que es decisivo permanece en la indecisión. De ahí su falta de consistencia epistemológica. Pero sin consistencia epistemológica, ¿cómo puede una teología ser teóricamente consistente? Y sin una teología consistente, ¿cómo puede ser consistente la pastoral que se apoya en ella?
Ahora, en una situación de indefinición, la tendencia es “hacia abajo“, y esto por razones que no viene al caso discutir aquí, pero que cualquier teólogo con olfato puede percibir. Así, en un contexto de duda epistemológica, entre Dios y el pobre, el pobre lleva la ventaja; entre salvación y liberación, ésta es favorecida. De esta forma, con la complicidad de la neblina epistemológica en que está inmersa, la TL introdujo furtivamente el prius teológico del pobre.
Recapitulando, por no contar con una epistemología rigurosa y clara, la TL cae en ambigüedades. Al caer en ambigüedades, cae en el error de principio, y el error de principio sólo puede tener consecuencias funestas, como veremos enseguida.
Es un hecho que la TL está elaborada totalmente desde la “óptica de los pobres“. Basta con analizar su producción más reciente, en la que el sesgo “liberador” es más evidente. La misma “pastoral de la liberación”, desarrollada particularmente en las “pastorales sociales” y en las CEB, está completamente centrada en los pobres. No hay más que asistir a los encuentros de los agentes y militantes de la liberación para darse cuenta cómo la palabra “pobres” domina el discurso. Y lo que ayer fuera sesgo, hoy es vicio.
Por otro lado, la TL acepta sin mayores problemas que la fe en el Dios revelado es el primer principio de la teología. Pero en ella ese principio no opera en serio; representa apenas un presupuesto dado que ya se quedó atrás, pero no un principio operante que continúa siempre activo. Es un artículo de fe que se confiesa, pero no una perspectiva teórica que otorgue un tinte dominante al discurso liberador. Es inevitable que dé algún tinte a este discurso, toda vez que se trata de teo-logía, pero es un color desvanecido, por no decir un simple matiz.
Ahora, éste es el nudo del problema. Como el primado de la fe no puede darse por supuesto desde el punto de vista existencial, tampoco puede serlo desde el punto de vista epistemológico. El principio-fe debe mantenerse siempre activo, y no sólo en la práctica de vida, sino también en la teoría teológica. Siempre que ese principio se mantuvo vivo, en la forma de sensus fidei, inmunizó a los buenos teólogos de la liberación contra errores más graves, como los relativos al principio rector de la teología.
La inversión y la consiguiente instrumentalización
¿Qué ocurre entonces en la práctica teórica de la TL? Ocurre una “inversión” del primado epistemológico. Ya no es Dios, sino el pobre, el primer principio operativo de la teología. Pero una inversión de este tipo es un error de prioridad, además de ser un error de principio y, por lo tanto, de perspectiva. Y esto es grave, por no decir fatal.
Que el pobre sea un principio de la teología o una perspectiva -óptica o enfoque-, es posible, legítimo e incluso oportuno. Pero esto sólo como principio segundo, como prioridad relativa. En estas condiciones, la teología que nace de ahí -como es el caso de la TL- sólo puede ser un “discurso de segundo orden”, que supone en su base una “teología primera”.
Sin embargo, no parece que la TL tenga conciencia de esto, pues se considera, para todos los efectos, como una teología completa, sustituyendo o prescindiendo de la “teología primera” y fundiendo o, mejor, confundiendo el nivel “trascendental” con el “categorial”. En su práctica teórica sigue poniendo al “pobre” como su principio, su centro y su fin. Y aunque no lo haga con plena conciencia y consentimiento epistemológico, el resultado, en la práctica, es el mismo, debido a la ambigüedad con que se trata esta cuestión fundamental. Ahora, cuando el pobre adquiere el estatuto de primum epistemológico, ¿qué sucede con la fe y su doctrina en el nivel de la teología y la pastoral? Lo que sucede es la instrumentalización de la fe en función del pobre. Se cae en el utilitarismo o el funcionalismo en relación a la Palabra de Dios y a la teología en general.
Es cierto que la fe es útil, pero esa utilidad no constituye su mayor parte ni la más importante. Una fe utilizada principalmente de modo instrumental, sufre fatalmente una capitis diminutio: es sometida a una selección y a una interpretación de acuerdo con los intereses de la “óptica del pobre”. Es indudable que la fe llena plenamente esta óptica, pero también la desborda infinitamente por todos lados.
Ante las críticas de que estaría usando “anteojos ideológicos”, la TL recurre a ideas como “márgenes de gratuidad” y “reserva escatológica” para afirmar su respeto a la trascendencia de la fe. En realidad, en esta teología la parte de la trascendencia es la menor y menos importante; la “parte del león” toca, como siempre, a la “lectura liberadora” de la fe.
El resultado inevitable es la reducción de la fe y, en especial, su politización. Se habla también, críticamente, de la transformación de la fe en ideología. Esto ocurre cuando se da a la ideología el sentido preciso que le da el Magisterio: el de una fe que cae de su nivel trascendente hacia la inmanencia de la política.
Gravedad de la cuestión y gravedad de los equívocos
Este es, entonces, el punto flaco de la TL: la falta de claridad en cuanto al alcance epistemológico de la opción por los pobres. Esta opción es clara como tema, pero no como principio de constitución y construcción teológicas. Ahora, la falta de claridad sobre el principio lleva necesariamente a la falta de claridad sobre el carácter teológico del discurso. De ahí la indefinición del discurso actual de la TL, al oscilar entre un discurso religioso y un discurso social y político.
Nada refleja mejor la ambigüedad y confusión en que cae la TL en este punto, que la polémica que se suscita siempre que se habla del “punto de partida” de la teología y la pastoral. Para la TL es incontestable: el punto de partida tiene que ser la “realidad de los pobres”. Pero no se da cuenta que está confundiendo dos significados de “punto de partida”: como mero comienzo (material, temático, cronológico o incluso práctico) y como principio (formal, hermenéutico, epistemológico o incluso teórico). “Pobre” puede ser “punto de partida” como “comienzo” (inicio de conversación), pero no como “principio” (criterio determinante).
Ciertamente “pobre” puede ser también un principio, al proporcionar lo que se llama la “óptica de los pobres”. Pero también ahí se trata sólo de un principio segundo y dirigido, pero nunca de un principio primero y regente, como señalamos arriba. En esta discusión, la TL cae en ese equívoco al conferir inconscientemente a su punto de partida, el pobre, la dignidad de principio primero o fundamental. De ahí el error subsiguiente de considerarse una teología subsistente por sí misma.
Pero de esta manera -insistimos- la TL demuestra que ignora su estatuto propio: el de ser precisamente una “teología de segundo orden”, que presupone teóricamente una “teología de primer orden”, como la especie presupone el género. No se da cuenta que para ser un buen teólogo de la liberación no basta con ser sólo teólogo de la liberación: es necesario ser antes, además y principalmente, “teólogo de la fe” (con perdón del pleonasmo).
De modo que por falta de rigor, claridad y vigilancia epistemológica, la TL se coloca en un plano inclinado, resbalando cada vez más y cayendo en el fallo mortal señalado: el sesgo de la inversión de principio y la consiguiente instrumentalización social, política e ideológica de los contenidos de la fe. Decimos fallo “mortal” porque, llevado a término, acaba con la muerte de la TL, lo que sería una pérdida inmensa para los pobres y para la Iglesia.
Como se ve, estamos aquí ante una “cuestión de principio”. Ahora, una cuestión de principio es, por definición, una cuestión grave, cuyas consecuencias pueden ser fatales. Y en una cuestión grave no es posible asumir una postura problemática, confusa y ambigua. Una cuestión de fundamento es una cuestión fundamental. Si el fundamento está mal puesto, todo el edificio está en peligro. De esta manera, ¿cómo puede una teología avanzar sin tropezar continuamente en aporías?
Gravedad de las consecuencias
Si la cuestión y sus equívocos son graves, entonces graves son también sus resultados, pues el principio da forma a todo un discurso. Cuando se inicia un camino en la dirección equivocada, cuanto más se avanza más lejos se está de la meta. Del mismo modo los frutos de la TL, verdaderamente valiosos, acaban deteriorándose con el tiempo. El resultado general de la inversión práctica de principio (de Dios al pobre) es debilitar e incluso vaciar la identidad cristiana, y esto ocurre en varios planos:
1. En el plano teológico. La teología va perdiendo su carácter propio, para adoptar un tono más sociológico y político, de tipo religioso-pastoral. Pierde también fecundidad teórica, reduciéndose sus producciones cada vez más a meras “variaciones sobre un mismo tema”. Peor aún, las grandes intuiciones de la TL se convierten en clichés repetidos ad nauseam, sobre todo en la “vulgata militante” de la TL.
2. En el plano eclesial. La “pastoral de la liberación” se convierte en un brazo más del “movimiento popular”. La Iglesia entonces se “ONGiza” y se vacía incluso físicamente: pierde agentes, militantes y fieles. Los “de fuera”, salvo los militantes, sienten poca atracción por una “iglesia de liberación”, ya que para el compromiso disponen de las ONG, pero para la experiencia religiosa necesitan más que la simple liberación social. Por otra parte, al no percibir la extensión y relevancia social de la inquietud espiritual actual, la TL se muestra culturalmente miope e históricamente anacrónica, es decir, “alienada” de su época.
3. En el plano de la propia fe. Reducida a ideología movilizadora, la fe va perdiendo cada vez más sustancia, hasta vaciarse completamente. Lo que queda es una “hermenéutica cristiana de la existencia humana”, tal y como se explica de manera acabada en la vulgata teológica denominada “rahnerismo”, que subyace a la TL y que no es posible discutir aquí. En suma, la sustancia de la fe termina en mero discurso, en una cosa irrelevante, pues como se escucha en los medios “liberadores”, lo que importa no es tanto la Iglesia o Cristo, sino el Reino.
La “prueba de los frutos” revela que la TL necesita una oportuna fumigación crítico-epistemológica y, más aún, fertilizar sus raíces.
Por qué la inversión de base de la TL: el choque del contacto con la pobreza
A estas alturas necesitamos comprender, sin que eso signifique necesariamente aprobar, las razones que llevaron a la TL a centrarse realmente en el pobre, dejando en la sombra el fundamentum. Aquí seremos extremadamente sintéticos.
La explicación más inmediata es la señalada: el descuido metodológico y la inversión de principio que la TL autorizó tácitamente. De ahí que el pobre y su liberación tomaran el lugar preeminente de Dios y de su salvación (sin hablar de la inversión existencial que subyace a la epistemológica y que tiene que ver con el primado de Cristo en la propia vida).
Hablando ahora de un modo más general, podemos encontrar detrás de esa inversión un dato histórico-existencial, sobre el cual la TL insiste con razón al referirse a la “experiencia de Dios en el pobre”: es el drama social de América Latina, marcado por pobreza, opresión y exclusión.
La “irrupción del pobre” en la Iglesia sacudió de tal modo a la teología, que ésta se tambaleó en sus propios fundamentos. Sucedió entonces un caso de hísteron próteron epistemológico: el después vino antes. No era preciso que fuera así (de jure), pero así fue (de facto). La fe no parece ser lo suficientemente fuerte para mantener o recuperar la polé position. De ahí que el principio in se sucumbió ante el principio secundum quid. El “régimen de las excelencias”, donde Dios tiene la primacía, fue atropellado por el “régimen de las urgencias”, apareciendo el pobre en primer lugar.
De esta manera, la “urgencia histórica” llevó a invertir cuento se pudo, del contenido de la fe, en lo que fue considerado como el opus maius: la liberación histórica de los oprimidos. De ahí también la tentación de “cualquierismo epistemológico” al estilo de Ia Feyerabend: nada pasa en teología desde que los pobres sacan ventaja de ello.
Pero, como el Magisterio no se cansa de recordar, ese inmediatismo, con todo el seudo-pathos, redunda a mediano o largo plazo en otras formas de pobreza y opresión. De hecho, la historia brinda sobrados ejemplos de que la inconsistencia de la verdad se paga con la inconsistencia sociopolítica. Sólo la verdad libera verdaderamente (cf. Jn 8, 32-36). Para obtener realmente la liberación hace falta más que sólo la liberación: hace falta -digámoslo sin miedo- ¡Salvación! Solamente la Trascendencia redime la inmanencia.
Cesión al espíritu de la Modernidad
Sin embargo, existe una razón mayor para explicar que la TL se haya centrado en la cuestión de la pobreza y su eliminación. Es el tributo que la TL pagó, de manera bastante ingenua -por otra parte- a la decantada Modernidad y su aplaudida “revolución copernicana”. De hecho, la Modernidad puso al hombre en el centro, en lugar de Dios. Es el viraje antropocéntrico: el hombre, con su razón, libertad y poder, como el nuevo axis mundi.
Pero hagamos a un lado la tendencia fáctica de este hombre (que no es exclusiva del hombre moderno) para esa inversión y también las tentativas teóricas para justificarla, como la de los sofistas con su lema “el hombre, medida de todo”, refutados por Platón, así como la del estoico Varrón y su teología política, rebatido por san Agustín. A diferencia de estas tentativas, la de la Modernidad reviste un carácter macroscópico, es decir, civilizatorio.
El hecho es que la teología cristiana también cedió al giro antropocéntrico del espíritu moderno, y lo hizo sin clara conciencia del costo que tendría para la fe. En el protestantismo eso se dio con Schleiermacher y la “teología liberal”, impugnado por Barth con su “teología dialéctica” (que no fue lo suficientemente “dialéctica” como para incorporar los legítimos desafíos antropológicos enarbolados por la modernidad).
En el Catolicismo, la “modernización” teológica vino con el movimiento “modernista”, reprimido con la Pascendi de Pío IX, y más tarde, con el nombre de “giro antropológico”, con Rahner y su “teología trascendental”. Esta última tuvo sus éxitos, aunque grandes teólogos como De Lubac, Von Balthasar y Ratzinger, mantuvieron ante ella una distancia cautelosa (sin llevar a cabo una crítica cerrada). Fue así que la teología se “modernizó” antropologizándose: el hombre como el sol, y Dios, su satélite. Omnia ad maiorem hominis gloriam, etiam Deus.
Cabe agregar que esa antropologización modernizante tuvo como sus grandes precursores a Lutero con su soteriologismo (Dios-para-mí) y a Kant con su moralismo (Dios = postulado de orden moral). Pero fue Feuerbach quien llevó este proceso hasta sus últimas consecuencias, al anunciar el principio primero de la “Filosofía del futuro”: “Los tiempos modernos tienen como misión… la transformación y disolución de la teología en antropología”. Aquí es a donde llega una teología que, en la inevitable danza con la modernidad, en vez de conducir al compañero se deja llevar por él.
En este contexto, es comprensible que la TL también haya entrado en la ruta antropocéntrica del espíritu moderno. Sólo que para ella el centro no era simplemente el hombre, sino el hombre pobre. El suyo era el antropocentrismo “de la liberación”. Sin embargo, también en ella el nuevo centro temático y de perspectiva amenazaban con sustituir el antiguo y perdurable Centro de la fe, de modo que, aquí, el lema de la modernidad sonaría: omnia ad maiorem pauperis gloriam, etiam Deus.
De la inversión antropocéntrica se siguió la instrumentalización general a que la modernidad sometió todos los valores. En eso están de acuerdo Weber y los pensadores de la Escuela de Frankfurt, con su idea del “pensamiento instrumental”, así como Heidegger con su teoría de Ge-stell (instalación, dispositivo). De tal instrumentalización no escapó ni siquiera la religión. En el ámbito económico, es de sobra conocida la manipulación que sufrió en las manos del Capitalismo, el retoño más robusto de la Modernidad. En el plano sociopolítico, la religión se vuelve entonces un mero instrumentum regni, como es patente en Hobbes y Rousseau. El zwingliano Erasto será el primer teólogo en legitimar la sumisión de la religión al poder del Estado.
En lo que se refiere a la TL, no se libró de la tentación de politizar la fe, en la medida en que exhortó a los cristianos a la lucha social bajo la insignia, de sabor maurrasiano, libération d’abord. Aquí el Cristianismo es tomado como instrumentum regni de los pobres, pero ni por eso deja de ser utilizado instrumentalmente. En esta óptica la fe es vista, antes que nada, como función de la liberación de los pobres.
La historia muestra que, con el paso del tiempo, la religión politizada se fue disolviendo en la política, de manera que ésta absorbió la sustancia de aquélla, volviéndose ella misma religión: Ersatzreligion. Los totalitarismos no pasan de la expresión extrema de la “secularización de la religión”, es decir, de su radical antropologización política, como vio, entre otros, K. Löwith. Por su parte, C. Schmitt mostró que, en el fondo, la política moderna es religión secularizada. El Estado sería un deus visibilis, como Hobbes representara en la figura de Leviatán.
El destino fatal de quien se pone en el lugar de Dios y lo usa para su beneficio es considerarse Dios. De manera análoga, una TL que “consume” la fe cristiana sobre todo para la liberación, se arriesga a “consumir” esa fe y también consumirse a sí misma. La “liberación” puede devorar a la “teología”.
El sobrenaturalismo de la fe: responsable de la mundanización de la fe
Pero, ¿por qué la Modernidad antropologizó y politizó todo, incluso la fe cristiana? Como demostró especialmente H. Blumenberg, en buena parte eso ocurrió como una reacción violenta contra el “totalitarismo teológico” de la Iglesia de cristiandad, como quiera que ese totalitarismo haya sido llamado: sobrenaturalismo, divinismo, agustinismo político, espiritualismo, fundamentalismo o integrismo.
De ahí que el cristianismo histórico sea, a causa de su extremismo “divinista”, parcialmente responsable del extremismo “mundanista” de la Modernidad, que le es diametralmente opuesto. Por otra parte, la apertura conciliar favoreció que el extremismo moderno pudiera entrar de manera violenta en el seno de la propia Iglesia, generando incluso rupturas.
Por consiguiente, la “irrupción del mundo” en el espacio eclesial implicó el riesgo de la “mundanización” de la teología, así como lo hizo la “irrupción de los pobres” en relación a la teología latinoamericana. Sólo que en este último caso el proceso se dio a la izquierda, y el riesgo fue en gran medida contenido por el vigoroso sensus fidei de los fieles y los pastores.
Con el cambio epocal que estamos viviendo, detrás de la “tesis” de la Cristiandad y la “antítesis” de la Modernidad, se presenta también para la Iglesia y la teología la oportunidad histórica de una “síntesis”: la armonía entre fe y mundo y, en particular, entre fe cristiana y política de liberación.
Cierre de esta primera parte
Para concluir esta primera parte, queremos recordar que el cuestionamiento crítico hecho hasta ahora en torno a los fundamentos de la TL no pretende refutar esta corriente, sino reubicarla en sus fundamentos originales. Sólo así podrá “salvarse”, “salvando” consigo los preciosos frutos que produjo, especialmente la opción preferencial
Como se ve de inmediato, esta primera parte es sólo la pars destruens de nuestra reflexión, aunque los principios de solución hayan sido claramente señalados. Para la pars construens queremos recurrir a Aparecida; las razones para hacerlo quedarán aclaradas con lo que diremos a continuación.
II. Aparecida: la lucidez del principio
Apreciación general del Documento y razón de su llamada de atención
Para empezar, digamos que Aparecida recapitula y lleva a su madurez todo el caminar de nuestra Iglesia latinoamericana y caribeña. Es una “sorpresa del Espíritu” (nada hacía prever este magnífico resultado), un “milagro de Nuestra Señora de Aparecida” (que, a petición del Papa, asumió la dirección de los trabajos), así como un “don del Padre de las luces” a favor de nuestras iglesias. Este documento honra al episcopado de nuestro continente.
En la base del éxito del texto episcopal están, entre otros, los siguientes factores: la madurez de nuestra Iglesia latinoamericana, tanto de sus pastores como de sus teólogos y sus comunidades eclesiales; el magisterio de Benito XVI, especialmente su mensaje en la apertura de la V Asamblea; y, sobre todo, el soplo del Espíritu Santo, invocado por tantos fieles de nuestras comunidades, “en unión con María, madre de Jesús” (Hc 1,14).
Pero lo que nos hace recurrir al Documento de Aparecida, en lo que toca al cuestionamiento de la TL, es el hecho de que dicho texto es una lúcida demostración de cómo es posible resolver satisfactoriamente la vexata quaestio aquí recogida: la correcta articulación entre fe y acción liberadora. Como ya vimos, la TL no resolvió de manera satisfactoria esta relación porque partió de un principio equívoco, por no decir equivocado. Ahora Aparecida resolvió esa relación, articulándola de manera afortunada, y eso justamente por el hecho de haber partido del principio claro y correcto, como demostraremos en seguida.
Confrontación pedagógica entre Aparecida y la TL
Es útil establecer aquí una breve comparación entre la metodología de la TL y la de Aparecida. Podemos, de una manera muy concisa, hacer esa comparación así: la TL parte del pobre y encuentra a Cristo; Aparecida parte de Cristo y encuentra al pobre. Decir que son metodologías recíprocamente complementarias no basta. Es preciso también, y principalmente, ver las respectivas diferencias y la jerarquía que se impone entre las dos.
Efectivamente, la metodología de Aparecida es una metodología originaria y principal, en tanto que la otra sólo puede ser derivada y subalterna. Por eso también la primera es más amplia. Si Benito XVI fue teológicamente acertado al abrir la V CELAM, al declarar: “la opción por los pobres está implícita en la fe cristológica”, entonces queda claro que el principio-Cristo incluye siempre al pobre, sin que el principio-pobre incluya necesariamente a Cristo. En otras palabras: para ser cristiano es absolutamente preciso comprometerse con el pobre pero, para comprometerse con el pobre, no es necesario, en absoluto, ser siempre cristiano.
Además, la metodología de Aparecida es más lógica: de Cristo se va necesariamente al pobre, pero no necesariamente del pobre a Cristo. Por todo ello, la metodología de Aparecida puede incluir la de la TL y puede fundamentarla, pero a la inversa no es posible.
La cuestión decisiva: el punto de partida formal o fundante
Recordemos que nuestro cuestionamiento en este trabajo gira por completo en torno al principium o fundamentum de la TL. Ahora bien, cualquier teología, para renovarse o rectificar, necesita siempre “volver a la fuente”, es decir, regresar a su principio vital, a su raíz.
Pues bien, la fuente original de la teología no es otra que la fe en Cristo. “Sólo Jesús salva”, y en teología “salva” incluso la opción por los pobres. Este es el principium grande de todo en el Cristianismo, tanto en la vida como en el pensamiento. Y de esta arché, la fe en Cristo, se abre la verdadera perspectiva de toda teología auténticamente cristiana: ver todo “a la luz de la fe”, en otras palabras, a la luz del Dios de Jesucristo. Aristóteles lo llama, a veces, el “principio regente” de kyrios. Ahora, el kyrios de la teología no puede ser otro sino el Kyrios de la fe, de la Iglesia y de la Historia. Pero, ¿cómo se procesa tal “señorío epistemológico” en el discurso concreto de la teología?
Nos parece que es precisamente en este punto que el Documento de Aparecida nos puede brindar el modelo. En él, todo parte de Cristo y, a partir de esa Arché, se recuperan todos los grandes temas que desafían a la Iglesia, inclusive (y principalmente) la cuestión de los pobres y del compromiso liberador (recuperándose, al mismo tiempo, la problemática actual de la Sinnfrage y de la búsqueda de lo divino, de manera que el Documento “mata dos pájaros de un tiro”).
Incluso cuando la V Conferencia parte de los pobres, siguiendo el método “ver, juzgar y actuar”, lo hace sólo materialmente (para alegría de los TL), pero formalmente parte siempre de Cristo. En otras palabras, la óptica de los pobres se ubica esencialmente dentro de una óptica anterior y mayor, que es la de la fe cristológica. Esta última no sólo se presupone, sino que sustenta por completo el discurso pastoral, confiriéndole su forma vital y también lingüística. De ahí que el Documento siempre habla de Cristo en “un tono más alto” de como habla de los pobres, para usar una feliz expresión de Barth.
En realidad, la afortunada articulación que establece Aparecida entre fe y compromiso, a partir de la fe, ya se había dado en el mismo lema de la asamblea: (1) “Discípulos (2) y misioneros de Jesús, (3) para que nuestros pueblos en El tengan vida”. Los obispos sólo tuvieron que desarrollar en toda su amplitud los articuli ahí colocados.
Vamos a analizar en seguida cómo el episcopado latinoamericano y caribeño, in actu exercito de su discurso pastoral, se desobligó de esta tarea. Para tal análisis, ¿qué método debemos utilizar? De entrada descartamos aquí, por considerarla intelectualmente deshonesta, una “hermenéutica gambusina”, que sólo busca lo que quiere buscar, perdiendo lo esencial del Documento.
Nuestro método procurará destacar primero el esquema general del Documento, es decir, su lógica interna, así como los principios que le brindan su estructuración y su dinamismo. Con lo “principal”, esperamos obtener lo “esencial” del mensaje de la V Conferencia.
Cabe mencionar que constatar “sombras” en el magisterio de Aparecida es un acto casi rutinario de todo teólogo que desea ser crítico. Sin embargo, en relación con la problemática que tratamos aquí nos parecen tan irrelevantes, que las dispensamos.
1. Punto de partida: la fe como encuentro con Cristo
El Documento empieza bien. Empieza por donde debía empezar. “Empieza por el inicio”: Cristo, la fe en Cristo, el Salvador, el Señor, el Hijo de Dios, el Amor del Padre manifestado al mundo.
Explicitemos este primer punto. La fe en Cristo es presentada como “experiencia de encuentro”. “Encuentro” es la gran categoría, repetida más de cincuenta veces, y define la esencia íntima de la fe cristiana. Fe es encuentro de persona a persona, encuentro vivo con el Cristo vivo.
El Documento abunda: tal encuentro es necesariamente transformador. Transforma toda la vida, en todos sus niveles: personal, comunitario, social y ambiental-ecológico.
El “punto de partida” formal o determinante del Documento de Aparecida no es la realidad, la historia o la praxis, ni el pobre y el que sufre. Pero tampoco es la doctrina de la fe, los principios dogmáticos. El punto de partida es Aquel que es, en las palabras de la Escritura, el propio “Principio”, el “Alfa” de todo, el “Primogénito”, el “Príncipe” en absoluto.
El Documento de Aparecida subraya tan fuertemente el primado de la opción por Cristo que no quiso detenerse en el lado negativo que existe realmente en el mundo y también en la Iglesia. Sólo quiso pronunciarse a favor: a favor de Cristo, de los alejados de la fe, de los pobres y de su liberación.
Con respecto a la fe en Cristo, el Documento utiliza expresiones que buscan despojar a la fe del sentimiento de banalidad con que suele venir acompañada, devolviéndole el sabor original y el aura de excelencia. En este sentido, afirma que la fe es la “gran novedad” (n. 348), novedad perenne, que no pierde el vigor; es la Buena nueva permanente de la Iglesia, mensaje siempre nuevo; es la “prioridad no. 1” de la Iglesia; es el gran “descubrimiento”, la “revelación”, el “acontecimiento”, el “tesoro” y la “perla preciosa” que la Iglesia posee y ofrece al mundo.
Ahí está el principio estructurante, y no sólo genésico, de toda la vida de la Iglesia: de su fe y de su misión. Ése es el fundamento de todo. Es la Fuente de agua viva, que brota permanentemente en la Iglesia y se vierte al mundo. En esta línea, el Documento declara que en toda la vida de la Iglesia, se ha de comenzar y “recomenzar de Cristo” (n. 12, 41 y 549).
Poniendo a Cristo en el principio del Documento, la CELAM optó por un abordaje plenamente teológico, externado en lenguaje existencial que suscita simpatía y conquista de inmediato el consenso. Por lo tanto, fue una gran “jugada” de nuestros pastores, una magnífica medida, y justo al inicio!
¿Qué implicaciones concretas (existenciales o pastorales) tiene el hecho de que nuestra Iglesia haya asumido, o mejor dicho, vuelto a asumir, este “punto de partida”?
Implica, antes que nada, favorecer de todas maneras una relación inter-personal, de amistad, de intimidad, de amor-pasión con la persona de Cristo. Eso es precisamente lo que significa ser “discípulo”. Aquí, en verdad, somos remitidos a la esfera de la espiritualidad o de la mística.
Tal prioridad no vale sólo “para los otros”, como suelen pensar los agentes de pastoral. Vale más bien para cada cristiano. La evangelización es, en primer lugar, auto-evangelización.
Y en esa interpelación de encontrar a Cristo a través de la oración, la Palabra, la Eucaristía, entran también los mismos pastores (n. 177). Los obispos se incluyen (n. 186) e incluyen también a los otros pastores: los sacerdotes (n. 199), los párrocos (n. 201), los seminaristas (n.319) y los agentes de pastoral en general (n. 352).
Impresiona y conmueve esta manera de auto-implicarse al hablar de espiritualidad. Es algo novedoso y extraño en un documento pastoral, dirigido a los otros, al pueblo, y sin involucrar normalmente a los emisarios.
Para operativizar pastoralmente este “encuentro con Cristo”, contenido existencial de la fe, Aparecida ofrece una propuesta concreta para todo el continente (n. 277). Tal propuesta, según el texto, deberá implicar todas las estructuras pastorales. Se trata de un “itinerario” formativo (todo el cap. VI), que tiene su corazón en la mistagogia, es decir, en una primera “iniciación a la vida cristiana” (n. 286-294).
El objetivo de este itinerario, como se desprende del mismo término “iniciación”, es iniciar a la persona en el misterio de Cristo, es decir, llevarlo, como de la mano, al encuentro directo con Cristo. ¿Cómo? A través de la escucha orante de la Palabra, del ejercicio de la oración, del amor a la Eucaristía.
El primer resultado interior del encuentro es la conversión: el volverse “nueva criatura”, hijo de Dios. Eso es vida nueva, corazón nuevo. Es un cristianismo de “iniciados”, de gente que “experimentó” Algo, de “místicos”, como quería Rahner. Es a partir de ahí que irrumpe, casi automáticamente, la misión y el compromiso en el mundo, como veremos más adelante.
Tal es el dato originario de la vida de la Iglesia. Originario y también original, pues otorga originalidad a todo en la Iglesia: a la palabra, a su misión y a su empeño por la justicia. Ese comienzo cristológico-iniciático, además de ser acertado desde el punto de vista teológico, es acertado también desde el punto de vista pastoral.
Pues nuestro catolicismo popular, aunque exaltado en Aparecida (n. 258-265), incluso como el “tesoro más precioso que tiene el pueblo”, es un catolicismo hecho más de tradición que de convicción personal, más de cultura que experiencia espiritual. De ahí su vulnerabilidad ante los avances, tanto de las “sectas” y su proselitismo como del actual “secularismo” y sus seducciones sensual-materialistas. Y de ahí también el déficit, que disminuyó desde Medellín aunque sigue siendo grande, en términos de conciencia social y compromiso político.
Incluso el Catolicismo de las minorías o elites (obispos, sacerdotes, religiosas, agentes, militantes, intelectuales) es más doctrinario que experiencial, más ideológico que personalista, más gnóstico que existencial, más moralista que místico, más muscular que cordial, en fin, más práctico que teo-pático.
Destacamos hasta el lenguaje, estilo o tono del Documento, que también fue acertado. Se trata de un lenguaje comunicativo, que despierta la alegría de creer, el entusiasmo de anunciar y el ardor de luchar. Además, es bastante homogéneo. Su unidad interna proviene de la unidad de su centro vivo que es Cristo, que es la fe viva en Cristo.
En fin, es un lenguaje espiritual, ungido, prometedor. Un lenguaje nuevo, original, justamente por ser originario, es decir, por nacer del asombro de un Encuentro. Se muestra en concordancia con su tema, “expresando de modo espiritual las cosas espirituales”, como quería san Pablo (I Cor 2, 13)
¿Como llegó la Asamblea episcopal a semejante lenguaje, de verdadera comunicación evangélica? No fue por un esfuerzo meramente literario, cuya artificialidad lo habría delatado. Fue más bien porque el lenguaje emanó de la vida y la experiencia de nuestra Iglesia, interpretadas por los pastores y teólogos-asesores presentes en la Asamblea. Un lenguaje de este tipo no se consigue en tres semanas. Es una cuestión de vida. Habla de la vitalidad espiritual y pastoral de nuestras iglesias y de sus pastores.
Explicitemos rápidamente algunos de los rasgos más evidentes del lenguaje de Aparecida:
– es ágil: se lee bien; no es pesado ni fastidioso;
– es claro: lúcido, comprensible;
– es positivo: prefiere el incentivo a la crítica, aunque no deja de ser realista y profético a la vez; usa de buen grado términos evocativos como: alegría, placer, entusiasmo, ardor, audacia, felicidad, plenitud, belleza, maravilla, vida (muchas veces), amor, esperanza, gracia, acción de gracias, alabanza, bendición, tesoro, riqueza, don, presente, etc.;
– es estimulante: animador, lleva a la adhesión concreta; es práctico, pastoral y propositivo;
– es sereno: y seguro; hace “sentir firmeza”; infunde fe en el poder de la fe, pero sin falsa seguridad o presunción, más bien al contrario, con humildad;
– es equilibrado: armonioso, ordenado, bien articulado.
Para terminar esta parte, diremos que el hallazgo genial e inspirado de los obispos fue haber partido formalmente de donde parte -porque sólo de ahí puede partir- la vida cristiana: de Cristo, de la fe en Cristo, del encuentro vivo con Cristo.
Se dirá: “Pero eso es obvio. Es la evidencia misma”. Sin embargo aquí está la gran ilusión: el dejà vu en relación al Cristianismo; descubrir que ya se conoce la fe cristiana; que ésta no ofrece ninguna novedad; que no necesita ser reencontrada, cada vez y siempre, en su originalidad perenne. Los obispos como los profetas -y los poetas y los niños-, vieron lo “obvio”, proclamaron lo “evidente”. Ahí está su genialidad.
Insistimos: Cristo, encontrado y seguido, es el principio determinante de todo lo demás. Lo que los obispos dirán después será todo conformado y moldeado por Él, como el viento curva todo el trigal en la dirección en que está soplando; como el fermento transforma toda la masa; como la sal da sabor a toda la comida.
2. Los desdoblamientos de la fe: evangelización y compromiso
Toda la vida de la Iglesia brota del encuentro con Cristo, de la comunión con Él por medio de la fe y, de manera especial -en esto insiste Aparecida-, de la Eucaristía. Por lo tanto, la misión de la Iglesia proviene del corazón de la fe. El encuentro con Cristo necesariamente impele a la Iglesia hacia el mundo.
Esta misión tiene dos momentos. El primero es el anuncio de Cristo, como Aquél que llena el corazón humano de alegría y paz, y llena la vida de sentido (por cierto, la “cuestión del sentido” es recurrente en el Documento, y se desarrolla en los n. 36-42). Quien arde con el fuego de Cristo, ilumina y calienta a los demás de manera natural. De ahí que el primer desdoblamiento de la fe sea la evangelización directa.
El segundo momento es el compromiso en el mundo, en la sociedad. Es volverse “ante los hombres” luz de verdad y fermento de justicia. Aquí se ubica toda la tradición profética y liberadora de nuestra Iglesia latinoamericana. Si la primera es propiamente la “misión religiosa” de la Iglesia, la segunda es específicamente su “misión social” (cf. GS 42).
Observemos la lógica entre la fe y la misión, sea ésta evangelizadora o social; entre el encuentro con Cristo y la tarea de anunciarlo a las personas y hacerlo presente en el orden social. La lógica es ésta: el segundo término siempre es un desdoblamiento del primero. La práctica de la misión, tanto religiosa como sociopolítica, brota de la experiencia de fe, así como el río fluye de la fuente, como la luz irradia del foco, y como la flor y el fruto provienen finalmente de la raíz del árbol. No hay entre estos términos ninguna oposición, pero tampoco mera yuxtaposición, sino precisamente desdoblamiento o consecuencia.
Vamos a explicitar en seguida esas dos formas de misión: evangelizadora y social.
2.1. Primer desdoblamiento de la fe: la evangelización
Una persona llena de Cristo, lo anuncia como por desbordamiento. El Documento habla de la misión evangelizadora en términos extremadamente positivos: se trata de irradiar la Luz recibida, de comunicar la Alegría del encuentro, de compartir la Vida del amor (n. 145).
Volvamos a subrayar la lógica que preside la misión de evangelización. Ésta deriva espontáneamente del encuentro con Cristo; es su primera consecuencia hacia fuera. De ahí fluye naturalmente el anuncio evangélico y evangelizador. El “discípulo” se vuelve necesariamente apóstol o “misionero”, para evocar el lema de Aparecida.
Como vemos, aquí la misión no tiene nada que ver con el adoctrinamiento, la propaganda o el proselitismo. Es más bien irradiación. Es un “atraer” hacia Cristo, como un imán, el verdadero “polo norte del mundo espiritual”, como decía Péguy.
Al mismo tiempo que proclama la alegría de creer, el discípulo-misionero profundiza, mediante la catequesis, la “doctrina cristiana”, es decir, un conocimiento más orgánico y completo de la persona y la obra de Cristo.
En el plano del “encuentro de fe con Cristo”, así como en el de la evangelización, Aparecida presenta una propuesta concreta, que exige el involucramiento y la reestructuración de todas las pastorales: es la “Gran Misión Continental” (n. 362-363).
Se trata de pasar de una pastoral pasiva, que espera que el pueblo venga a nosotros, a una pastoral activa, que “sale” al encuentro de los alejados (n.370), de los que no están en comunión de vida con Cristo, especialmente de la gran masa de los católicos indiferentes. Este no es un trabajo puntual, sino un esfuerzo continuo: es la Iglesia que se pone por completo en estado permanente de misión evangelizadora.
Lo que motiva esta misión no es el intento de “reconquistar” los miembros que la Iglesia ha “perdido”, ni hacer la “competencia” a los otros grupos religiosos. Se trata, simple y sencillamente, de comunicar la vida de Cristo y compartir la alegría del Evangelio. Que esto haga aumentar el rebaño católico, es una consecuencia feliz e incluso deseada, pero no es la finalidad principal de la misión continental. La gloria de la Iglesia es la gloria de Cristo.
2.2. Segundo desdoblamiento de la fe: el compromiso de vida
Se trata aquí de un compromiso ético, que más allá de la vida personal involucra la vida social. El compromiso en la sociedad, “marca registrada” de la pastoral latinoamericana, es retomado aquí con nuevo vigor, vigor que en el texto tiene más de teología que de retórica.
¿Cómo se retoma el compromiso social? La respuesta es importante, pues tiene que ver con el punto verdaderamente crucial del debate que planteamos en la primera parte.
Ahora, en el Documento el compromiso social es retomado “a partir de la experiencia de fe en Cristo”. Es por eso que el compromiso liberador deriva directamente del seguimiento. Quien ama a Cristo, ama también a los hermanos, especialmente sus preferidos: los pobres y todos los excluidos, cuyos rostros describe el Documento en varios apartados (n. 65, 402 y, en especial, 407-430).
Nótese también aquí que la lógica que anima el compromiso arranca del encuentro con Cristo. Quien encontró a Cristo va al encuentro del hermano pobre y sufriente. Aquí, lo social deriva de lo espiritual.
Ésta es la lógica que encontramos también en el NT, especialmente en Juan y en las cartas de Pablo. Se encuentra en la fórmula: “Si son luz, pórtense entonces como hijos de la luz” (Ef 5,8). Por lo tanto, esa lógica no es la de los obispos o de quien quiera que sea, sino que se basa en la propia naturaleza de la Revelación, que consiste en una vida nueva que naturalmente nos lleva a un nuevo actuar.
Con su idea de una acción que brota “de la superabundancia de la vida contemplativa”, santo Tomás dice lo mismo (cf. ST II-II, q. 182, a. l, ad 3). Nietzsche, por su parte, predicaba la “virtud dadivosa”, insistiendo en una acción que fuese fruto de la riqueza interior y no de la carencia personal (Zaratustra, parte I, último cap.). Pero, ¿para qué citar más autores? Esta es la lógica de las mismas cosas: agere sequitur esse: la acción brota del ser. Aparecida no hace más que aplicarla a la fe y a la pastoral.
Sin duda persiste la insuperable cuestión de las mediaciones concretas entre fe y política, pero éstas sólo se refieren a la forma externa de la acción, no a su sustancia íntima. La fe es llamada a ser “el alma” de toda política, incluso en su misma estructura. En sentido estricto, la política es autónoma, no autárquica. Esto significa que, a pesar de contar con sus propias leyes, la acción política permanece siempre dependiente de su Creador y, por lo tanto, abierta a una investidura religiosa. De aquí que entre fe en Cristo y vida social no haya paralelismo ni, menos aún, contradicción.
En esta óptica plena y claramente espiritual, de tipo existencial e interpersonal, el compromiso de liberación está todo impregnado de Cristo, a quien se encontró en el camino de la vida y se desea amado en la vida y reinando en la sociedad. De este modo, la fe conforma y anima de arriba abajo toda la misión de la Iglesia, incluso la sociopolítica.
Esto es válido particularmente para los cristianos laicos, que tienen en lo social su ámbito propio de práctica directa y concreta de la fe. En esto insiste Aparecida, destacando, como deber pastoral de la Iglesia, la necesaria formación política del laicado (n. 501-508), pues toda la práctica social de los laicos se desarrolla “con Cristo, por Cristo y en Cristo”. Es el sentido de la frase: “en Él”, introducida por el Papa en la segunda parte del lema de la V CELAM: “Para que nuestros pueblos en Él tengan vida”.
Por último, el tema “vida” es la gran idea que estructura todo el Documento en sus tres grandes partes, apareciendo en el nombre de cada una de ellas. La división tripartita se hizo de acuerdo con la metodología, ahora clásica en América Latina, del “ver, juzgar y actuar”, metodología que, insistimos, tiene más bien una validez material (temática y expositiva) que propiamente formal (determinante y fundadora).
Del mismo modo, es en la perspectiva de la fe-encuentro en la que se reasume la irreversible “opción preferencial por los pobres” (n. 391-398, esp. 396). Quien encuentra a Cristo no puede dejar de encontrar al pobre. El Documento insiste en la cualidad “evangélica” de esta opción, en el sentido de que debe estar toda empapada del espíritu de Cristo. Es por eso que tal opción es presentada lejos de toda exageración o “ideología”, llámese politicismo, militantismo, activismo o incluso moralismo.
Aparecida no evita el vocabulario de la “liberación”, pero lo usa poco, tal vez por las connotaciones ambiguas y polémicas que lo rodean. No obstante, recupera su contenido al abrigo de conceptos como promoción social, amor hecho justicia, transformación de las estructuras, pobres: sujetos de derechos, etc.
La V Conferencia no se detiene en las dificultades y crisis de nuestro tiempo, ni en la complejidad de la sociedad actual con los inmensos riesgos de la globalización. Apuesta, más bien, por el Cristo vivo, presente en la Iglesia, con su inspiración y su fuerza. Podríamos decir que los obispos “tienen fe en la Fe”.
A diferencia de los dos puntos anteriores, para la parte social Aparecida no ofrece una propuesta continental concreta. Aunque no deja de ofrecer indicaciones prácticas, la V Asamblea parece apostar, sobre todo, por la “fantasía de la caridad”. Esta es una provocación a la participación creativa y responsable de los cristianos laicos y también de los teólogos de la liberación, en la medida que ambos buscan “encarnar”, en la teoría y en la práctica respectivamente, la Palabra eterna en la “carne” del tiempo.
Conclusión
Después de todas esas observaciones críticas -en la primera parte- y propositivas -en la segunda-, ¿cómo queda la TL? Nos parece que, grosso modo, ahora se está encaminando en la dirección correcta.
En primer lugar, se observa que buena parte de la TL se incorporó naturalmente en la teología. Pasó así a formar parte de la “teología normal” y del discurso de la Iglesia en general. Se insertó en el órganon de la teología general como su “dispositivo social”, y se seguirá incorporando lentamente al arroyo de la teología global llevando consigo toda su sustancia, como un afluente al río principal. Así ocurrió también con los movimientos bíblico y litúrgico que, de movimientos particulares -antes del Concilio-, se convirtieron después en bienes comunes de toda la Iglesia.
Que incluso incorporada orgánicamente en la teología sine addito, la TL pueda seguir enarbolando la consigna que le da nombre, eso corresponde al legítimo pluralismo religioso. Así podrá recordar a toda la teología su deber de integrar cada vez más la dimensión socio-liberadora de la fe, protagonizada por los pobres. De hecho, es así como perduran, en la armonía del cuerpo eclesial, los grupos más diversos, privilegiando cada uno un carisma particular.
Pero también es posible que parte de la TL resista e insista en entenderse como una teología integral aparte, construida a partir de principios propios. Entonces será imposible evitar cierta polarización en relación a la teología en general, porque la inevitable clarificación de esa corriente pondrá en evidencia el carácter aporético de su método. Además, el pobre no podrá aguantar por mucho tiempo el peso del edificio de una teología que lo escogió como base: antes de ser aplastado por ella, cederá, como la historia no se cansa de enseñar.
Lo cierto es que la evolución teórica de la TL no se dará de modo automático, gracias a la simple “fuerza de las cosas”, pues ninguna situación histórica resuelve por sí misma problemas teóricos. Los problemas teóricos se resuelven teóricamente; cuando se intenta resolverlos haciéndolos a un lado -mediante represión o simple desestimación-, reaparecen como la mala hierba cuya raíz fue dejada.
De ahí también la razón y la finalidad de estas líneas. Buscando intencionar la discusión sobre el estatuto epistemológico de la TL, y procurando así esclarecer y resolver su problemática de fondo, tal vez puedan contribuir a disolver la polarización generada por ella y favorecer, de este modo, la catolicidad sinfónica de la teología.
Sólo eso redundará en la felicidad de los pobres, la gloria de Dios y la confusión del demonio (cf. LG 17).